MEMORIAL PARA CARLOS, MI HIJO
Dr. Carlos Chalbaud Zerpa
Quizás sólo una vez en su vida, se dice que el genial
estadista ateniense Pericles, perdió el dominio de sí. Lloró desconsoladamente
cuando ciñó la corona a las sienes de su segundo y último hijo que la
implacable peste le arrebató. No pudo contener las lágrimas, dice Plutarco,
cosa que nunca le había pasado. Igual sucedióme a mí, cuando murió mi hijo
Carlos. Era él hijo amoroso, padre tierno y hermano, Amigo fiel, benévolo y
compasivo con los animales; buen abogado; gran andinista y hábil nadador. Era
excelente cocinero y mejor gourmet. Amante de la buena música, tocaba el piano,
el órgano y el saxofón con destreza. Aficionado a la astronomía, enfocaba de
noche el cielo, en la loma donde vivía, para divisar astros y galaxias con un
potente telescopio. Estudioso del Derecho y un gran lector de todas las
materias de literatura universal, en su predio rural, a la sombra de ceibos y
pinares cultivaba hortalizas, plantaba café y frutales, y sembraba flores. En
su bella casita siempre se escuchaba buena música. Se solazaba con las
sinfonías de Beethoven, el réquiem de Brahms y las Estaciones de Vivaldi.
Interpretaba al piano algunos trozos de las sonatas Patética y del Claro de
Luna y, en el órgano la Tocata y Fuga de Juan Sebastián Bach. La última
composición que escuchó fue la sinfonía Júpiter de Mozart.
A su corta edad era un mozo realizado, simpático, ameno y
gran conversador; porque la vida, como diría Séneca, si sabes emplearla, es
larga. Reinhold Messner, el mejor alpinista del mundo, que culminó más de 30
altísimas cumbres en todo el planeta y quien fue el primero en llegar a la cima
del Everest, a 8.850 metros de altura, sin oxígeno y "en solitario";
y quien perdió a su hermano Gunther en el escalamiento del Nanga Parbat, en el
Himalaya; se convenció de que la vida
era algo fugaz, que tenía que vivirse al máximo para alcanzar las metas
propuestas.
Desde su infancia, Carlos vivió en contacto con la
naturaleza. Le encantaban las montañas, los árboles y las flores; y se bañaba
en riachuelos y cascadas. Había leído el Leviatán de Hobbes y el Príncipe de
Maquiavelo comentado por Napoleón Bonaparte. Se deleitaba con El Lazarillo de
Tormes y el Decamerón de Bocaccio; le cautivaban las novelas de Dostoiesky; y
la Biblia y el Quijote eran sus libros de cabecera. Era alegre, comunicativo y
generoso anfitrión; obsequiaba a sus amigos una buena copa de vino tinto; y en
los aledaños de la villa que habitaba, era el padrino de varios muchachitos
lugareños, e incluso salvó a algunos de morir. La vida de Carlos fue un cuento
de hadas, escrito por la mano del Señor. Menandro, el gran poeta griego
sentenciaba que "Aquel que a quien aman los dioses, muere joven." Su
entereza ante el sufrimiento y el dolor, de una enfermedad violenta y cruel; su
angustia de no poder ver adolescente a su pequeño hijo; y la esperanza de
alcanzar un mundo extraterrenal sin pesares ni aflicciones, lo condujeron a
aceptar el inmutable destino con una gran resignación, a no ser que ocurriese
el acto sobrenatural del milagro. El gran médico y psicólogo navarro Juan
Huarte de San Juan, quien escribió en 1575 su admirable libro Examen de
ingenios para las ciencias, y que parece redactado en nuestros tiempos,
analizaba la tendencia insensata que tienen muchas gentes de achacar a Dios los
sucesos de la vida cotidiana. Claro está que de Dios viene el resorte último de
todas las cosas. Pero éstas no se mueven tocadas por el dedo divino más que en
caso del milagro. Fuera de él. cada suceso tiene una razón natural que el
nombre debe aspirar a conocer, sin achacarlo por comodidad, a la milagrería.
Ya no hay milagros, decía Huarte, y lo recalcaba tres siglos
y medio más tarde el doctor Gregorio Marañen, otro notable médico español
contemporáneo de profundas creencias católicas. Los milagros, los hizo Dios a
su tiempo para que los hombres se enteraran de su poderío, pero ya no los torna
a repetir. Notable montañista, era Carlos un excelente y humanitario rescatista
de personas extraviadas o accidentadas, como lo demostró en muchas ocasiones.
Acucioso explorador fungió también de guía de turismo a extranjeros que se
adentraban en nuestras serranías, con quienes se entendía en otras lenguas. En
los riscos era prudente, seguro, acomedido, fuerte y generoso. Cuando se repuso
el busto refaccionado del Libertador en la cumbre máxima venezolana, lo llevó
sobre sus hombros un buen trecho, entre el glaciar y la cúspide, por un
desfiladero empinadísimo, difícil y peligroso. Con otros buenos alpinistas,
entre quienes nos contábamos sus propios padres, acompañó al Alcalde de la
ciudad, Jesús Rondón Nucete y al gerente del teleférico, Nemesio Andrade, hasta
la cima del pico Bolívar, en medio de una tempestad con truenos, rayos y
relámpagos, que nos sorprendió inesperadamente, entre remolinos de cellisca, un
Domingo de Ramos en horas tempraneras. Como corolario de aquella memorable y
accidentada ascensión a dicho vértice, nació en nosotros la idea de establecer
en la Estación La Aguada el Museo del Andinismo Venezolano, que estaría
exornado con los retratos, de los ya desaparecidos escaladores notables de
nuestra Sierra. La promesa del presidente de la Corporación Nacional de
Turismo, de ampliar la edificación y dotarla de servicios para hacer más
placentera la visita de los usuarios del teleférico, fue vana y falaz.
Y los óleos pintados por el renombrado artista Francisco
Lacruz, debieron ser colocados por Rondón Núcete, a la sazón Gobernador del
Estado, en este salón de casa tan señorial. lugar apropiado, oportuno y
definitivo. Nunca pensamos entonces nosotros, que la galería sería completada
con la efigie de nuestro hijo fallecido. Queda aquí, en la sede de esta
honorable Academia, donde están plasmadas las imágenes de los alpinistas
importantes que hollaron estas cumbres, el óleo de nuestro querido Carlos como
un ejemplo de la juventud que compendia el estudio, el trabajo y el
esparcimiento.
Con su atuendo clásico, plasmado por el notable pintor
Julián Varona, con la cuerda al hombro, y el nevado Pico de la Columna al
fondo, mira complacido en la lejanía un mundo donde reinan la luz y la paz, y
los cielos cuentan la grandeza de Dios. Y en ese espacio sidéreo, debe su alma
encontrarse ahora, escalando las estrellas y escuchando esa música, que el Sol
con sus hermanas las esferas celestiales, entona fiel a la antigua ley, un
cósmico concierto.
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