Tomás
Francisco Carreño
Cronista
oficioso de las Sierras Nevadas
TRAVESURAS
Y PICARDIAS
DE NICOLASON
DE LAS
SIERRAS NEVADAS
(Dedicado
a las señoras que se fastidian en la casa)
II
DE CÓMO DON DARIO VENCETOSSIGO CONOCIA LA HISTORIA NO ORTODOXA DE LA CIUDAD
Don Darío Vencetósigo frisaba los cincuenta
años y en verdad que el polvo de los libros viejos y pergaminos desvaídos lo
constaban magníficamente, pues no representaba tal edad.
La dedicación a los
estudios históricos, de preferencia los genealógicos, le habían causado una
marcada miopía que le obligaban usar unas gafas, con vidrios de tan
considerable grosor, que semejantes solamente los tenía iguales el telescopio
del astrónomo de la universidad.
Vestido de oscuro, de
hablar pausado, modales finos y cébile obstinado, don Darío era un libro
abierto en asuntos históricos.
Su memoria era
asombrosa y su erudición notable. Conocía la historia, la tradición y la
leyenda.
Sabía de las gestas
ciudadanas, los deslices familiares y los pecadillos parroquiales de la Villa,
Mencionarle a dos
Darío Vencetósigo cualquier personaje de la historia serrana ara casi como
darle cuerda.
-Don Darío, por qué
no nos cuenta la historia verdadera de La Villa que n aparece en los libros?
Y, don Darío,
acomodándose las antiparras comenzaba:
-Hay quienes dicen
que la formación de esta meseta y la vida que en ella surgió, estuvieron
íntimamente ligadas a un episodio divino que tuvo su origen en los comienzos de la formación del mundo.
Cuentan que una vez
hechos por Jehová el cielo y la tierra, con todo su cortejo de seres,
incluyendo al hombre, el día séptimo descansó y declarólo santo.
Deseando el Eterno
colocar a la máxima criatura que había formado en un vergel especial, llamó al
arcángel Uriel para que recorriese el orbe y escogiese el lugar más apropiado
que sirviera de morada al nuevo ser formado a su imagen y semejanza.
Extendió el mensajero
sus alas majestuosas y en vuelo raudo recorrió todos los confines del plantea,
hasta detenerse en esta bellísima pradera del mil tonos esmeraldinos que
poderosamente le llamó la atención.
Allí brotaban del
suelo toda suerte de árboles gratos a la vista y buenos para comer como la
guanábana, el níspero, el caimito, la chirimoya, el aguacate y la lechoza.
Cuatro ríos
circundaban aquel paraíso. Uno de ellos era denominado Pisón; al segundo le
decían Guijón; otro más de denominaba Tigres y en verdad que era sobrecogedor
el rugido de sus ondas en las piedras; el cuarto era llamado Padre Chama:
bajaba desde las alturas proclamando a las montañas su grandeza y moría,
mansamente, en un lago lejano.
Estos nombres de los
r’ios resonaban, de cerro a cerro, musitando por los ventisqueros que los
originaban, poco antes de la creación del hombre.
Imponentes murallas
aislaban la meseta de los prados vecinos. Como si fuese una atalaya.
Hacia el Oriente
distante, luego de revolotear sobre la cuenca del Padre Chama, Uriel contempló
maravillado una altísima montaña que
casi llegaba al cielo y de donde aún sobresalían cinco hermosísimos picachos
nevados.
De vuelta al trono de
la Divina Majestad –prosiguió don Darío- el mensajero alado describió a Jehová,
con lujo de detalles, aquel paraje primoroso y en tal lugar tuvo asiento el
Paraíso Terrenal.
Olvidaos, pues,
queridos amigos, de los cuentos de la Mesopotamia y de los decires a los
aficionados a la bibliomancia.
Porque fue en este
sitio donde vinieron a vivir los progenitores del humano género y aquí hubiesen
continuado felices a no ser por la envidia de Satán.
Un moderno escritor
nativo, explicaba don Darío, exclamo cierta vez “que si no fuera porque otra
cosa nos dice el libro de Dios, podría asegurarse que en La Villa tuvo asiento
el Paraíso”. Pero no hagáis caso a estas confesiones recatadas dichas para no
chocar con los venerables canónigos de la Catedral; si nos atenemos a ka teoría
poligenista, la cual yo defiendo entre mis íntimos, posiblemente hubo varios
paraísos terrenales; pero declara esto actualmente es un asunto espinoso por
los riesgos que conlleva, como era, hace un tiempecillo, insinuar a los
reverendos dogmáticos nuesto probable parentesco con atropoídes, macacos,
mnadriles y otros micos.
El ángel maldito que
levantó sus armas contra el Altísimo, se quejó lastimeramente de que se
concediesen a Uriel tan importantes distinciones y se propuso, en unión de
Belial, Moloch y Belcebú, introducir en aquel edén, con suprepción, una
criatura de su propia invención.
Tarde, pero todavía a
tiempo, calaron los primeros homúnculos que se denominaron Francisco Martín,
Juan Rodríguez Suárez, Hernando Cerrada, Pedro Bravo de Molina y Pedro García
Gaviria: fulleros, cazurros y falaces.
Esos señores de
nombres altisonantes, que criaban puercos en su tierra natal, atormentados por
las hambrunas y la sífilis, venidos allende los mares, encallaron en Tierra
Firme, arrastrando calandrajos, merced a los vientos que el Diablo sopló en
pleno Atlántico.
Los abasteros de
marranos y conductores de piaras, por las buenas o por las malas se mezclaron
con las mujeres de los Tatuéis y los Mucujunes. De este mestizaje, mezcla de
miel y azufre, nacimos todos nosotros y en las venas llevamos ambos
ingredientes.
De todo esto deriva
que nuestra historia esté salpicada de hombres justos y buenos y también de
iracundísimos señores embarrados por la sangre de sus delitos. He aquí el
porqué ciertos contrastes materiales y espirituales son terriblemente marcados.
Tuvimos patriotas y
realistas. Liberales y godos. Hombres justos y bellacos. Céreos y traidores.
Mansos sacerdotes y asesinos de curas. Soldados sanguinarios y militares
clementes. Asnos y sabios cobijados bajo la misma toga. Revolucionarios y
gobierneros impertinentes. Ladrones y varones probos.
Altibajos.
Claroscuros. Agridulces.
Así terminó, don
Vencetósigo, su improvisada lección de historia, de aquella que no está escrita
en los libros.
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