8.848*
Por: elmagazin
Fernando Araújo Vélez
Es una
caída lenta. Hay peñascos, matorrales y aristas por todos los lados del abismo.
Su cuerpo no termina de descender y desciende en silencio, el silencio no
termina de doler y duele en sus ecos. Un hombre cae. Cuando termina de caer
abre los ojos y ve el cielo, muy azul, y la nieve sobre el nevado del Ruiz, muy
blanca. Mira hacia arriba, veinte metros hacia arriba y se pierde entre los
peñascos, los matorrales, los picos y las aristas que atravesó. «¿Qué pasó?,
pregunta». «¿Qué ocurrió, por qué, cómo?», pregunta de nuevo.
Un hombre
le levanta la cabeza y le dice que todo va a estar bien, que fue una caída,
solo una caída. Él trata de moverse. Le duele. Le duelen las piernas, la
cadera, la cabeza, la boca, la voz. «Llamen una ambulancia», pide. Entonces
duerme, o él cree que duerme, y entre sueños siente que lo sacan de un agujero
en el nevado del Ruiz, que lo trasladan a un carro de bomberos, que lo acomodan
con sumo cuidado en un asiento. La gente no deja de hablar. La gente grita.
La sirena
suena, infinita. Suena y no dejará de sonar por muchos días. Incluso por años,
dirá él. Parece un estruendo, un estruendo acompasado. Él ya no ve nada. Duerme
de nuevo, o cree que duerme, y entre sueños siente que lo pasan a una
ambulancia. Otro carro, el mismo ulular, el mismo e interminable ulular. Cuando
abre los ojos todo se ha vuelto borroso. Los paramédicos que van a su lado, el
compañero que lo rescató en el abismo, las ventanas, los edificios afuera, las
copas de los árboles.
Su padre,
don Israel, también se le aparece, medio difuso, alucinante. Le recuerda que
cuando uno se va del todo comienza a ver borroso y dice incoherencias, con los
labios casi pegados, con la lengua trabada. Don Israel, su voz, su viejo tiple.
Doña Blanquita y sus regaños, sus consejos, sus conclusiones, «mijo, su vida no
puede ser fácil porque usted nació de un terremoto». El Everest, la diosa
Chomolungma, Lenin Granados, Gonzalo Ospina, el hielo, los aludes, Juan Pablo
Ruiz y Marcelo Arbeláez.
Todos son
uno, son él y su pasado porque la vida se le va. Un médico le dice en la
clínica de la Presentación a doña Blanquita que vaya preparando todo en casa,
que el señor Nelson Cardona, así lo llama, está muy mal, que harán lo posible
para que se recupere, pero no garantizan nada, que sufrió varias fracturas en
el rostro, cuatro o cinco, que posiblemente tiene la pelvis rota y que la
pierna derecha está imposible. «Es fractura de tibia y peroné expuesta», le
informa. Ella aguanta.
Aguanta
aunque quiera desmoronarse porque está acostumbrada a las malas noticias, a las
pésimas noticias. Sabe cómo soportar el dolor, aunque se le escapan algunas
lágrimas. Recuerda, seguro recuerda a Nelson cuando era niño, el pelo rojo, las
rabietas, sus huidas, la bicicleta que jamás pudo comprarle, aquella BMX, su
vuelta después de años en la madrugada de un viernes. Cardona oye. Cardona sabe
que no hay mayores esperanzas de recuperarse y se vuelve a dormir, ahora por
los analgésicos y la anestesia.
En dos
minutos se lo llevarán al quirófano. Eso fue lo que le informó una enfermera.
Él no tiene fuerzas ni para entender por qué. Le cosen la boca con hilos de
acero porque necesitan absoluta quietud para intervenirle la mandíbula. Por
algún lado hay que comenzar. Cuando se despierta tiene sed. Le mojan los labios
con un algodón, más no se puede. Él tiene sed y tiene hambre, pero ni siquiera
puede hablar. Luego le inyectan suero y más analgésicos. Él duerme.
Duerme y
escucha el tic-tac de un reloj que hay frente a su cama. Allí pasan los
segundos, los minutos, las horas y los días, los meses. El tiempo se le va. Él
ha llegado tarde a la vida, dirá. Él no hacía parte del tiempo, dirá. Aprieta
las manos, los músculos que puede. Otra vez los analgésicos, las anestesias,
las operaciones, el despertar envuelto en pesadillas y las pesadillas de la
vigilia pues tiene hambre y tiene sed pero no puede hablar. «Un algodón húmedo,
don Nelson, con esto se le pasará», le dicen.
Desde el 2
de marzo está ahí. En ocasiones, una enfermera le pregunta la fecha, él
responde 2 de marzo del 2006, porque todos los días para él son ese día, 2 de
marzo del 2006, todos los días son la caída lenta, el silencio, el mareo que
sintió allá arriba en la pared que estaba adaptando para cuando llegaran sus
amigos e invitados de las Empresas Públicas de Manizales a escalar. Todos los días
de la vida son ese día. Y él cae.
Cae porque
el día anterior se había quedado hasta las cuatro de la mañana trabajando en un
plan de contingencia por las inundaciones en la zona. Cae porque se creyó un
súper hombre, como en 2001. Cae. Va a terminar inválido, le pronostican los
doctores. Él se resiste. Responde que no, grita que no, y sin embargo la
realidad lo tortura, porque un simple movimiento, acostarse de lado, por
ejemplo, es como ascender doscientos metros por una pared de hielo.
Las
enfermeras lo tratan con afecto, le sonríen, son lindas. Llegan por las
mañanas, en las tardes y a las seis y treinta en punto para arreglar la cama,
para bañarlo. Lo cargan, tienen que cargarlo. Él se siente el más inútil de los
hombres, y por mucho que se oponga, tiene que dejarse llevar y traer. Él, que
rompió todos los récords de los Nevados. Él, que subió hasta la cima del Cho
Oyu, a 8.201 metros sobre el nivel del mar. Él, que repite que va a ir
con sus compañeros al Everest en un año.
Pasó seis
meses tirado en una cama de la Clínica de la Presentación en Manizales, con el
reloj de pared enfrente como infinito tormento. Cada segundo, cada minuto eran
una puñalada, tic-tac, TIC-TAC. «Yo no hacía parte del tiempo», pensaba, y el
tiempo se le iba muy de prisa. Él quería subir al Everest. Lo había prometido.
Hasta se lo recordó a Juan Pablo Ruiz una mañana, cuando Ruiz lo visitó vestido
de ciclista, pues venía del Parque de los Nevados de entrenarse para la
expedición al Himalaya que habían planeado tiempo atrás.
«Sí, sí,
Piqui, claro que sí, allá iremos», le contestó él, la voz quebrada, las piernas
débiles, los nervios reventados. Cardona lo vio irse después. Lo miró de
espaldas, con su indumentaria de deportista y las piernas intactas. De la
felicidad pasó a la rabia, a la envidia, a la ira, y de ahí, una vez más, a las
preguntas. «¿Por qué yo?, ¿Por qué yo y no cualquier otro?, ¿Cuál es mi deuda y
con quién? ¿Cuál fue mi pecado y cómo lo pago? ¿Por qué yo, precisamente yo
entre tantos millones?».
Lloraba,
pensaba, recordaba. Cuando la Arp Colmena se lo llevó en un avión ambulancia a
Bogotá, supo que en su convalecencia le habían robado todo en su apartamento de
Manizales. Ni siquiera tenía una pijama, y él necesitaba una pijama. «¿Por qué
yo?», otra vez, mil veces, un millón de veces. Ya en Bogotá se propuso subirse
en una silla de ruedas, y en ella anduvo un tiempo, hasta que se sintió fuerte
dentro de las pocas fortalezas que tenía.
Pidió un
caminador. Los médicos le advirtieron que sería un riesgo muy alto, que él no
estaba para esos esfuerzos. «De todas formas, voy a intentarlo», les dijo. Y lo
intentó y lo logró y así se le fueron sanando sus miles de heridas, pero el pie
no le servía y con el pie así no podría jamás subir al Everest. Una tarde,
Marcelo Arbeláez le contó que la embajada del Canadá iba a organizar unas
charlas con un escalador que había sufrido un terrible accidente. Warren
McDonald se llamaba.
Cardona
fue. En su estado, todo podía serle útil. Escuchó a McDonald, que habló de su
accidente, de cómo había perdido las piernas, e invitó a los asistentes a subir
con él las piedras de Suesca. Él no lo podía creer, por eso alquiló una casita
para ser testigo de aquello. Cuando llegó hasta las piedras, McDonald ya estaba
colgado de la pared. «Era algo sobrehumano, ahí se me rompieron todos los
paradigmas, era imposible pero fue posible. Y si él podía…».
Vio a
McDonald, recordó a aquel mocho que en el Expreso del Sol había humillado a un
vagonero con una sola mano hacía tantos, tantos años. Vislumbró a Salomé, su
hija mayor, y a Sofía, la pequeñita, aún con su andar inseguro. Oyó sus risas,
plenas, ingenuas, inocentes, francas, puras. Juró que saldría de aquello, que
nada ni nadie se lo iba a impedir, y organizó su propia expedición de invierno
a Monserrate. Y subió hasta la cúspide con sus muletas, paso a paso, tropezón
tras tropezón.
Si antes,
en sus buenos tiempos de entrenamiento, ascendía en veinticuatro minutos, ahora
había tardado tres horas y cuarto, pero no le importó, había subido, eso era lo
que contaba, apenas para eso estaba por aquellos tiempos, con un pie
inservible, una pierna más corta que la otra, la cadera adolorida y el cuello
rígido. Ya arriba, le contaron por teléfono que las tres primeras mujeres en la
historia de Colombia habían llegado hasta la cumbre del Everest, con Luis Ossa
y con Ruiz. Entonces fue cuando se deshizo.
Se
derrumbó. A fin de cuentas era un hombre, solo un hombre, nada más que eso. Se
derrumbó llevado por la envidia, envidia de la mala, como él mismo lo
confesaría después. ENVIDIA en mayúsculas. En Suesca se largó a llorar y a
compadecerse, a atiborrarse de resentimientos y de amarguras. Un día y otro.
Una semana y otra. Cualquier mañana de aquellas se encaramó sobre una piedra,
al borde de un abismo profundo. Sintió que tenía que descargarse y, llevado por
sus impulsos, llamó a un viejo conocido y le ofreció excusas por no
haberlo entendido en su momento.
«Él me
había ofendido, pero eso no interesaba en ese instante, yo tenía que deshacerme
de mis cargas. Que tuviera o no la razón no era esencial». Luego llamó a otro
conocido y a su madre, doña Blanca. De a pocos se le fueron yendo los pesos,
esas mochilas cargadas de piedras que había ido acumulando por la vida. Se
desgarró, por dentro y por fuera. Vio el precipicio, vio su pasado y su futuro.
Se vio a sí mismo como estaba, una piltrafa.
«Y de
pronto sentí que nada tenía sentido, que lo mejor era botarme por ahí y acabar
con todo de una buena vez. Solo era cuestión de lanzarme y en un par de
segundos todo terminaría». No obstante, la palabra cobardía, el concepto
cobardía, la imagen cobardía se le atravesaron y lo hicieron desistir, porque
él podía haber sido cualquier cosa menos cobarde, y por ahí estaban Sofía y
Salomé y un puñado de personas más, y por allá, lejos, inalcanzable, el
Everest, su promesa a la diosa Chomolungma de volver.
En una
radio lejana sonaba Rubén Blades: A tu escuela llegué, sin entender por qué
llegaba, y en tus salones encuentro mil salones y encrucijadas, y aprendo
mucho, y no aprendo nada, maestra vida camará, te da y te quita, te quita y te
da. Él, que había aprendido tantas cosas de la montaña y en la montaña, que
incluso había escuchado sus voces, no podía desperdiciar sus enseñanzas.
Se abrazó, se tocó, recorrió con sus manos ásperas y fuertes cada centímetro de
su piel.
Entonces
decidió que de cualquier manera subiría al Everest. Con muletas o con bastón,
con una pierna de palo o con un gancho por mano, como los capitanes piratas,
pero subiría. Si el pie no le funcionaba, adiós, lo reemplazaría por otro, de
palo, de hierro, de aluminio, de lo que fuera. El 29 de noviembre del 2007
llegó a la clínica Palermo de Bogotá a las cinco y treinta de la tarde para
someterse a la intervención quirúrgica más importante de sus cuarenta y cuatro
años, pese a la opinión contraria de algunos médicos amigos, y de la
controversia que generó entre varios escaladores.
«Lo decidí
porque no podía vivir el resto de mi vida sin la alta montaña, sin los grandes
desafíos y sin estar allá arriba en el Himalaya con Arbeláez, Ruiz y los demás.
Lo decidí porque vivir otro tipo de vida no tendría sentido, y así se lo
expresé a los doctores, y así di el paso, con un simple y profundo
“procedan”». La operación duró cinco horas, y con el despertar sintió el
dolor más agudo que hubiera sentido jamás, pero solo fue por dos horas, como se
lo había advertido un médico. «Dos horas de un dolor infernal, como si me
estuviera quemando, me había dicho el doctor, porque debían cauterizar todo el
sistema nervioso. Dos horas de ese dolor. Yo pedí morfina, convulsioné y
después no sentí nada», y ese nada fue todo, porque esa noche Cardona comenzó a
vivir el resto de sus días, esa noche, de la nada pasó al todo.
Todo.
Cardona asistió por varias semanas al Centro de Rehabilitación de Colombia,
Cirec, por los lados de El Campín, y tomó fuerzas de la fortaleza que les veía
a los niños, mujeres y hombres que la guerra había lisiado.
Todo. El
31 de diciembre partió hacia el techo de Las Antenas con sus muletas, solo, y
llegó hasta la cumbre, caída tras caída, metro tras metro, con el aliento
invisible de sus hijas soplándole, porque Sofía y Salomé le daban la mano, le
decían «papá, tú puedes, no llores más, mira que yo te voy a dar mis ahorros
para ponerte un pie nuevo, bien lindo, mira que las montañas están felices
porque tú has vuelto a ellas».
Todo. La
Arp de Colmena le autorizó la mejor de las prótesis, veintidós millones de
pesos. Y él fue feliz, y se convenció de que el Everest estaba a un paso nada
más, a un paso de hierro. Aprendió de nuevo a montar en bicicleta, se
fortaleció. El 24 de diciembre elaboró otro de sus rituales. Lo llamó el Ritual
del Retorno. Se fue al Nevado del Ruiz. Volvió al mismo lugar desde el que
había caído aquella mañana funesta de marzo de 2006 y ascendió hasta la cima y
allá pasó las navidades y el fin de año, solo, consigo mismo, con sus nuevas
ilusiones, con sus viejas historias.
Todo.
Llamó a sus hijas para darles su parte de victoria. Llamó a doña Blanca. Llamó
a Juan Pablo Ruiz. El 22 de enero de 2009 estaba en la cumbre del Aconcagua. Un
coronel le había pedido que guiara a cinco de sus mejores hombres, lisiados
también, como él, a la cima de América en una expedición que llamó Huellas
2009. Él los llevó. Les enseñó. Les demostró que no había empresas imposibles,
sino hombres incapaces. El mundo volvía a creer en él, y él, Nelson Cardona,
volvía a creer en el mundo. Era luz, faro y espejo.
* Este capítulo hace parte del libro
8.848, de editorial Aguilar. Lo publicamos para conmemorar tres años de la
subida de Nelson Cardona al Everest. Cardona ha sido uno de los pocos que lo
han logrado con una prótesis.
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