sábado, 10 de enero de 2015

TRAVESURAS Y PICARDÍAS DE NICOLASON DE LAS SIERRAS NEVADAS



TRAVESURAS

Y PICARDÍAS

DE NICOLASON

DE LAS

SIERRAS NEVADAS


(Dedicado a las señoras que se fastidian en la casa)











Tomás Francisco Carreño
Cronista Oficioso de las Sierras Nevadas

El autor es un cronista oficioso de las Sierras Nevadas de Mérida. Venezuela.
Desconocemos la fecha de nacimiento y creemos que aún vive.
De su persona y de sus actividades profesionales conocemos muy poco.
Dejamos al lector la investigación correspondiente a este autor.





CARTA DEDICATORIA
Gentiles señoras que os fastidiáis en vuestras casas:
A vosotras de quienes nadie se ocupa y para quienes nadie pergeña unas cuartillas, dedico este libro que espero os sirva de alegre distracción.
Reúne el mismo las aventuras ocurridas a un perillán de mi pueblo, enmarcadas en ellas en medio de personajes y costumbres que existieron en estas Sierras Nevadas en los últimos cincuenta años.
Muchos de cuanto refiero no es mío, porque prestado lo he tomado de otros, sin llegar al vulgar plagio ni al saqueo indecente.
Decía Virgilio, el gran poeta latino, Cisne de Mantua y Autor de la Envida, que muchas de las perlas por él ensartadas habían sido sacadas de stercore Ennil.
Puedo decir yo lo mismo.
Muchas de las joyas que en este libro encontraréis han sido por mí espulgadas de los textos de escritores vernáculos.
Excusadme, gentiles amigas, por haber tornado algunos trozos de dichas obras.
Dejad pues, a un lado todo afán, y cuando el ánimo se desembarace de vuestros pesares, tomad en vuestras delicadas manos mi librillo y leedlo con interés y simpatía. Esto, es lo único que os compensará de tantos trabajos.
T.F.C.
MCMXXXVI

CARTA POR LA CUAL EL CENSOR
DE LA DIÓCESIS SOLICITA
AL MUY VENERABLE VICARIO PROVISOR
QUE SE NIEGUE LA LICENCIA
A LA PRESENTE OBRA.
Hemos leído con atención y desagrado un manuscrito enviado por Su reverencia, denominado TRAVESURAS Y PICARDÍAS DE NICOLASON DE LAS SIERRAS NEVADAS que escribió Tomás Francisco Carreño.
El estilo es torpe, chabacano e incorrecto, el contenido soez y la finalidad inconfesable, tal como conviene a los bribones, rufianes y bellacos.
Por estas razones y por muchísimas otras, creemos que Su Reverencia, es obsequio a nuestra Religión y en aras de las buenas costumbres, debe negar al autor de la licencia para imprimirlo y, en el caso de ser publicado, prohibirse desde los púlpitos su perniciosa lectura.
En la Ciudad de las Sierras Nevadas, a los veinte días del mes de enero de mil novecientos treinta y seis.
       


  DESCRIPCIÓN DE LA PUEBLA DONDE NACÍ,
DE CÓMO APRENDÍ EL ALFABETO
Y SUPE EN CARNE PROPIA
QUE LA LETRA CON SANGRE ENTRA
Según contaba mi madre, vi la luz en esta Villa el mismísimo día en que la ciudad vio por primera vez la luz eléctrica. De esto hace ya bastantes años, porque han de saber ustedes que esta urbe montañesa, acunada entre cordilleras, tuvo luz eléctrica primero que la capital del país, gracias a las torrenteras del río Mucujún y al ímpetu de un hombre de empresa.
Hasta entonces, salvo algunas casas que utilizaban la iluminación con carburo y acetileno, en la mayoría de las otras las tinieblas se ahuyentaban con velas. Las hubo de sebo, de cera y de incillo, hasta que el Sr. Troconis trajo a hombros una máquina para fabricar las estearicas que graciosamente se denominaban “Velas Rayos X”.
Mi nacimiento fue precedido de hechos notables como un pavoroso terremoto que dejó varios centenares de muertos y del establecimiento del telégrafo y el teléfono que, en lugar de los llantos, fueron recibidos con flores, de música y pólvora.
También por aquellos años hicieron su aparición nubes de langostas procedentes de Barinas, que se espantaban con gritería y ruidos de latas, y bandadas de zancudos, que hasta entonces desconocidos que entraron por el abra del Chama.
La ciudad que mi niñez recuerda era, en verdad, una puebla grande con ocho calles longitudinales empedradas y aceras enlosadas donde la lluvia, y la humedad y el frío hacían crecer gran variedad de musgos. Todas las casas eran edificadas de tapia y techadas con tejas, en cuyos aleros existían canalejas de latón con gárgolas que vomitaban, casi constantemente, para el medio de la calzada, el agua de los copiosos y frecuentes aguaceros.
En la plaza mayor sobresalían la Catedral con torre de mampostería, donde el reloj daba las horas, el Palacio Municipal, la Casa de la Universidad y la Cárcel. Donde mi padre picaba el pasto a las mulas y caballos de la tropa y bañaba, con agua fría, en horas de la madrugada, a los pobres presos que por lo general eran locos y borrachos.
Marcada el centro de la plaza una pila de piedra labrada, depósito de inmundicias y único ornato de mi querida Salamanca Andina, como acostumbraban llamar a mi pueblo los doctos de la universidad y del colegio episcopal.
Tortuosos senderos denominados cuestas daban acceso, por rápidas pendientes a las riberas de los frígidos cuatro ríos. Las cuestas y barrancas servían de basureros y letrinas públicas, además de ser, en algunos casos, caminos reales. Abundaban en ellas perros y gallinas muertos. Recorrerlas a pie, especialmente de noche, era una osadía, porque se corría el riesgo  de hundirse repentinamente, hasta el tobillo, en una buena plasta, dejada como recuerdo por algún fornido labrador a quien la necesidad imperiosa no le dio tiempo de vaciar  sus tripas en otro lugar más resguardado.
Por la calle de los Baños se tomaba la Cuesta de Los Cocos, que terminaba en las márgenes del río Milla, cuyas aguas fama tenían de ser más tibias.
Allí acudían las lavanderas, con la ropa de los habitantes ribereños, a sacarle el sucio a punta de jabón de la tierra y a fuerza de golpes contra las piedras.
En determinados días de los meses calurosos, los “blancos” de la ciudad hacían cayapas para irse abañar a dicho río en pozancos construidos por los muchachos. La esporádica peregrinación iba provista de cestas que contenían botellas de brandy para los maridos y golosinas, tales como melindres y conservas de leche, para las matronas.
Los hombres se bañaban en pelota y las mujeres en camiseta, en un pozo distante, lejos de las miradas de los faunos andinos.
Eran, pues esos baños, tímida evocación de las prácticas termales leídas en Suetonio y fugaz motivo de jolgorio naturalista, que no dejaba de producir las más acerbas críticas entre beatas y camanduleros quienes, además de considerar aquella tonta expresión como un libertinaje, opinaban que sí era muy cierto que la concha guardaba el palo, aquellas inmersiones en las linfas que bajaban de los páramos eran, consiguiente, perjudiciales para la salud del cuerpo humano.
Así era mi pueblo.
Aislado, Conventual, Agrario.
El Diablo salía de noche.
Los caudillos políticos amedrentaban a los revoltosos con la amenaza constante de un castillo lejano donde los grillos y la disentería hacían desastres entre los cautivos, y los venerables obispos se valían de un arma aún más temida como lo era la excomunión.
Secuestrada de la actividad y del mayor conocimiento y relaciones que procura a cualquiera ciudad su proximidad al mar –decía un amigo- vive mi ciudad, como si dijéramos aislada, independiente, recogida en el silencio y entregada a la poética soledad de sus hermosos campos: acariciada por las frescas y fecundas brisas de la Sierra Nevada, que a modo de poderoso atalaya colocado allí por la naturaleza, parece resguardar con sus moles plateadas e inaccesibles aquel encantador rincón del mundo en donde se producen todos los frutos y se goza de un clima delicioso.
Cuando mudé los dientes de leche, mi madre creyó oportuno mandarme a la escuela parroquial. Así fue como acordóse con mi padre para que me comprase una cartilla, una pizarra y un par nuevo de alpargatas.
Tocóme por maestro la flor de los verdugos. Muerto esta ya cuando esta página escribo y debe ahora penar eternamente, por todo cuanto sufrir me hizo, en la quinta paila del infierno.
Sus armas pedagógicas lo eran la palmeta y una asombrosa habilidad que tenía en sus dedos de monstruo para sacarnos “el gato”, operación esta última que consistía en desmenuzarnos los músculos del brazo, produciéndonos martirios indecibles.
Lo único que podíamos hacer sus desdichados discípulos, cuando nos sacaba “el gato”, era derramar lágrimas, y sacarle a él en voz baja, para que no nos oyera, su putísima señora madre,
Tras cuatro años de inolvidables torturas ya sabía yo leer de corrido en el Libro de Mantilla, conocía las cuatro reglas y era capaz de decorar, es decir, podía recitar de memoria cortos trozos de la Historia Sagrada y la Urbanidad de Carreño.
Para los muchachos pobres que en esa puebla crecimos, pocos eran las diversiones, bastantes las obligaciones y muchas las amarguras que pasábamos entre la férula de padres y maestros y la aguja, calentada al rojo vivo en la llama de la vela, con la cual nos sacaban las niguas de los dedos de los pies.
Trompos, musarañas y metras jugábamos en la Serranía Santa. En agosto, cuando soplaba el viento, elevábamos cometas en los potreros, y nos desafiábamos, unos a otros, con runches de bordes afilados hechos con tapas aplastadas. Atrapábamos pececillos vivos en los pozos de los ríos por medio de botellas a las cuales desfondábamos el culo con un clavo. Nos hartábamos de moras, naranjas, guamas, pomarrosas y cambures en las campiñas del Milla, la Otrabanda, Santa Catalina y San Jacinto, y los más gandules de nosotros subíamos a las copas de los árboles frondosos a robar nidos de pájaros.
La materia prima de las golosinas que comíamos era el papelón, con el cual se hacían conservas de coco, cucas, quesadillas y caramelos.
A veces, escuchábamos palabras tales como melindres, alfajores, alfeñiques, suspiros y sollozos y otras variedades de dulces en cuya confección entraban el azúcar refinado, la clara de huevo y las ñemas, ingredientes vedados a nosotros los conchabados, mandaderos y sirvientes.
Chicos aún para portar armas blancas como navajas y cuchillos, nuestros instrumentos para atacar y defendernos eran las piedras. Las pequeñas, redondas y lisas como huevos de paloma, que siempre llevábamos en el bolsillo en prudencial cantidad, eran disparadas con silenciosa habilidad por medio de hondas que llamábamos flechas; con ellas ahuyentábamos perros, quebrábamos faroles, bajábamos y matábamos papáoles.
Las grandes del tamaño de puños, eran lazadas con toda la fuerza del brazo y podían descalabrar un enemigo a cincuenta varas, despachar un puerco o desamar de su peinilla a un policía.
Estas mismas piedras, relucientes como gemas, amorosamente seleccionadas en la orillas del Albarregas, eran en épocas navideña y cubierta por nosotros con una mezcla de engrudo, clorato y flor de azufre y envueltas en papel de seda de colores vistosos.
Arrojadas, cuesta abajo por la calzada, detonaban, repetidas veces, como la mejores recámaras o las más perfectas culebrinas.
Gusto daba echarle a un perro bravo una de estas piedras entre las patas o. entre las zapatillas a una beata, en el atrio de la iglesia, cuando salía de la misa de cinco.
Cuando cumplí los once, mi madre me sacó de la escuela, con gran beneplácito de mi parte y me empleo como conchabado en una casa de ricos. Mi paga consistía en la comida, dos mudas de ropa al año y un peso al mes que mi padre convertía, el mismo día que lo cobraba, en una damesana de miche claro.
Mis deberes estribaban en hacer los mandados, barrer los corredores y la caballeriza y complacer los pequeños caprichos de mis amos. Limitadas tareas que a nadie herniaban y que me hicieron ganar varias libras de peso, porque las sobras que mis amos dejaban en la mesa, aunque sobras, eran sabrosas y por otra parte, en las compras diarias siempre me quedaba un cobre negro o una buena ñapa.
Tenían mis amos un hijo llamado el niño Marcelino, sumamente estudioso, a quien le daban las altas horas de la noche leyendo novelas y mirando las ilustraciones de unas revistas que venían escritas en franchute.
Conoció el interés por los libros, que yo también tenía, y fue así como me dio en préstamo los cuentos de Calleja y la Vida del Buscón.
He de confesar que más aprendí como conchabado que como alumno de la escuela parroquial y que a no ser por las condiciones sociales que reinaban en mi pueblo, yo también hubiera sido bachiller como el niño Marcelino; pero la única hacienda de mi padre era el sueldo que le pagaban en la cárcel y la única dote de mi madre era una gran habilidad para hacer los sábados hallacas y chicha, que vendía los lunes en un ventorrillo en el mercado.
Cuando en la universidad, el rector confirió el título al niño Marcelino, a mí la vida ya me había graduado en otros menesteres.

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