sábado, 3 de enero de 2015

LA HISTORIA DE MÉRIDA. LIBRO SÉPTIMO.



LA HISTORIA DE MÉRIDA
CARLOS CHALBAUD ZERPA.
LIBRO SÉPTIMO.
CAPITULO CUADRAGÉSIMO SÉPTIMO
LA SIERRA NEVADA

LA VOZ DEL CRONISTA.
Contaba Tulio Febres Cordero, el cronista por excelencia de las Sierras Nevadas, que el libro inédito de la mitología andina, escrito con la pluma resplandeciente de un águila blanca en la noche triste de la decadencia muisca -cuando la raza de zipa cayó humillada a los pies del hijo de Pelayo y los hombres barbados de allende los mares vinieron a poblar las desnudas crestas de los Andes- narra que las hijas de Chía, las vírgenes del Motatán que sobrevivieron a los bravos timotes en la defensa de su suelo, congregadas en las cumbres solitarias del Gran Páramo, se sentaron a llorar la ruina de su pueblo y la desventura de su raza.
La nieve de los años, como la nieve que cae en los páramos, cayó sobre las vírgenes y las petrificó a lo largo, convirtiéndolas en esos grupos de piedras blanquecinas que coronan las alturas y que los indios venezolanos veneran en silencio, llenos de sobrecogimiento y de terror.
Encastillados en sus montañas, maliciosos y desconfiados por naturaleza y siempre en actitud alerta, los indios de la Cordillera vivían como sus primitivos ascendientes. Y así -refiere el historiador vernáculo Eduardo Picón Lares- les encontraron los conquistadores españoles, quizás el día siguiente de haber oído por la noche, sobrecogidos de temor, la quejumbre agorera de la paloma que era para ellos presagio de infortunio y muerte.
Para atacar y defenderse a la vez, prosigue el historiógrafo, construyen fuertes de piedras en las mesetas y cumbres de los montes, cavaron profundamente sus contornos y anegaron el terreno que los circundaba. Iban a la pelea con entusiasmo patriótico, cantando himnos guerreros, a los que coreaban con ruidosa gritería y celebraban sus triunfos con las mayores de mostraciones de contento. Pero cuando salían derrotados, les prendían fuego 1 a sus pueblos, huían a los bosques con gran abatimiento o se sepultaban vivos en hoyos que abrían en las alturas, donde morían abrazados a sus ídolos. Eran muy ardídosos para la acción, en la que su valor rayaba en la temeridad. Y si hubieran dispuesto de armas iguales a las de los españoles, les habrían vencido, pues además de hallarse en su tierra, a la que conocían palmo a palmo, sus filas podían llegar a miles de combatientes, aparte de tener catadura resistente y aguantadora y contar con recursos de que sus enemigos carecían.
Hace relativamente poco tiempo, unos parameños que trabajaban en el mantenimiento del sistema teleférico, y que se aventuraron por estrechos y ásperos caminillos del pico El Toro, jamás explorados, hallaron en una gruta natural vecina a la cumbre, de acceso muy difícil, dos esqueletos de personas adultas junto a otro de un infante.
Los restos tenían cuatrocientos años de edad, y de los dos esqueletos grandes, bastante conservados, uno pertenecía a una mujer.
Un antropólogo de la Universidad de Los Andes, quien examinó los huesos suministrados por nosotros, llegó a la conclusión de que se trataba de seres pre-colombinos. Junto al macabro hallazgo se encontraron, una vasijita de barro, de incuestionable manufactura indígena, y trozos de le carbonizada, como si hubiesen hecho fuego para tratar de calentarse.
Quien sabe cuál fue el drama vivido por esta familia indígena, hace más de cuatro siglos, en la Sierra Nevada; pues nunca nadie podrá decimos, a ciencia cierta, si fueron víctimas de un crimen por rivalidades tribales, objeto del castigo de un piache iracundo y vengativo, o la resultante del abatimiento que les causó la derrota infligida por las huestes del Capitán Fundador Juan Rodríguez Suárez, el Caballero de la Capa Roja.
Quizás esta mujer aborigen, cuyos huesos reposan ahora en la Universidad de Los Andes, fue la primera dama que excursionó por la Sierra Nevada.
Y allá mudé, en el vestinquero desolado, abrazada fuertemente a su hijito y junto a su marido, perteneciente, con probabilidad, a los indios Mirripuyes.
LA PENUMBRA DEL COLONIAJE.
Difícilmente el conquistador se imaginó que aquellas cúspides, resplandecientes en las mañanas de diciembre ante la luz del sol, serían algún día motivo de una codicia diferente, enaltecedora y sublime.
Los vergeles, y las minas que escondían celosamente los filones auríferos, se encontraban distantes de los páramos solitarios y las cumbres empinadas.
Los descendientes del extremeño, los hijosdalgo de solar conocido, se dedicarán al reparto de tierras e indios.
“Entre tanto, en la colonia silenciosa, no alumbra el claro sol del medio día. Ahora hay penumbra. Cirios encendidos. Incensarios. Sordo rumor de voces apagadas. Como un ronroneo. Son las abejas místicas que están melificando en su oración. Dominicos. Agustinos, Jesuitas, Monjas clarisas, Franciscanos, Hospitalarios. Mientras Gavinas y Cerradas se dividen en dos bandos, en indomable pugna por los bienes materiales
La preocupación científica del Rey de España por los territorios ultramarinos, sometidos a coloniaje, fue escasa.
La América, para muchos españoles peninsulares, es definida, en boca de Cervantes, como refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.
“No conviene a la Corona de España que se ilustre a los americanos”, dizque susurraba el Rey Carlos IV.
De esta frase célebre atribuida a dicho monarca se hicieron eco Baralt, Codazzi, Arístides Rojas y Caracciolo Parra, entre otros historiadores. Sin embargo no hay pruebas fehacientes de que el Rey la pronunciase.
Tulio Febres Cordero, en una rectificación histórica, señala que la imputación es temeraria y no es caritativo agravar más los cargos que justamente le hace a la historia por otros respectos y que ya anteriormente hemos señalado.
Y España no manda científicos a ilustrar a los americanos, sencillamente porque carecía de ellos.
Empero, pese a los ataques en contra la corona española de los sostenedores de la llamada Leyenda Negra; y a la defensa, muchas veces demasiado generosa, de quienes compartieron la tesis de la Leyenda Dorada; “España, dice Rufino Blanco Fombona, dio lo que tenía. Pobre fue siempre en hombres de Estado, en hacendistas, en buenos y pulcros administradores de la cosa pública; fértil en burócratas inescrupulosos, en jueces de socaliña, en oligarquías que pusieron su conveniencia por encima de la conveniencia de la Nación. ¿Cómo iba a damos España lo que no tenía? ¿Cómo culpar a los conquistadores de ser como por herencia, por educación, por tradición, por oficio, por época y por medio tenían que ser?”
Y Ángel Grisanti señala que algunos historiadores tratan de explicarse el atraso científico de Venezuela, recordando las opiniones de Humboldt, José Domingo Díaz y Morillo, acerca de la inclinación de los venezolanos a la política y a las empresas guerreras, rasgos morales éstos que predominan sobre cualesquiera otros del espíritu; pero proceso orgánico, o ígnea fragua igualmente, de cuyo seno surgieron, para deslumbrar a la América y al mundo, los insignes guerreros, estadistas y políticos que, capitaneados por Miranda, Bolívar y Sucre, con su ingenio, su heroísmo y su desinterés forjaron la emancipación del continente, y mostraron con la reunión del Congreso de Panamá, principios más avanzados sobre arbitraje obligatorio, y nociones más amplias y humanas sobre el derecho de gentes.
Andrés Bello, además, podría por la universalidad de sus conocimientos, resarcir y justificar ese pasado oscuro y anónimo de nuestro país en el Régimen colonial. Un genio no se forja sino en siglos, y Venezuela engendró por lo menos, cuatro hombres geniales en el siglo décimo octavo: Miranda, en la diplomacia y la política; Bolívar, en la guerra; Sucre, en la estrategia y en la administración, y Bello mismo en la literatura y en las ciencias. Diríase que tan larga gestación fue necesaria para tan descomunal alumbramiento.

EL Gran Ausente.

La conquista de las cumbres de la Sierra Nevada fue realizada, en el transcurso de un siglo, por naturalistas que no ascendían solamente por el placer de hacerlo.
Todos ellos fueron amigos o herederos espirituales de un hombre, que el
5 de junio de 1799 se embarcó, siguiendo las huellas de Colón, para descubrir
e investigar las tierras del otro lado del Océano, cuya naturaleza había
quedado ignorada desde su Descubrimiento. “Fausta fecha en la Historia de las
ciencias cuyas metas son la investigación del Cosmos!”
Este personaje extraordinario, que apasiona a sus contemporáneos europeos y los hace viajar a las regiones equinocciales del Nuevo Continente es el Barón de Humboldt; sin objeción, el sabio más eminente que nos haya visitado. Esta acotación -anota uno de sus admiradores- tendría sólo relevancia puramente especulativa si no la demarcan un señalamiento para nosotros superior: Humboldt ha fundado el estudio de nuestra tierra y, en cierta forma, nos ha enseñado a amar esa tierra. Este hecho le confiere una vecindad familiar que lo hermana a la geografía de nuestro espíritu.
Pero Humboldt, quien visita a Cumaná, la península de Araya, las misiones de los indios Chaimas, el Valle de Caripe y la Cueva del Guácharo; se embarca hacia La Guaira; vive en Caracas y asciende a La Silla en compañía de su inseparable colaborador Bonpland; aquel sabio que conoce luego los Valles de Aragua, el Lago de Tacarigua, el Samán de Güere y Puerto Cabello; y sigue hacia el Orinoco por la vía de Villa de Cura, San Juan de los Morros, El Sombrero, Calabozo y San Femando de Apure; este científico eminente que remonta el Río de las Siete Estrellas hasta llegar a los más inaccesibles raudales, no visita a Mérida por una contingencia que lamentaremos siempre.
Como una queja silenciosa y elocuente, allá en la Sierra Nevada, quedaron los picos Humboldt y Bonpland, emergiendo de La Corona; reconocimiento al sabio que desdeñó la cita, y sin embargo se ha quedado con nosotros para la eternidad.

Codazzi y La Libertad.

Originalmente, el pico Bolívar era denominado indistintamente Concha,
Peineta y Columna. La actual Concha, para entonces, recibía el nombre de La
Garza. Posteriormente se reservó para el hoy pico Bolívar el nombre de La
Columna y sin que sepamos por qué La Garza pasó a ser denominada Concha
o Nieve Encerrada.
El primer explorador que contempló en todo su esplendor las dos cimas gemelas de La Corona lo fije el Dr. Alfredo Jahn, cuando pisó la cumbre de pico Espejo en 1910 y las designó con los nombres de Humboldt y Bonpland. Jahn acometió el ascenso del Humboldt en 1911, bautizó su glaciar principal con el nombre de Sievers y aseveró haber llegado a la cima. Este escalamiento fue puesto en duda, por mucho tiempo, en base a una relación del baqueano Francisco Araque, quien lo acompañé en la expedición. Araque, hasta el momento de su muerte, negó la ascensión de Jahn. En 1915 el Dr. Jahn intentó escalar el Pico Bolívar desde Pico Espejo, por la cresta suroccidental, siendo detenido por la segunda torre.
El Dr. Jahn dejó importantes obras científicas sobre geografía, glaciología, enología y botánica, así como trabajos acerca de alpinismo y excursionismo.
Entre los hombres notables que encaminaron sus pasos hacia nuestras montañas, en los albores de la República, figura el ilustre geógrafo italiano Agustín Codazzi, quien estuvo en Mérida en el mes de diciembre de 1830.
Midió la altura de El Toro, escribió un detallado estudio geográfico de la Provincia y dejó una bien lograda descripción de la Ciudad de los Caballeros, que aparece en su obra “Resumen de la Geografía de Venezuela”, hecha en Paris en 1841.
“Los picos de esta tierra, dice el coronel Codazzi, al referirse a la cordillera merideña, coronados de eterna nieve, las grandes masas de granito que salen de sus flancos cortados perpendicularmente y la gigantesca mole que forma esta majestuosa sierra, le dan un aspecto imponente. Sus blancas cimas a veces cubierta de nubes, a veces relucientes con los rayos del sol, o envueltas en niebla que las hace aparecer y desaparecer en pocos instantes, todo concurre a dar a la sierra un carácter bello y sorprendente”.
“Mérida, en fin, por los terrenos ricos que posee, por su clima sano, por su posición casi en el centro de la provincia, en el camino que va a las demás de la República, será algún día una de las más florecientes ciudades del interior, cuando la riqueza de los particulares haya proporcionado caminos para facilitar el tránsito, y que los grandes bosques estén cubiertos de haciendas y poblaciones”.
La geografía de Codazzi, afirmaba Enrique Bernardo Núñez, es ya la de un país que ha conquistado la libertad de comercio y aspira al fomento de su bienestar por medio de las ciencias y las artes. Se escribe para mostrarle, a propios y extraños, suelos y producciones tan variadas que sólo necesitan de inmigración para convertirse en grandes emporios. Un país de tan excelente posición geográfica, con tantos puertos y bahías, reclamaba voluntad, acción creadora. El destino histórico, decía en síntesis aquella obra, es inseparable del destino geográfico.

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