Testimonios
de Mérida
Siglo
XX
Guido Asperti Navarro
1939
Retorno al pasado
Carlos Chalbaud Zerpa
(Segunda Parte)
Bailadores
“Yo
no comprendía los motivos de ese viaje solamente para decirle al Jefe Civil que
me ciudadana como que colaborara conmigo en las gestiones que me tocaría
efectuar, para fundar la granja experimental, pero me guardé muy bien de
preguntar ni comentar nada. Solamente al tiempo y ya instalado en el pueblo,
fue que vine a saber que el pueblucho era muy peligroso estar dominado por una
caterva de matones y asesinos, que no toleraban que nadie de afuera viviera a
vivir a en él y el que se arriesgaba, lo pagaba con su vida. Además todos los
días, mataban dos o tres personas sin que nunca se supiera quién los había
matado, ya que aunque alguien viera el asesinato, se guardaba muy bien de decir
quiénes eran los autores del hecho y de hacerlo lo pagaba con su vida. Entonces
fue que vine a comprender la reticencia del presidente del estado a que yo me
instalara en Bailadores y el objeto del viaje del presidente y yo, que a mí en
un principio, me parecía innecesario. También comprendí, el asombro y la mirada
de desprecio reflejado en el rostro del general y Jefe Civil, cuando el
presidente le dijo que él respondía de mí.
Era claro que en una tierra, donde la vida no valía un comino, en la que
cada una debía andar armado hasta los dientes y defenderse o atacar en cualquier
momento, haciéndose valer como macho y valiente, viniera un pobre hombre como
yo, que no fuera capaz de defenderse por sí mismo y de hacer valer e imponer su
hombría. Ante los ojos del General, en realidad un hombre así, era realmente
despreciable y más aún, que ni siquiera andaba armado.
Aislada
del mundo, la gente de este pueblito se había compenetrado de tal modo con la
naturaleza, en la que en el reino animal, el macho para hacerse jefe, pelea y
mata, creían que el matar no era una falta ni delito, sino señal de hombría y
por eso desde el muchacho de diez años hasta los viejos, andaban armados con
revólver y machete y a los más pobres que no podían comprar revólver, un
machete les era indispensable, en un principio, no comprendía la admiración y
el respeto con que eran tratados esos guapos asesinos, ya que mientras más muertes
hubieran causado, más respetables eran. El general había matado, que se supiera,
más de catorce, pero como llevar cuentas era muy enojoso, y no agregar a la
lista, los que pudieran venir. Después supe que, para ser policía, era
requisito indispensable, haber matado más de tres.
Lo
que me llenaba de asombro era que, al tratar a la mayoría de estas gentes, se
veía que eran gente sencilla y a veces bondadosa, siempre que la conversación y
el trato fuera por las buenas, ya que cuando se trataba de demostrar o imponer
la hombría, la cosa era diferente y en el terreno debía quedar muerto uno de
los dos. Era tal el temor que la gente de otras partes temía de venir a pasar
por Bailadores, que no venía nunca nadie y para pasar para San Cristóbal, por
la única carretera que había, que era la Trasandina, los carros se organizaban
en caravana de dos, tres o más, especialmente el paso por el páramo La Negra,
donde forajidos asaltaban los carros, robaban y mataban sus ocupantes.
Tiempo
después cuando fui a la tierra llana y me interné en el monte salvaje, con
árboles enormes y una vegetación lujuriosa, llena de vida y belleza, comprendí
que todo eso era engañoso. Allí detrás de esos matorrales acechaba el tigre y
escondidas entre las hierbas estaban también al acecho, las culebras
traga-venados, que se podían tragar entero a uno o las serpientes de cascabel, el
rabo amarillo y otras, cuyo veneno lo mandaban a uno en volandas a la otra
vida. Pululaban los terribles zancudos, portador del paludismo y en las aguas
acechaban los anquilostomas y los peces caribes, que de atacarlo a uno, dejaban
solo el esqueleto. Entonces comparé todo ese despliegue de la naturaleza, en
que cada cual lucha por su existencia, hombres, animales y plantas, con
naturaleza distinta, pero con los mismos fines, de las laderas andinas, en que
cada ser tenía que adaptarse al medio y por el aislamiento y la ley de retorno
a los orígenes, en las gentes de Bailadores se había despertado ese instinto de
conservación y defensa, que había llegado a tal grado, que no había más
seguridad para la vida que la que uno mismo pudiera darse y llegada la ocasión,
había que pelear para vivir o morir y era mejor hacerlo como los buenos, como
los machos, revólver o machete en mano.
La
vida en Bailadores es aburrida y peligrosa. Después de las seis de la tarde,
había que encerrarse cada cual en su casa, porque desde esa hora en adelante, se
hacían cargo del pueblo los matones y asesinos que bajaban de sus escondites,
acaballo o a pie y se paseaban frente a la prefectura de Policía, haciendo
disparos al aire y gritando a los únicos tres policías que habían, que salieran
para matarlos. Los policías se encerraban en la Prefectura, guardándose muy
bien de salir a la calle y en la pared de la Prefectura colindante con un solar
vecino, tenían una escalera para poder huir en caso de asalto. Las calles
permanecían desiertas y el que se arriesgaba a salir, corría el peligro de
encontrarse con estos matones que podían matarlo allí mismo. A veces, al día
siguiente, aparecían en la calle uno o dos cadáveres, sin que nunca se supiera
quién los había matado. En los campos se sucedían escenas iguales y en el
Páramo La Negra, asaltaban los automóviles que pasaban. La historia más negra
de estos asaltos, fue el de una pareja de árabes, marido y mujer que los
asaltaron y después de robarlos, los mataron y les cortaron los órganos
genitales, los que colgaron de la rama de un árbol y los cadáveres los tiraron
por un barranco.
Ante
esta reputación de horror, los muchachos oriundos del pueblo, que se iban a
Caracas o Maracaibo, en busca de trabajo y de nuevas oportunidades por allá
negaban que fueran de Bailadores, y decía que eran de Tovar o Mérida. A mí
mismo, mucho tiempo después de llagado a Bailadores, me tocó comprobar lo
anterior, cuando me encontré con un médico en San Cristóbal, que era nacido en
Bailadores y al que yo ya conocía y como
yo me consideraba bailadorense, con mucho cariño le digo: “¿Cómo está el
compatriota?”, a lo que él con cara de espanto me respondió: “Usted está
equivocado yo no soy de Bailadores, soy tovareño y le agradezco no vaya a
divulgar aquí, su creencia equivocada de que soy de Bailadores”.
El transporte colectivo
En
aquel entonces, el transporte colectivo entre San Cristóbal y Caracas, era
irregular y pintoresco. Cada vehículo tenía su nombre y cuando uno viajaba, se
encontraba en la carretera con “El Lorito”, “El Toro”, “Transporte Primavera”,
“Te vengo a Buscar” y otros muchos. Los automóviles que traficaban entre
ciudades, generalmente estaban divididos en dos partes, la de atrás para la
carga y la mitad delantera para los pasajeros.
Un
viaje de Bailadores a Caracas, generalmente duraba de cuatro a cinco días,
cuando no había derrumbes en las carreteras o grandes crecientes de las
quebradas y ríos, que se llevaban los puentes y había que esperar a que la
creciente pasara, para poder bandear la quebrada. En este sentido, era célebre la
Quebrada de Carora, que se extendía de Carora hasta más acá de Barquisimeto y
que, por no haber carretera, había que utilizar para el tráfico el lecho de la
quebrada en una extensión de casi cien kilómetros.
Cuando
venía la creciente, los choferes maniobraban para subir su vehículo a un
promontorio más elevado y evitar así que las aguas arrastraran el vehículo con
pasajeros y todo, si estos no habían corrido a ponerse a salvo en terreno más
elevado.
A
lo largo de la carretera, habían posadas y venta de comida ubicadas para que
coincidieran con la hora de almorzar, comer o dormir, de los pasajeros de los
buses y automóviles, que hacían el trayecto a Caracas y otras ciudades. Entre
estas eran muy nombradas “La Casa de Zinc”, que estaba situada al empezar a
subir los cerros que dividían a Trujillo de Mérida. Otra de las posadas
célebres, estaba en Yaritagua, donde se comía por Bs. 1,50, todo lo que uno
fuera capaz de ingerir, ya que por ese precio se tenía derecho a repetir algún
plato, que hubiera sido de su agrado. Estas posadas no les cobraban a los
choferes lo que consumían, para que les llevaran a los pasajeros a comer. Todas
las carreteras eran de tierra y el único trecho pavimentado, era el comprendido
entre Puerto Cabello y Valencia.
Un
viaje a San Cristóbal o Mérida a Caracas, era peligroso y pintoresco. A lo
largo de la carretera, no había estaciones de servicio y cualquier accidente
mecánico o reventón de cauchos, era un problema para los choferes. Cuando se
salía de los Estados Andinos, donde la gente era sana y robusta, y se entraba a
las tierras bajas, donde el paludismo y otras enfermedades tropicales, jugaban
garrote, el espectáculo era deprimente. En las enormes extensiones que se
atravesaban, casi deshabitadas, se veía al lado los ranchos, con techos de
hojas de palma, vagar a los negritos desnudos y famélicos y a sus padres
sentados en la puerta, durmiendo o mascando chimó. Las innumerables alcabalas que
había en la carretera, eran motivo de molestias para los pasajeros, ya que
había que bajarse del vehículo, para que lo revisaran a uno si llevaba armas y
revisar la carga y equipaje. Los policías a cargo de estas tareas, obraban con
una grosería que ponían de manifiesto, lo peligros que es, dar mando a personas
incultas, que al sentirse convertida en autoridad demuestran esta y se vengan
así de su origen humilde. También había alcabalas sanitarias, donde los
pasajeros tenían que bajarse del vehículo y humedecer los pies, en unos sacos
mojados con desinfectante y recibir en su cuerpo una buena rociada con DDT.
Cuando se llegaba al final de la jornada, se experimentaba una sensación de alivio
y el deseo de correr al hotel a bañarse, a comer y dormir, por lo menos un día,
para aliviarse de las fatigas del viaje.
Mérida antañona
La
Mérida de 1939 al 40, era una ciudad pequeña de 8 a 10 mil habitantes y se
extendía con cuatro calles a lo largo del valle. Las casas de estilo colonial
tenían patios interiores y las ventanas que daban a la calle, lucían sendas
celosías que nunca de abrían. Por el sur, llegaba hasta el Parque de Glorias
Patrias y por el norte hasta la Cruz Verde de Milla. El pueblo muy religioso,
celebraba con gran pompa las festividades religiosas, especialmente la Semana
Santa. Durante los días santos, se prohibía el tráfico de vehículos de miércoles
a Domingo, en la mañana y todos os empleados públicos, encabezados por el presidente
del estado, tenían la obligación de ir en desfile por las calles el jueves
santo, hasta la Catedral, donde le eran entregadas al presidente del Estado,
las llaves del Santo Sepulcro. El empleado que no asistía a esta procesión, era
despedido de su puesto.
La
sociedad era muy cerrada y austera. Las grandes familias no se mezclaban con el
pueblo y en el Club de la Sociedad, llamado Country Club, para ser recibido
como socio, había que demostrar el abolengo de familia y sus credenciales de
persona honorable. La clase media tenía otro club para sus reuniones. Pero una
cosa unía a todos los merideños, el orgullo por su ciudad de los caballeros y
de las cinco águilas blancas, aludiendo a los cinco picos nevados, eran
mencionados con arrogancia y orgullo por sus habitantes. Casi aislada del resto
del país, por carencias de carreteras, había desarrollado, por medio de su
universidad, una cultura y unas costumbres propias, que diferenciaban al
merideño de los habitantes de otras regiones del país. Había un buen número de
escritores y poetas que enaltecían la cultura merideña.
A
mi llegada de Caracas y después de cumplir con las visitas protocolares al
señor arzobispo y presidente del Estado, me instalé en el hotel Astoria y
empecé a hacer los estudios y proyectos para fundar la Estación Experimental de
Bailadores. En un principio la vida diaria allí, era muy aburrida. Yo no
conocía a nadie y lo cerrado de la sociedad merideña era un obstáculo a las
buenas relaciones sociales. En el mismo hotel en que yo me hospedaba, vivían
también el médico jefe de la sanidad y un abogado que era profesor
universitario. Con los dos entablé una buena amistad y las amenas charlas que
manteníamos, a la hora del almuerzo y la comida, eran nuestra única
distracción. Un buen día, llegó un nuevo huésped. Un apuesto joven colombiano,
elegantemente vestido y de una viveza extraordinaria. Decía que era
quiromántico y astrólogo y predecía el porvenir por medio de las líneas de la
mano y de la ascendencia zodiacal de los clientes. Nos hicimos muy buenos
amigos, puesto que tanto él como a nosotros, nos hacía falta conversar con
personas de un nivel cultural similar. El joven, que se hacía llamar “Príncipe
de Curvolini”, mandó a imprimir sendas hojas volantes, en las que anunciaba su
llegada a Mérida e invitaba a todos sus habitantes a consultarlo para
predecirles su porvenir. Por las tardes contrataba un carro y alquiler y
salíamos él y yo, a repartir los volantes por calles y plazas y en las casas de
prostitución. Además, le entregaba a los choferes de plaza, jugosas propinas y
un montón de volantes para que los repartieran entre sus clientes y conocidos.
A los pocos días empezaron a llegar los primeros clientes, a los que atendía en
su habitación del hotel, ataviado con un turbante en la cabeza y una capa,
llena de signos zodiacales y enigmáticos emblemas sagrados.
En
nuestros continuos paseos en carro por las calles, ordenaba al chofer que fuera
despacio y cuando veía algún señor o dama que él calculaba era de la alta
sociedad, preguntaba al chofer quién era, cómo se llamaba, si era casado y el
nombre de su señora e hijos y los bienes que tenía o sus actividades políticas
y sociales. Con estos datos, cuando alguna de estas personas llegaba a su
consultorio a sacarse la suerte, él al verlo entrar, lo saludaba por su nombre
y le preguntaba por la salud de su esposo e hijos, a los que también nombraba
por su nombre y además le hacía mención de sus actividades políticas y
sociales. El asombro de esa persona era enorme al ver que un señor que no
conocía y que calculaba que tampoco lo
conociera a él, supiera cómo se llamaba y estuviera al tanto de sus
actividades. Con esto ya quedaba desarmado
y predispuesto favorablemente al adivino, que debía ser un vidente
extraordinario para saber todo sobre su persona, sus familiares y actividades.
El precio de la consulta era variable, según la categoría social y económica
del cliente, pero nunca bajaba de cincuenta bolívares, pudiendo llegar a cinco
mil o más. Los clientes aumentaban de día a día, especialmente mujeres jóvenes o casadas, que venían a
consultar sobre su vida amorosa. Al principio íbamos al banco a girar para
Colombia el producto de las consultas, una vez por semana, pero a medida que
estas aumentaban, los giros se hacían cada dos días. Al preguntarle yo porqué
giraba su dinero a Colombia, me respondió: “A mí cualquier día de estos me
pueden expulsar o detener y por eso quiero tener el dinero a buen recaudo en mi
país”. Tal como lo había previsto, como al mes, fue expulsado de Mérida, pero
ya había girado a Colombia, más de doscientos mil bolívares.
Baile al presidente Medina
en Mérida.
Siendo
presidente de la República, el General Isaías Medina Angarita, vino en visita
oficial a la ciudad de Mérida y la alta sociedad le dio un baile de gala, en el
Country Club, al que fui invitado. Allí estaban reunidas las personalidades más
importantes, los caballeros luciendo sus frac y smoking y las damas sus trajes
de baile y sus joyas.
Con
el cambio de presidente de la República, el General Eleazar López Contreras, al
del General Isaías Median Angarita, se había producido cambios en el tren
gubernamental del estado Mérida y se habían formado agrupaciones políticas, que
se hacían la guerra, con todos los medios a su alcance. El que fuera presidente
del estado, bajo el gobierno del general López, mi selecto amigo, el doctor
Hugo Parra Pérez, había sido reemplazado
y éste había formado su agrupación política de oposición, conocida como “Los
Parristas”, los que eran hostilizados y perseguidos por el grupo que apoyaba al
gobierno estadal. Yo, como era natural, no participaba en política y eran mis
amigos, por igual, los de uno y otro grupo. La noche del baile, el club
rebosaba de gente y el ambiente era distinguido y selecto. Después que el
presidente hubo llegado al club, lo sentaron en un gran sillón y los
concurrentes formamos fila, para saludar al mandatario y desearle grata estadía
en la ciudad. Una vez terminados los saludos, empezó el baile, iniciándose con
un vals, que lo bailó el presidente con la esposa del Presidente del Estado.
En uno de los intervalos, entre pieza y
pieza musical, yo me dediqué a recorrer el local, para saludar a los amigos que
estuvieran en la fiesta.
Al mirar hacia los jardines, vi que estaba sentado el
doctor Hugo Parra Pérez, acompañado del General Massini y que alrededor de la
mesa que ocupaban, se hacía un vacío, ya que todos esquivaban acercarse, para
que no los tomaran como contrarios al gobierno. Entre los asistentes que
esquivaban acercarse a saludar el doctor Hugo, había muchos que durante su
gobierno, ocuparon altos puestos y que ahora estaban apoyando el nuevo gobierno
estadal y deseaban demostrar allí, su apoyo a los nuevos mandatarios y su repudio
al gobernante caído.
Conocedor
de todos estos hechos y al darme cuenta que habían invitado al doctor Hugo al
baile, para humillarlo, pues él no podía negarse a asistir a un baile en honor
del presidente de la República, ya que sería un desaire, me llené de
indignación y decidí romper esa barrera
de aislamiento e ir a saludarlo. Me acerqué pues a la mesa que ocupaban el doctor
Hugo y el General Massini y deteniéndome a algunos pasos de distancia, a viva
voz, para que todos me oyeran, dije:
“Doctor
Hugo, que gusto de verle”,
-El
doctor estaba con la cabeza baja y adolorido por aquella atmósfera de repudio
de que era objeto, levantó la vista con asombro y al verme se llenó de emoción.
Se levantó y me estrechó en un fuerte abrazo.
Me
senté con ellos en la mesa, pedí unos vasos de whisky y cuan ya los acordes de
la música empezaban a sonar, llamándonos a una nueva pieza de baile, los dejé,
para ir a reunirme con mi pareja. Durante este incidente, alrededor nuestro, se
había hecho un silencio absoluto y los cuchicheos y comentarios eran muchos,
pero a mí nada de eso me importaba, pues yo no era político y me quedaba la
satisfacción, haber demostrado mi aprecio a un amigo, cuando estaba en
desgracia.
Dicho
sea de paso, esta acción mía tenía mucho más valor, si tomamos en cuenta que
desde dos años atrás, mis relaciones con el doctor Hugo se habían enfriado, a
raíz que siendo Presidente del Estado, me llamó un día a su despacho y me dijo:
“Mire doctor, lo he llamado para ordenarle que retire inmediatamente como
trabajador de la granja en Bailadores, a Benjamín Mora, porque es comunista y
que cese en sus relaciones con esa prostituta, llamada “Pancha”. El empleado a
que se refiere, era mi mecánico, muy buen trabajador y cumplido y como en ese
entonces, el personal preparado era muy escaso, si yo lo despedía el trabajo,
me vería en graves aprietos. La muchacha llamada Pancha a la que se refería,
era la misma que sacaba un periódico clandestino. Yo me quedé mirándolo cuando
me dio la orden y en mi fuero interno, decidí no acatarla, pues yo dependía en
mi trabajo del Ministerio y no del gobierno del estado. Con esa resolución
tomada, le dije: “Doctor siento mucho no poder complacerlo en su petición, pues
el caso del empleado, es muy buen trabajador y yo lo necesito para la buena
marchad de los trabajos que estoy haciendo y por lo tanto no puedo prescindir
de él”.
En
el segundo caso de mi amiga Pancha, el único que podía con derecho, señalarme
con qué mujeres debo tener relaciones y con cuales no, era mi padre y él ya
murió, así que tampoco puedo complacerlo en este sentido”.
Si
usted lo cree conveniente, le ruego dirigirse al ciudadano ministro, del cual
dependo y si él me ordena que retire al empleado, así lo haré. Desde ese día el
doctor me retiro el saludo y no nos habíamos vuelto a ver, hasta la noche del
baile al presidente de la República.
Como
la vida tiene tantas vueltas. Mucho después tuve ocasión de demostrar al Hugo
Parra Pérez, mi amistad en momentos de desgracia. En efecto, cuando vino la
revolución de octubre de 1945, él fue relegado a vivir en el pueblo de Soledad
a orillas del Orinoco. Un día en que yo viajaba a Caracas, al ir a tomar el
avión en la ciudad de Mérida, había gran concurrencia de gente importante en el
aeropuerto, ignoro hasta la fecha a quién habían ido a esperar o a despedir,
pero la pasarela de salida de la pista, estaba repleta de personas a ambos
lados de la misma. Llegó el avión y veo que baja del mismo, el doctor Hugo
Parra Pérez, que venía de vuelta del destierro.
Cuando
el doctor estaba emocionado, le temblaba la barbilla y al mirarlo, comprendí la
emoción que debía sentir al volver a su tierra del destierro. Las demás
personas en un gesto inesperado, al ver venir al doctor, que tenía que pasar
por la pasarela, volvieron toda la espalda y éste tuvo que pasar por doble fila
de espaldas.
Al
doctor le corrían las lágrimas de los ojos y su barbilla le temblaba muy
aprisa. Los únicos que lo esperaban, eran su chofer y sus dos hijos pequeños, a
los que estrechó en un largo abrazo. Yo que esperaba cerca para saludarlo. Fui
el único que los hizo, además del chofer y sus hijos.
Tomé
el avión con el corazón oprimido.
No
podía aceptar, en mi fuero interno, tanto odio e injusticia, por causas
políticas, manifestando a un hombre, que según me constaba había servido a su
pueblo con cariño y abnegación”.
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