TRAVESURAS
Y PICARDÍAS
DE NICOLASON
DE LAS
SIERRAS NEVADAS
(Dedicado a
las señoras que se fastidian en la casa)
Tomás Francisco Carreño
Cronista Oficioso de las Sierras
Nevadas
El autor es un
cronista oficioso de las Sierras Nevadas de Mérida. Venezuela.
Desconocemos la fecha
de nacimiento y creemos que aún vive.
De su persona y de sus
actividades profesionales conocemos muy poco.
Dejamos al lector la
investigación correspondiente a este autor.
CARTA DEDICATORIA
Gentiles señoras que os
fastidiáis en vuestras casas:
A
vosotras de quienes nadie se ocupa y para quienes nadie pergeña unas
cuartillas, dedico este libro que espero os sirva de alegre distracción.
Reúne el
mismo las aventuras ocurridas a un perillán de mi pueblo, enmarcadas en ellas
en medio de personajes y costumbres que existieron en estas Sierras Nevadas en
los últimos cincuenta años.
Muchos
de cuanto refiero no es mío, porque prestado lo he tomado de otros, sin llegar
al vulgar plagio ni al saqueo indecente.
Decía Virgilio, el gran poeta latino, Cisne de Mantua y Autor de la Envida, que muchas de las perlas por él ensartadas
habían sido sacadas de stercore Ennil.
Puedo
decir yo lo mismo.
Muchas
de las joyas que en este libro encontraréis han sido por mí espulgadas de los
textos de escritores vernáculos.
Excusadme, gentiles
amigas, por haber tornado algunos trozos de dichas obras.
Dejad pues, a un lado
todo afán, y cuando el ánimo se desembarace de vuestros pesares, tomad en
vuestras delicadas manos mi librillo y leedlo con interés y simpatía. Esto, es
lo único que os compensará de tantos trabajos.
T.F.C.
MCMXXXVI
CARTA
POR LA CUAL EL CENSOR
DE
LA DIÓCESIS SOLICITA
AL
MUY VENERABLE VICARIO PROVISOR
QUE
SE NIEGUE LA LICENCIA
A
LA PRESENTE OBRA.
Hemos leído con
atención y desagrado un manuscrito enviado por Su reverencia, denominado TRAVESURAS Y PICARDÍAS DE NICOLASON DE LAS
SIERRAS NEVADAS que escribió Tomás Francisco Carreño.
El estilo es torpe,
chabacano e incorrecto, el contenido soez y la finalidad inconfesable, tal como
conviene a los bribones, rufianes y bellacos.
Por estas razones y
por muchísimas otras, creemos que Su Reverencia, es obsequio a nuestra Religión
y en aras de las buenas costumbres, debe negar al autor de la licencia para
imprimirlo y, en el caso de ser publicado, prohibirse desde los púlpitos su
perniciosa lectura.
En la Ciudad de las
Sierras Nevadas, a los veinte días del mes de enero de mil novecientos treinta
y seis.
DESCRIPCIÓN DE LA PUEBLA DONDE NACÍ,
DE CÓMO APRENDÍ EL ALFABETO
Y SUPE EN CARNE PROPIA
QUE LA LETRA CON SANGRE ENTRA
Según contaba mi
madre, vi la luz en esta Villa el mismísimo día en que la ciudad vio por
primera vez la luz eléctrica. De esto hace ya bastantes años, porque han de
saber ustedes que esta urbe montañesa, acunada entre cordilleras, tuvo luz
eléctrica primero que la capital del país, gracias a las torrenteras del río
Mucujún y al ímpetu de un hombre de empresa.
Hasta entonces, salvo
algunas casas que utilizaban la iluminación con carburo y acetileno, en la
mayoría de las otras las tinieblas se ahuyentaban con velas. Las hubo de sebo,
de cera y de incillo, hasta que el Sr. Troconis trajo a hombros una máquina
para fabricar las estearicas que graciosamente se denominaban “Velas Rayos X”.
Mi nacimiento fue
precedido de hechos notables como un pavoroso terremoto que dejó varios
centenares de muertos y del establecimiento del telégrafo y el teléfono que, en
lugar de los llantos, fueron recibidos con flores, de música y pólvora.
También por aquellos
años hicieron su aparición nubes de langostas procedentes de Barinas, que se
espantaban con gritería y ruidos de latas, y bandadas de zancudos, que hasta
entonces desconocidos que entraron por el abra del Chama.
La ciudad que mi
niñez recuerda era, en verdad, una puebla grande con ocho calles longitudinales
empedradas y aceras enlosadas donde la lluvia, y la humedad y el frío hacían
crecer gran variedad de musgos. Todas las casas eran edificadas de tapia y
techadas con tejas, en cuyos aleros existían canalejas de latón con gárgolas
que vomitaban, casi constantemente, para el medio de la calzada, el agua de los
copiosos y frecuentes aguaceros.
En la plaza mayor
sobresalían la Catedral con torre de mampostería, donde el reloj daba las
horas, el Palacio Municipal, la Casa de la Universidad y la Cárcel. Donde mi
padre picaba el pasto a las mulas y caballos de la tropa y bañaba, con agua
fría, en horas de la madrugada, a los pobres presos que por lo general eran
locos y borrachos.
Marcada el centro de
la plaza una pila de piedra labrada, depósito de inmundicias y único ornato de
mi querida Salamanca Andina, como acostumbraban llamar a mi pueblo los doctos
de la universidad y del colegio episcopal.
Tortuosos senderos
denominados cuestas daban acceso, por rápidas pendientes a las riberas de los
frígidos cuatro ríos. Las cuestas y barrancas servían de basureros y letrinas
públicas, además de ser, en algunos casos, caminos reales. Abundaban en ellas
perros y gallinas muertos. Recorrerlas a pie, especialmente de noche, era una
osadía, porque se corría el riesgo de
hundirse repentinamente, hasta el tobillo, en una buena plasta, dejada como
recuerdo por algún fornido labrador a quien la necesidad imperiosa no le dio
tiempo de vaciar sus tripas en otro
lugar más resguardado.
Por la calle de los
Baños se tomaba la Cuesta de Los Cocos, que terminaba en las márgenes del río
Milla, cuyas aguas fama tenían de ser más tibias.
Allí acudían las
lavanderas, con la ropa de los habitantes ribereños, a sacarle el sucio a punta
de jabón de la tierra y a fuerza de golpes contra las piedras.
En determinados días
de los meses calurosos, los “blancos” de la ciudad hacían cayapas para irse
abañar a dicho río en pozancos construidos por los muchachos. La esporádica
peregrinación iba provista de cestas que contenían botellas de brandy para los
maridos y golosinas, tales como melindres y conservas de leche, para las
matronas.
Los hombres se
bañaban en pelota y las mujeres en camiseta, en un pozo distante, lejos de las
miradas de los faunos andinos.
Eran, pues esos
baños, tímida evocación de las prácticas termales leídas en Suetonio y fugaz
motivo de jolgorio naturalista, que no dejaba de producir las más acerbas
críticas entre beatas y camanduleros quienes, además de considerar aquella
tonta expresión como un libertinaje, opinaban que sí era muy cierto que la
concha guardaba el palo, aquellas inmersiones en las linfas que bajaban de los
páramos eran, consiguiente, perjudiciales para la salud del cuerpo humano.
Así era mi pueblo.
Aislado, Conventual,
Agrario.
El Diablo salía de
noche.
Los caudillos
políticos amedrentaban a los revoltosos con la amenaza constante de un castillo
lejano donde los grillos y la disentería hacían desastres entre los cautivos, y
los venerables obispos se valían de un arma aún más temida como lo era la
excomunión.
Secuestrada de la
actividad y del mayor conocimiento y relaciones que procura a cualquiera ciudad
su proximidad al mar –decía un amigo- vive mi ciudad, como si dijéramos
aislada, independiente, recogida en el silencio y entregada a la poética
soledad de sus hermosos campos: acariciada por las frescas y fecundas brisas de
la Sierra Nevada, que a modo de poderoso atalaya colocado allí por la
naturaleza, parece resguardar con sus moles plateadas e inaccesibles aquel
encantador rincón del mundo en donde se producen todos los frutos y se goza de
un clima delicioso.
Cuando mudé los
dientes de leche, mi madre creyó oportuno mandarme a la escuela parroquial. Así
fue como acordóse con mi padre para que me comprase una cartilla, una pizarra y
un par nuevo de alpargatas.
Tocóme por maestro la
flor de los verdugos. Muerto esta ya cuando esta página escribo y debe ahora
penar eternamente, por todo cuanto sufrir me hizo, en la quinta paila del
infierno.
Sus armas pedagógicas
lo eran la palmeta y una asombrosa habilidad que tenía en sus dedos de monstruo
para sacarnos “el gato”, operación esta última que consistía en desmenuzarnos
los músculos del brazo, produciéndonos martirios indecibles.
Lo único que podíamos
hacer sus desdichados discípulos, cuando nos sacaba “el gato”, era derramar
lágrimas, y sacarle a él en voz baja, para que no nos oyera, su putísima señora
madre,
Tras cuatro años de
inolvidables torturas ya sabía yo leer de corrido en el Libro de Mantilla, conocía las cuatro reglas y era capaz de
decorar, es decir, podía recitar de memoria cortos trozos de la Historia Sagrada y la Urbanidad de Carreño.
Para los muchachos
pobres que en esa puebla crecimos, pocos eran las diversiones, bastantes las
obligaciones y muchas las amarguras que pasábamos entre la férula de padres y
maestros y la aguja, calentada al rojo vivo en la llama de la vela, con la cual
nos sacaban las niguas de los dedos de los pies.
Trompos, musarañas y
metras jugábamos en la Serranía Santa. En agosto, cuando soplaba el viento,
elevábamos cometas en los potreros, y nos desafiábamos, unos a otros, con runches
de bordes afilados hechos con tapas aplastadas. Atrapábamos pececillos vivos en
los pozos de los ríos por medio de botellas a las cuales desfondábamos el culo
con un clavo. Nos hartábamos de moras, naranjas, guamas, pomarrosas y cambures
en las campiñas del Milla, la Otrabanda, Santa Catalina y San Jacinto, y los
más gandules de nosotros subíamos a las copas de los árboles frondosos a robar
nidos de pájaros.
La materia prima de
las golosinas que comíamos era el papelón, con el cual se hacían conservas de
coco, cucas, quesadillas y caramelos.
A veces, escuchábamos
palabras tales como melindres, alfajores, alfeñiques, suspiros y sollozos y
otras variedades de dulces en cuya confección entraban el azúcar refinado, la
clara de huevo y las ñemas, ingredientes vedados a nosotros los conchabados,
mandaderos y sirvientes.
Chicos aún para
portar armas blancas como navajas y cuchillos, nuestros instrumentos para
atacar y defendernos eran las piedras. Las pequeñas, redondas y lisas como
huevos de paloma, que siempre llevábamos en el bolsillo en prudencial cantidad,
eran disparadas con silenciosa habilidad por medio de hondas que llamábamos
flechas; con ellas ahuyentábamos perros, quebrábamos faroles, bajábamos y
matábamos papáoles.
Las grandes del
tamaño de puños, eran lazadas con toda la fuerza del brazo y podían descalabrar
un enemigo a cincuenta varas, despachar un puerco o desamar de su peinilla a un
policía.
Estas mismas piedras,
relucientes como gemas, amorosamente seleccionadas en la orillas del
Albarregas, eran en épocas navideña y cubierta por nosotros con una mezcla de
engrudo, clorato y flor de azufre y envueltas en papel de seda de colores
vistosos.
Arrojadas, cuesta
abajo por la calzada, detonaban, repetidas veces, como la mejores recámaras o
las más perfectas culebrinas.
Gusto daba echarle a
un perro bravo una de estas piedras entre las patas o. entre las zapatillas a
una beata, en el atrio de la iglesia, cuando salía de la misa de cinco.
Cuando cumplí los
once, mi madre me sacó de la escuela, con gran beneplácito de mi parte y me empleo
como conchabado en una casa de ricos. Mi paga consistía en la comida, dos mudas
de ropa al año y un peso al mes que mi padre convertía, el mismo día que lo
cobraba, en una damesana de miche claro.
Mis deberes
estribaban en hacer los mandados, barrer los corredores y la caballeriza y
complacer los pequeños caprichos de mis amos. Limitadas tareas que a nadie
herniaban y que me hicieron ganar varias libras de peso, porque las sobras que
mis amos dejaban en la mesa, aunque sobras, eran sabrosas y por otra parte, en
las compras diarias siempre me quedaba un cobre negro o una buena ñapa.
Tenían mis amos un
hijo llamado el niño Marcelino, sumamente estudioso, a quien le daban las altas
horas de la noche leyendo novelas y mirando las ilustraciones de unas revistas
que venían escritas en franchute.
Conoció el interés
por los libros, que yo también tenía, y fue así como me dio en préstamo los
cuentos de Calleja y la Vida del Buscón.
He de confesar que
más aprendí como conchabado que como alumno de la escuela parroquial y que a no
ser por las condiciones sociales que reinaban en mi pueblo, yo también hubiera
sido bachiller como el niño Marcelino; pero la única hacienda de mi padre era
el sueldo que le pagaban en la cárcel y la única dote de mi madre era una gran habilidad
para hacer los sábados hallacas y chicha, que vendía los lunes en un
ventorrillo en el mercado.
Cuando en la
universidad, el rector confirió el título al niño Marcelino, a mí la vida ya me
había graduado en otros menesteres.
cuales son los personajes de ésta novela?
ResponderEliminarDonde puedo conseguir el libro ?
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