LA HISTORIA DE MÉRIDA
CARLOS CHALBAUD ZERPA.
CARLOS CHALBAUD ZERPA.
LIBRO SÉPTIMO.
CAPITULO
CUADRAGÉSIMO SÉPTIMO
LA SIERRA NEVADA
LA VOZ DEL
CRONISTA.
Contaba Tulio
Febres Cordero, el cronista por excelencia de las Sierras Nevadas, que el libro
inédito de la mitología andina, escrito con la pluma resplandeciente de un
águila blanca en la noche triste de la decadencia muisca -cuando la raza de
zipa cayó humillada a los pies del hijo de Pelayo y los hombres barbados de
allende los mares vinieron a poblar las desnudas crestas de los Andes- narra
que las hijas de Chía, las vírgenes del Motatán que sobrevivieron a los bravos
timotes en la defensa de su suelo, congregadas en las cumbres solitarias del
Gran Páramo, se sentaron a llorar la ruina de su pueblo y la desventura de su
raza.
La nieve de los
años, como la nieve que cae en los páramos, cayó sobre las vírgenes y las
petrificó a lo largo, convirtiéndolas en esos grupos de piedras blanquecinas
que coronan las alturas y que los indios venezolanos veneran en silencio,
llenos de sobrecogimiento y de terror.
Encastillados en
sus montañas, maliciosos y desconfiados por naturaleza y siempre en actitud
alerta, los indios de la Cordillera vivían como sus primitivos ascendientes. Y
así -refiere el historiador vernáculo Eduardo Picón Lares- les encontraron los
conquistadores españoles, quizás el día siguiente de haber oído por la noche,
sobrecogidos de temor, la quejumbre agorera de la paloma que era para ellos
presagio de infortunio y muerte.
Para atacar y
defenderse a la vez, prosigue el historiógrafo, construyen fuertes de piedras
en las mesetas y cumbres de los montes, cavaron profundamente sus contornos y
anegaron el terreno que los circundaba. Iban a la pelea con entusiasmo
patriótico, cantando himnos guerreros, a los que coreaban con ruidosa gritería
y celebraban sus triunfos con las mayores de mostraciones de contento. Pero
cuando salían derrotados, les prendían fuego 1 a sus pueblos, huían a los
bosques con gran abatimiento o se sepultaban vivos en hoyos que abrían en las
alturas, donde morían abrazados a sus ídolos. Eran muy ardídosos para la
acción, en la que su valor rayaba en la temeridad. Y si hubieran dispuesto de
armas iguales a las de los españoles, les habrían vencido, pues además de
hallarse en su tierra, a la que conocían palmo a palmo, sus filas podían llegar
a miles de combatientes, aparte de tener catadura resistente y aguantadora y
contar con recursos de que sus enemigos carecían.
Hace relativamente
poco tiempo, unos parameños que trabajaban en el mantenimiento del sistema
teleférico, y que se aventuraron por estrechos y ásperos caminillos del pico El
Toro, jamás explorados, hallaron en una gruta natural vecina a la cumbre, de
acceso muy difícil, dos esqueletos de personas adultas junto a otro de un
infante.
Los restos tenían
cuatrocientos años de edad, y de los dos esqueletos grandes, bastante
conservados, uno pertenecía a una mujer.
Un antropólogo de
la Universidad de Los Andes, quien examinó los huesos suministrados por
nosotros, llegó a la conclusión de que se trataba de seres pre-colombinos. Junto
al macabro hallazgo se encontraron, una vasijita de barro, de incuestionable
manufactura indígena, y trozos de le carbonizada, como si hubiesen hecho fuego
para tratar de calentarse.
Quien sabe cuál
fue el drama vivido por esta familia indígena, hace más de cuatro siglos, en la
Sierra Nevada; pues nunca nadie podrá decimos, a ciencia cierta, si fueron
víctimas de un crimen por rivalidades tribales, objeto del castigo de un piache
iracundo y vengativo, o la resultante del abatimiento que les causó la derrota
infligida por las huestes del Capitán Fundador Juan Rodríguez Suárez, el
Caballero de la Capa Roja.
Quizás esta mujer
aborigen, cuyos huesos reposan ahora en la Universidad de Los Andes, fue la
primera dama que excursionó por la Sierra Nevada.
Y allá mudé, en el
vestinquero desolado, abrazada fuertemente a su hijito y junto a su marido,
perteneciente, con probabilidad, a los indios Mirripuyes.
LA PENUMBRA DEL
COLONIAJE.
Difícilmente el
conquistador se imaginó que aquellas cúspides, resplandecientes en las mañanas
de diciembre ante la luz del sol, serían algún día motivo de una codicia
diferente, enaltecedora y sublime.
Los vergeles, y
las minas que escondían celosamente los filones auríferos, se encontraban
distantes de los páramos solitarios y las cumbres empinadas.
Los descendientes
del extremeño, los hijosdalgo de solar conocido, se dedicarán al reparto de
tierras e indios.
“Entre tanto, en
la colonia silenciosa, no alumbra el claro sol del medio día. Ahora hay
penumbra. Cirios encendidos. Incensarios. Sordo rumor de voces apagadas. Como
un ronroneo. Son las abejas místicas que están melificando en su oración.
Dominicos. Agustinos, Jesuitas, Monjas clarisas, Franciscanos, Hospitalarios.
Mientras Gavinas y Cerradas se dividen en dos bandos, en indomable pugna por
los bienes materiales
La preocupación
científica del Rey de España por los territorios ultramarinos, sometidos a
coloniaje, fue escasa.
La América, para
muchos españoles peninsulares, es definida, en boca de Cervantes, como refugio
y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto
de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres
libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.
“No conviene a la
Corona de España que se ilustre a los americanos”, dizque susurraba el Rey
Carlos IV.
De esta frase
célebre atribuida a dicho monarca se hicieron eco Baralt, Codazzi, Arístides
Rojas y Caracciolo Parra, entre otros historiadores. Sin embargo no hay pruebas
fehacientes de que el Rey la pronunciase.
Tulio Febres
Cordero, en una rectificación histórica, señala que la imputación es temeraria
y no es caritativo agravar más los cargos que justamente le hace a la historia
por otros respectos y que ya anteriormente hemos señalado.
Y España no manda
científicos a ilustrar a los americanos, sencillamente porque carecía de ellos.
Empero, pese a los
ataques en contra la corona española de los sostenedores de la llamada Leyenda
Negra; y a la defensa, muchas veces demasiado generosa, de quienes compartieron
la tesis de la Leyenda Dorada; “España, dice Rufino Blanco Fombona, dio lo que
tenía. Pobre fue siempre en hombres de Estado, en hacendistas, en buenos y
pulcros administradores de la cosa pública; fértil en burócratas
inescrupulosos, en jueces de socaliña, en oligarquías que pusieron su
conveniencia por encima de la conveniencia de la Nación. ¿Cómo iba a damos
España lo que no tenía? ¿Cómo culpar a los conquistadores de ser como por
herencia, por educación, por tradición, por oficio, por época y por medio
tenían que ser?”
Y Ángel Grisanti
señala que algunos historiadores tratan de explicarse el atraso científico de
Venezuela, recordando las opiniones de Humboldt, José Domingo Díaz y Morillo,
acerca de la inclinación de los venezolanos a la política y a las empresas
guerreras, rasgos morales éstos que predominan sobre cualesquiera otros del
espíritu; pero proceso orgánico, o ígnea fragua igualmente, de cuyo seno
surgieron, para deslumbrar a la América y al mundo, los insignes guerreros,
estadistas y políticos que, capitaneados por Miranda, Bolívar y Sucre, con su
ingenio, su heroísmo y su desinterés forjaron la emancipación del continente, y
mostraron con la reunión del Congreso de Panamá, principios más avanzados sobre
arbitraje obligatorio, y nociones más amplias y humanas sobre el derecho de
gentes.
Andrés Bello,
además, podría por la universalidad de sus conocimientos, resarcir y justificar
ese pasado oscuro y anónimo de nuestro país en el Régimen colonial. Un genio no
se forja sino en siglos, y Venezuela engendró por lo menos, cuatro hombres
geniales en el siglo décimo octavo: Miranda, en la diplomacia y la política;
Bolívar, en la guerra; Sucre, en la estrategia y en la administración, y Bello
mismo en la literatura y en las ciencias. Diríase que tan larga gestación fue
necesaria para tan descomunal alumbramiento.
EL Gran Ausente.
La conquista de
las cumbres de la Sierra Nevada fue realizada, en el transcurso de un siglo,
por naturalistas que no ascendían solamente por el placer de hacerlo.
Todos ellos fueron
amigos o herederos espirituales de un hombre, que el
5 de junio de 1799
se embarcó, siguiendo las huellas de Colón, para descubrir
e investigar las
tierras del otro lado del Océano, cuya naturaleza había
quedado ignorada
desde su Descubrimiento. “Fausta fecha en la Historia de las
ciencias cuyas
metas son la investigación del Cosmos!”
Este personaje
extraordinario, que apasiona a sus contemporáneos europeos y los hace viajar a
las regiones equinocciales del Nuevo Continente es el Barón de Humboldt; sin
objeción, el sabio más eminente que nos haya visitado. Esta acotación -anota
uno de sus admiradores- tendría sólo relevancia puramente especulativa si no la
demarcan un señalamiento para nosotros superior: Humboldt ha fundado el estudio
de nuestra tierra y, en cierta forma, nos ha enseñado a amar esa tierra. Este
hecho le confiere una vecindad familiar que lo hermana a la geografía de
nuestro espíritu.
Pero Humboldt,
quien visita a Cumaná, la península de Araya, las misiones de los indios
Chaimas, el Valle de Caripe y la Cueva del Guácharo; se embarca hacia La Guaira;
vive en Caracas y asciende a La Silla en compañía de su inseparable colaborador
Bonpland; aquel sabio que conoce luego los Valles de Aragua, el Lago de
Tacarigua, el Samán de Güere y Puerto Cabello; y sigue hacia el Orinoco por la
vía de Villa de Cura, San Juan de los Morros, El Sombrero, Calabozo y San
Femando de Apure; este científico eminente que remonta el Río de las Siete
Estrellas hasta llegar a los más inaccesibles raudales, no visita a Mérida por
una contingencia que lamentaremos siempre.
Como una queja
silenciosa y elocuente, allá en la Sierra Nevada, quedaron los picos Humboldt y
Bonpland, emergiendo de La Corona; reconocimiento al sabio que desdeñó la cita,
y sin embargo se ha quedado con nosotros para la eternidad.
Codazzi y La Libertad.
Originalmente, el
pico Bolívar era denominado indistintamente Concha,
Peineta y Columna.
La actual Concha, para entonces, recibía el nombre de La
Garza.
Posteriormente se reservó para el hoy pico Bolívar el nombre de La
Columna y sin que
sepamos por qué La Garza pasó a ser denominada Concha
o Nieve Encerrada.
El primer
explorador que contempló en todo su esplendor las dos cimas gemelas de La
Corona lo fije el Dr. Alfredo Jahn, cuando pisó la cumbre de pico Espejo en
1910 y las designó con los nombres de Humboldt y Bonpland. Jahn acometió el
ascenso del Humboldt en 1911, bautizó su glaciar principal con el nombre de
Sievers y aseveró haber llegado a la cima. Este escalamiento fue puesto en
duda, por mucho tiempo, en base a una relación del baqueano Francisco Araque,
quien lo acompañé en la expedición. Araque, hasta el momento de su muerte, negó
la ascensión de Jahn. En 1915 el Dr. Jahn intentó escalar el Pico Bolívar desde
Pico Espejo, por la cresta suroccidental, siendo detenido por la segunda torre.
El Dr. Jahn dejó
importantes obras científicas sobre geografía, glaciología, enología y
botánica, así como trabajos acerca de alpinismo y excursionismo.
Entre los hombres
notables que encaminaron sus pasos hacia nuestras montañas, en los albores de
la República, figura el ilustre geógrafo italiano Agustín Codazzi, quien estuvo
en Mérida en el mes de diciembre de 1830.
Midió la altura de
El Toro, escribió un detallado estudio geográfico de la Provincia y dejó una
bien lograda descripción de la Ciudad de los Caballeros, que aparece en su obra
“Resumen de la Geografía de Venezuela”, hecha en Paris en 1841.
“Los picos de esta
tierra, dice el coronel Codazzi, al referirse a la cordillera merideña,
coronados de eterna nieve, las grandes masas de granito que salen de sus
flancos cortados perpendicularmente y la gigantesca mole que forma esta
majestuosa sierra, le dan un aspecto imponente. Sus blancas cimas a veces
cubierta de nubes, a veces relucientes con los rayos del sol, o envueltas en
niebla que las hace aparecer y desaparecer en pocos instantes, todo concurre a
dar a la sierra un carácter bello y sorprendente”.
“Mérida, en fin,
por los terrenos ricos que posee, por su clima sano, por su posición casi en el
centro de la provincia, en el camino que va a las demás de la República, será
algún día una de las más florecientes ciudades del interior, cuando la riqueza
de los particulares haya proporcionado caminos para facilitar el tránsito, y
que los grandes bosques estén cubiertos de haciendas y poblaciones”.
La geografía de
Codazzi, afirmaba Enrique Bernardo Núñez, es ya la de un país que ha
conquistado la libertad de comercio y aspira al fomento de su bienestar por
medio de las ciencias y las artes. Se escribe para mostrarle, a propios y
extraños, suelos y producciones tan variadas que sólo necesitan de inmigración
para convertirse en grandes emporios. Un país de tan excelente posición
geográfica, con tantos puertos y bahías, reclamaba voluntad, acción creadora.
El destino histórico, decía en síntesis aquella obra, es inseparable del
destino geográfico.
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