Eduardo Picón Lares
La Sierra
Nevada de
Mérida
Escuela Profesional
Salesiana
De Arte Tipográfico
Málaga 1921
Cabalgando, pues,
en aquel potro indómito. Que ciertamente no era de tormento, sino de encanto, a
pesar de sus torturas, vinimos en cuenta de la actitud de rapiña asumida por un
buitre soberbio contra José Domingo Heder, que como se ha dicho, se quedó en el
lugar escueto, víctima inocente del inexorable mal de páramo. El animal
trazando cuevas pausadas, casi esféricas, rondaba en torno al cuerpo vencido e
indefenso de nuestro compañero, que era el Benjamín de la expedición. Un
nublado de piedras llovió sobre el habitante hosco de los páramos, sobre el pájaro
hermoso que viste de negro y gasta blanca gorgera de recias y gritas plumas, y
luego unos disparos y nuestra vocería aturdidora, terminaron por hacerle huir y
perderse entre las nubes.
Precisando puntos,
descubriendo pueblos, admirando paisajes y paisajes, con un anteojo modesto
simple vista, pasamos dos horas y media en la mansión de los buitres y los
cóndores, en donde se miden las fuerzas espantosas de las centellas y de los
huracanes con las del olímpico peñón, que empinándose al cielo como una estrofa
épíca, contempla o soporta con
desdén altivo la
más hórridas tormentas y convulsiones
del cosmos.
La Cordillera,
desde la cumbre del Toro, ofrece dos inmensos panoramas distintos, de los
cuales es invencible división: el de Norte y Occidente y el de Oriente y Sur.
El primero está encerrado entre rocallosas serranías, se dibuja en el alto del
Páramo de Mucuchíes y las Laderas de San Pablo, y va abriéndose a medida que se
dilata hacia la tierra llana de Los Cañitos y la parte del territorio donde se
levantan el villorrio de Estanques y el pueblo de Tovar, hasta que se esfuman
en las nieblas, ya bien entrado en la frontera de Mérida con el Táchira. El
segundo está extendido sin obstáculos desde la falda de la Sierra, que declinan muy
poco a poco, hasta besar las lejanías nebulosas de las Pampas, reverberantes de sol.
La zona merideña es
la más basta y pintoresca exposición de un conjunto variadísimo y armónico de
materias naturales. Corriendo la vista desde la gélidas comarcas de Barro Negro
y Apartaderos, hasta la caldeadas tierras de Estanques, se enfocan quince
leguas de territorio, que es la distancia aproximada existente de lugar a
lugar, en cinco minutos de observación, y de este modo, nosotros pudimos
apreciar su grandeza en un sinnúmero de motivos sugerentes. El río Chama se
mira en las estepas parameras como un arroyuelo, acaso solamente con fuerza
para mover la piedra de algún molino; y luego, al pasar la vera de San Jacinto,
crispado y turbulento, ya por el mayor volumen de agua que arrastra, como
porque las pendientes bruscas lo hacen tomar impulsos titánicos, y después,
perderse en lontananza, ya navegable, con la serenidad del que se siente
satisfecho de haber cumplido una misión próvida de beneficiosos resultados.
Como la mañana era
muy clara y estaba el cielo tan diáfano y azul, pudimos descubrir fácilmente
casi todos los pueblos, aldeas, granjas, cortijos y montañas de más importancia
y renombre que se encuentran en el espacioso trayecto, y también el camino
nacional, que como una cinta luminosa de bronce, se ve subir, bajar, entrarse
en los montes, parangonarse con el río, quebrarse en un zanjón, esconderse
entre los recodos de unas lomas, ahogarse en las gargantas de los peñascos,
perderse al fin, como todos los caminos, en el límite indeciso de la rinconada
estupenda. Allí abajo, como vistos desde un aeroplano, estaban Mucuchíes, con
sus partidos de nombres mucubaches, que le imprimen a la comarca hermética ese
sabor característico y muy propio que constituye su más rancio y orgulloso
blasón, y Mucurubá, Escagüey, Cacote, La Culata, El Valle, El Vallecito, Tabay, La Punta, Ejido, Los Guáimaros,
Caparú, San Juan, Lagunillas, Puente Real, Chiguará, Estanques, El Cañadón,
Tovar, La Tala, La Azulita, Jají y La Mesa de los Indios,
De los caseríos de
la tierra llana no pudimos distinguir ninguno, pues al abrirse ésta, la Cordillera de Los
Conejos, cortándola por el franco derecho, la intercepta. Y es el de esta
Cordillera un detalle muy curioso: corre sobre ella paralela a la Sierra, su crestería luce
como una línea definida, trazada horizontalmente sobre el cielo; una línea de
rocas de muchas leguas, y casi tan alta como la que nuestras plantas hollaban.
Así, pues, la altura de Los Conejos, y una masa densa de niebla que se había
esparcido por la parte Sur del Lago de Maracaibo, nos impidieron distinguirlo
claramente. Sin embargo, las selvas y un pedazo de costa nos indicaron, por su
posición geográfica, que teníamos a la vista una sección del Puerto de Santa
María, en relación con el de Arenales.
Sencillamente
primorosa es la presentación y rápido el desenvolvimiento, del panorama que
comprenden las partes oriental y austral. Se trata de una gran abra.
Prominencias en descenso que van precipitándose y acurrucándose unas tras las
otras; bosques tupidísimos, y la mayor parte de los campos son eriales. En
estas región se perfilan, muy lejos unas de otras, chozas miserables; pero
siempre pintorescas, y los pueblos de Mucuchachí, Mucutuy, Aricagua, El Morro,
Los Nevados y Acequias. El Picacho de la Sierra de Santo Domingo blanquea distante, como
la cúpula de una torre de estilo bizantino. Pueden precisarse las últimas
estribaciones de los Andes y el comienzo de las Pampas, cuyo horizonte se
retrata en el espacio por un fenómeno original y que sintetiza todos los
matices de la belleza, en consonancia con el motivo vibrante que enciende
chispas de fuego en la maravilla inefable de las sabanas.
Desde el más
empinado vértice el Toro se ven os otros cuatro picachos nevados que sugirieron
a nuestro gran Don Tulio la leyenda de Las
Cinco Águilas Blancas, en toda su plenitud de su imperio; y en verdad que
la aproximación a las cosas grandes le hace concebir e imaginar al espíritu
todo grande también, descomunal, acaso inverosímil. Por eso, cuando nos
encontramos delante de aquel fuerte emblema inexplicable, pensamos que
asistíamos a una misa insólita, en donde el piélago de rocas servía de altar,
las nieves inmaculadas de hostia pura y santa, el palio azul del cielo de
ábside del templo infinito, y de sacerdote celebrante, ilustrado en la más
abstrusas y avanzadas filosofías, en la m160s perfecta teología dogmática y
moral, el silencio, el silencio enloquecedor que reina en aquellos escarpados
ventisqueros.
Ni la Sierra Nevada, ni la Alpujarra, en la Provincia de Granada; ni
la Sierra de
Mijas o la Codillera
de Ronda, en la de Málaga; ni en los
Pirineos. En la región vasca; ni en la Sierra de Guadarrama, en el concierto de la España pintoresca; ni en
los rincones más encantadores de los Alpes, en la grandiosa exhibición de Suiza
y del Tirol, pueden compararse a ese monumento que se llama Sierra Nevada de
Mérida. Yo he visto desfilar ante mis ojos y mi fantasía los supremos paisajes
montañosos de España, Francia, Suiza e Italia y mirándolos, He sentido la
nostalgia de mi Sierra, del alma de mi pueblo, de ese tesoro admirable que los
merideños no aprendemos a apreciar con justicia y acrisolado arrobamiento,
hasta que no le abandonamos por algún tiempo; porque las montañas europeas,
casi todas analógicas, casi todas revestidas de la misma vegetación, que
caracterízale sello peculiar de la zona, están limitadas a una variedad y
riqueza relativas, y a la vista errante del viajero, ávida de impresiones que
la conmuevan, de sorpresas vibrantes, no encuentra por lo regular sino los
mismos pinos, la misma flora reducida, susceptible a las estaciones y
desprestigiada, hasta cierto punto, por las intervenciones artificiales.
Además, el cielo de Europa, agitado con frecuencia por nublados plomizos, no
siempre propicio a la armonía y limpidez del paisaje. La eterna primavera del
trópico, la diafanidad del firmamento, la refulgencia del sol, la soledad y el
silencio del paraje, la grande y variadísima vegetación, el canto de millares
de pájaros, el murmullo de otras tantas fuentes, ríos y cascadas, la profusión
selecta de las flores, el aspecto de las rocas, en donde a buen seguro se
esconden todas las vetas policromas del mármol, la irregularidad de los
terrenos, el primor de las vegas, la dilatación de las campiñas, la
secesión de los paisajes espaciosos y
elegantes, el matiz tornasol de los sembrados, la música del color verde en el
silvestre laberinto, y que contrasta de una manera sorprendente con el azul
pizarra, los témpanos enormes y originales carámbanos de las cumbres heladas,
todos estos detalles son los que enjoyan la Sierra Nevada de Mérida y la
presentan señorialmente al mundo condesada en un solo bloque de reluciente
pedrería, para que el mundo, postrado de rodillas, gesticule admiraciones y
medite hondas cosas de arte.
Los extranjeros que
han visitado nuestra Sierra Nevada, en éxtasis ante ella, sobrecogidos de
devoción, han tenido para sus gracias y belleza, gracias que revientan en las
clavelinas que abren sus faldas, y vélelas que cuaja en las ventiscas de sus
diadema, palabras retóricas de definitiva apología, no obstante venir los
peregrinos de Europa y tomar siempre como base, para lanzar el veredicto, la
comparación de nuestros montes con los cansados montes europeos. Por ahí andan
en papeles viejos, casi olvidados, las apreciaciones justicieras de hombres
como Verástegui, Humboltd, Bousingault, Rivero, Codazzi, Bourgoin, Goering.
Hammel. Siervers, Goebel, Hedderich y otros; hombres todos de ciencia, seremos
en la apreciación y pródigos en el elogio sincero.
Sucede con la Sierra Nevada de Mérida, con el
Lago de Maracaibo, con las Pampas, con el Orinoco, con la Cueva del Guácharo y con
muchos otros muchos grandes monumentos naturales con que cuenta nuestro bello
país, que nos envidian otros pueblos y que por lo regular son personas extrañas
a nuestro medio las que descubren y admiran sus encantos, que los venezolanos
los miran con desdén porque sin cosas venezolanas, porque en nuestra tierra, la
novelería inconsciente, el cretinismo impertinente y el amaneramiento ridículo,
han llegado hasta el extremo de pontificar que las cosas no son buenas y bellas
si no son de Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, Alemania o Italia. Y lo
propio acontece con nuestra literatura, nuestras industrias y todas nuestras
actividades.
Yo conozco un señor
a quien le estaban fabricando una casa en Mérida, con materiales merideños, lo
que equivale decir, madera del Monte Zerpa, cal de milla, teja y ladrillo de
Otrabanda y arena de Albarregas; y la tal casa estaba quedado muy sólida y muy
bonita. Otro señor. Que había llegado de Nueva Cork, un Pacheco redomado, se
fue a visitar, oficiosamente, al seño propietario de la casa en construcción, y
después de muchos preámbulos, saturados todos ellos de negra hipocresía, le dijo:
«Yo no sé cómo se te ha ocurrido fabricar una casa con madera del Monte Zerpa,
ca de Milla, teja y ladrillo de Otrabanda y arena de Albarregas , y más aun que
hayas escogido para director de los trabajos al maestro Hemenegildo. Se te va a
caer la casa. Porque los materiales y los maestros de obra no sirven para nada.
¿No ves que son de aquí? Has debido traer cemento Portland, madera norteameicana, un arquitecto de Nueva York; vamos,
modernizar esto, y sobre todo, consultarme a mí, que vengo de verlo bueno del
mundo, lo que dura, lo que conviene, que es lo de los Estados Unidos.» El señor
de la casa se consternó en el primer momento; pero luego prosiguió los trabajos
a la usanza merideña, porque traer el cemento Pórtland, la madera y un
arquitecto de Nueva York, le habría costado más dinero que una docena de casas
como la que le estaba fabricando el maestro Hemenegildo, quien de paso sea
dicho, ganaba ocho bolívares por día y tenía ocho hijas, que eran como ocho
palomas dispuestas a volar con el primer palomo que se acercara al alero de sus
amores.
Pues bien, la casa
quedó muy buena, muy cómoda, muy merideña, y no se ha caído… como no se cayeron
con los terremotos de 1812 y 1894, salvo raras excepciones, las casas antiguas
que forman la población de Mérida, a pesar de haber sido construida por los
tatarabuelos, los abuelos y los padres del contemporáneo maestro Hemenegildo, y
con materiales baratos del Monte Zerpa, Milla, Otrabanda y arena pura y limpia
del poético río Albarregas.
Sentados en aquel
trono de trazas formidables, cuyo basamento es de oro y plata, de piedras
preciosas y selvas opulentas, de paraíso de flores perfumadas y saetas de luz,
y sobre el cual vuelan las auroras claras sus ricas cornucopias de luceros, nos
dimos a la tarea de comer nieve con papelón. La operación de romper el cristal
nevado, la practicamos con los mismos bordones de madera terminados en punta
que nos sirvieron de sostén para la ascensión, y que por lo resistente y
pesados, parecían de hierro. Naturalmente, la nieve nos produjo irritación en
la garganta y el estómago, que se tornó luego en sed abrasadora cuando
descendíamos e íbamos entrando en climas más templados. El rato de descanso que
tuvimos en la cumbre fue para nosotros de tales consecuencias, pues a la bajada
sentíamos una gran flojedad en las piernas, que casi degeneraba en el desmayo y
que nos impedía el caminar. Todos los excursionistas teníamos los labios resecos, cuarteados en
grietas, que muy dolorosas, no nos dejaban reír, porque las contracciones y
gestos abrían las cortaduras y las rasgaban. Nuestros rostros estaban
rubicundos, y sentíamos la piel áspera, tostada y soltando especie de caspa, que no era otra cosa que el
desprendimiento paulatino del cutis, ultrajado por el agua, el frío, el viento
y el sol.
A las diez y media
de la mañana emprendimos la bajada. Al salir de las rocas que custodian, como
una fortaleza babilónica, el sueño blanco de la nieve, de la eterna paz
monótona y empinada, y contemplar de nuevo los derrumbaderos por donde habíamos
subido y teníamos forzosamente que bajar, de los labios de Clímaco Carmona se
desprendieron estas palabras: «Yo vuelvo a esta Sierra, cuando sea Jefe Civil
de Infierno.» Esta declaración tan ingenua, tan oportuna, nos resultó en aquel
momento de confusión, de incertidumbre, como un chiste colosal, matizado de los
más vivos colores. Desde este punto tomamos una fotografía del Picacho de La Columna, que se erguía al
frente con aristocracia imperial.
El descenso hasta
el alto del Páramo de Los Nevados fue penosísimo. Las piernas nos flaqueaban,
nuestros pasos eran vacilantes y sentíamos un
descoyuntamiento general. Aparte de esto, una sed voraz nos mantenía en
constante estado de excitación; sed que no podíamos aplacar, por no haber agua
en aquel lugarejo ni en sus alrededores, y tuvimos que aguantar hasta llegada a
Las Quebraditas, asiento sombrío de nuestro campamento, el cual recuerdo ahora
como un pasaje de aquelarre.
Cuando llegamos al
sitio donde estaban nuestras cabalgaduras hambrientas, montamos a caballo. Todo
fue entonces llevadero y fácil. Las bestias que querían llegar a comer, y
nosotros a descansar en el seno de la comodidad confortable, el ideal nuevo,
como bien pudiéramos decir, hizo que los pobres animales marcharan voluntarios
y que el camino se acortara un tanto a nuestros ojos y a nuestro cansancio; que
la ilusión perdida floreciera nuevas ilusiones, que de la lanza aventurera y
derrotada del Caballero de la
Mancha, surgiera cayado pastoril de Quijótiz.
La jornada había
terminado… Del entusiasmo de ayer sólo
quedaba el estrago, la huella perdurable, la nostalgia del eterno hoy a la hora
del crepúsculo, porque cada deseo que satisfacemos, es un espejismo más que
agoniza y se apaga en nuestra alma, que se pierde en el hueco hondo de nuestra
vida…
Al coronar la
cuesta de La Columna,
la luz eléctrica alumbrada ya la ciudad, que en aquel instante nos pareció más
bella en su soledad y en su tristeza, y las viejas campanas de la Catedral, con esa
sonoridad venerable y pura de los bronces antiguos, repicaban alevemente la
proximidad de una fiesta religiosa, la sencilla y bella fiesta de los Santos
Reyes Magos.
FIN
Φ Φ Φ
INDICE
CAPITULO PRIMERO.- Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida.
División. Cómo deben realizarse. Mi caso. Iniciativa de nuestra excursión.
Épocas propicias para as ascensiones. Preparativos de nuestro viaje. De las
costumbres de Mérida en Diciembre. Perseverancia. Paréntesis sentimental.
Nuestro equipaje. El Doctor Carbonell. Noche de fiesta y alegría. La eterna
juventud. La hora de la marcha. La infantería. Perfil merideño. Apreciación
personal
CAPITULO SEGUNDO.- La mañana del poema. La caballería
que se aleja. Ojos de basilisco. La
Cuesta de la Columna. El
primer monumento erigido al Libertador. Cordialidad de camaradas.
Descripciones. El río Mucujún. El río Chama. Elogio. La Planta Eléctrica. Caminos
nacionales. Las vegas del Chama. La Cueva.
Recuerdos de nuestra historia política local. Descripciones.
Lourdes. Costumbres campesinas. Planta de la región. Empieza el frío. Cómo se
avanzan metros. Clarín de belleza. Un bohío en las faldas de la Sierra. Ligeras
consideraciones. Metal de verdad.
CAPITULO TERCERO.- La montaña. Apreciaciones. La
laguna de la Mistela.
Noción de las distancias entre la gente serrana y la de las
Pampas venezolanas. El almuerzo. El frailejón. Elogio. Las Quebraditas. Nuestro
campamento. Recursos naturales. El Espanto de la Sierra Nevada. Fenómeno de
óptica. La cena. Noche de vigilia. Funciones del equipo de medicinas. Huele,s y no a ámbar. El mal de páramo.
La mañana. Camino de las cumbres. La cruz del alto del Páramo de Los Nevados.
Digresiones. Andar penoso. El llanto de la Sierra. Un muerto que está
vivo. Dificultades y trampa de cabestro. El portal inexpugnable. Ligera
conclusión que trata del agua.
CAPITULO CUARTO.- La Sierra. El Picacho del
Toro. Panoramas. Consideraciones retrospectivas. La Patria Chica. Digresiones
sentimentales. El buitre hambriento. La cuenca merideña y la abra de las
Pampas. Perfil lejano del lago de Maracaibo. Influencia de lo grande en las
ideas. Comparaciones. Apostillas lacónicas. Banquetes de nieve. El descenso.
Otra vez en nuestra ciudad triste. Conclusión.
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