miércoles, 5 de diciembre de 2012

Revista del Club Andino Venezolano




DOMINGO PEÑA; “el gran guía”
Por : Alfonso Bravo










Domingo Peña es un hombre casi legendario en la Sierra Nevada de Mérida.
Su diminuta figura, ahora envejecida por los años, ha recorrido todas las vías que conducen al majestuoso Pico Bolívar y alturas vecinas. Más que ninguna otra persona conoce todos los secretos y caprichos de la montaña, de noche o de día, nevando o con sol; su clara vista y ágiles piernas conducen a los andinistas hasta llegar al campamento o refugio. Ante él, podemos caminar a ciegas, sin el más mínimo temor de extravío y seguros de nosotros mismos soportamos las infinitas penalidades con que debemos luchar.
Su vida está arraigada en las cumbres heladas andinas y es parte inseparable de ellas; guiado por el destino llegó hasta ese pedazo de tierra denominado “La Aguada”, en donde construyó su humilde vivienda, y desde entonces no se ha separado de ese ambiente frío, frailejones y encantos.
Consagrado en cuerpo y alma al andinismo, ayuda a todo aquel que toca a su puerta en busca de valiosos servicios o bien de la riquísima taza de café o de un pedazo de pan para mitigar el hambre. Vive a unos 3.200 metros de altura y en ningún momento quisiera abandonar ese sitio que le ha proporcionado amistades, dicha y hasta sufrimientos; más para desventura él y sus hijos, como también para quienes lo quieren como el verdadero y fiel guía de los montañistas, esa vivienda no le pertenece, y por eso el Club Andino Venezolano ha luchado y seguirá luchando por darle algún día una pequeña y humilde casita en donde pueda pasar sus años de vejez, en recompensa y reconocimiento de los servicios prestados a todos los osados caminantes de la Sierra Nevada.
Jamás sus labios han pronunciado una palabra negativa a sus compañeros y no hemos visto en él la más mínima mueca de desagrado por alguna exigencia de cualquier excursionista; sea cual fuese la hora y la misión encomendada, allí está el insustituible Domingo para cumplirla, desde la busca de agua a altas de la noche bajo una temperatura casi inaguantable, hasta el cuido de enfermos, rescate y cualquiera otra exigencia la cumple única y exclusivamente  por su gran amor a la montaña y voluntad espontánea de ser útil.
En una ocasión, ya hace varios años, rodó glaciar abajo por las empinadas alturas de la Garganta “Wellis”, que le tuvieron en sus abismos y quisieron arrebatarle la vida, dejándolo aprisionado entre sus escalofriantes  y helados peñascos, pero por ventura no lograron su objetivo y así pudo Domingo salir ileso de esa prueba a que lo sometieron las hechiceras y endemoniadas cimas Andinas.
El destino quiso conservarlo para bien del deporte de andinismo y así continuará desafiando a la madre naturaleza para que condujera hasta tan inhóspitas regiones verdaderas legiones de jóvenes sedientos de aventuras y deseosos de deleitar su vista y su espíritu por los bellísimos y embrujadores paisajes que bordean nuestra Sierra.
En esta oportunidad que nos ofrece la revista de sus “queridos muchachos”, y ahora que la práctica del andinismo avanza a pasos agigantados, queremos hacer llegar hasta el “Maestro Domingo” nuestro más sincero testimonio de reconocimiento por sus incomparables méritos como guía y compañero inseparable, y al  mismo tiempo asegurarnos ante nuestros lectores nuestro formal empeño de continuar luchando por su bienestar y reposo en sus últimos años de vida.

jueves, 22 de noviembre de 2012

REVISTA DEL CLUB ANDINO VENEZOLANO



 REVISTA DEL CLUB ANDINO VENEZOLANO.
ENERO-FEBRERO-MARZO DE 1952
DIRECTOR:CARLOS LACRUZ
EDITOR:ALFONSO BRAVO
ILUSTRACIONES:OSCAR CHAPARRO(PADRE).

 ALPINISMO
Deporte que consiste en subir a Los Alpes o a otras montañas. Tal los sencillos términos con que el diccionario define esta palabra. Sin embargo, tras de tan aparente simplicidad se oculta algo que hasta ahora ha sido objeto de polémica y debates y, cabe hacerse esta pregunta: ¿tiene el alpinismo de fascinador en su lucha con las rocas y con el hielo?
Arnold Lunn, el gran clásico del alpinismo, en su obra “The Mountains of Youth” trata de contestarnos esta y otras preguntas. Desglosamos algunos párrafos de su libro:
“En su aspecto más amplio, es posible que el alpinismo se lo explique mejor el no iniciado. Todos aquellos no insensibles a la atracción de la naturaleza comprenderán, al menos este aspecto, porqué tira tanto de nosotros la montaña. Hay que tener presente, además que hoy no se trepa por las rocas como se hacía en otros tiempos. Los primeros alpinistas fueron también exploradores cuyo objetivo principal era encontrar el camino más directo o practicable hasta la cumbre de un pico virgen o hasta un paso que no hubiera sido atravesado todavía. No iban deliberadamente en busca de dificultades por ser tales dificultades”.
“El moderno alpinista sigue siendo un enigma todavía. Como queda dicho, a los precursores les impulsaba su amor a la exploración, pero otros deben  de ser los motivos que mueven a tantos excursionistas a emplear su fin de semana o vacaciones en recorrer las alturas, cada uno de los metros ha ido arañado por los clavos de las botas de sus predecesores.”
“El escalador ocupa una posición aislada en el mundo del deporte. La persona que se marea no considera por ello que estén faltos de juicio los aficionados a las regatas, ni aquella a quien aburren los juegos se sorprende de que  otros se diviertan jugando tenis o golf. Y, sin embargo, el alpinista se le mira con una curiosidad no libre de sospecha. La más popular y equivocada explicación de sus aficiones es la creencia de que el alpinista siente pasión perversa por el peligro y que nunca es tan feliz como cuando expone su vida”.
Haciendo una comparación con otro deporte, Lunn continúa:
“Sin que se pretenda explicar con palabras el secreto del escalador, sí espero poder demostrar, mediante ejemplos comparativos, que extrae una parte de su goce con unas sensaciones físicas determinadas que comparten con los aficionados a otros deportes. Por ejemplo: La relación que existe entre el escalador y el remero de unas regatas es muy considerable. La regata concentra en el tiempo más breve posible, toda la incomodidad física y todo el dolor moral que razonablemente puede soportar en la persecución de un placer. El remero os asegurará que vale la pena de pasar por dicha incomodidad y por dicho dolor, no solamente por la emoción que experimenta después de haber ganado una regata, sino porque le satisfacen en la misma medida la economía de esfuerzos y el dominio de los músculos que ha necesitado para aprovechar  en sus movimientos rítmicos, hasta la última onza de aliento y no tocar el agua con su remo sino en un ángulo que puede medirse por fracciones de segundo. Lo cual, cuanto más difícil  es de conseguir, produce una satisfacción más intensa. Por consiguiente los deportes de remo no son tanto cuestión de fuerza bruta como de rítmico, equilibrio y ahorro de esfuerzos acoplados”.
“La analogía existente entre el escalador y el remero costará de ver, por la equivocada creencia de que los músculos y nervios de acero son cualidades esenciales del escalador. Uno de los mejores que he conocido tenía brazos de mujer. Entre los expertos de la escuela más moderna el uso de los bíceps está sometido a severa economía. En los primeros tiempos, escalar rocas debió de reducirse a ir trepando de asidero a asidero, confiándolo todo a la fuerza bruta. Buscando siempre un punto seguro donde poder sostenerse, los  antiguos alpinistas no empleaban sino el esfuerzo muscular.”
Ritmo, equilibrio y esfuerzos aunados con las cualidades que el escritor encuentra de común entre los dos deportes. En alpinismo no existe oponente personal a quien derrotar, aunque en muchas circunstancias, el escalador llega tener la absurda impresión  de que está luchando contra una verdadera personalidad que puede defenderse  furiosamente e incluso atacar. He aquí un ejemplo: supongamos que nos encontramos ascendiendo el Pico Bolívar y en la mitad de la ruta se desencadena una tempestad de nieve. A nadie se le ocurrirá pensar en ese momento que ante todo se debe a muy explicables fenómenos físicos, al contrario, en la mente de todos toma forma la idea de que la montaña se está defendiendo, está poniendo juego sus recursos para impedir que su cima se mancillada. Esto nos obliga a redoblar nuestros esfuerzos y si tenemos que batirnos en retirada, la sensación que nos produce la derrota es exactamente igual a la que sentiría aquel jugador de fútbol cuyo equipo ha sido batido por el contrario.
“El hombre está constituido de tal modo –prosigue Lunn- que encuentra en la lucha con las dificultades físicas e intelectuales una suficiente recompensa, descontando el fruto incidental de al victoria. Su placer más vivo deriva de la explotación de los recursos de ese ingenioso mecanismo que es el cuerpo humano. Su mejor recompensa está en su misma penosa ascensión a la montaña, porque es la prueba suprema de sus cualidades físicas y morales”.
“Un buen escalador puede comunicar parte de su placer a los que le siguen trabajosamente con la ayuda de las cuerdas. El estilo es fuente de delicias, sobretodo para el que tiene ocasión de admirarlo. Hay muy buenos escaladores desprovistos en absoluto de estilo. Llegan a la cumbre pero no consiguen hacerse admirar. Ascienden con mucho trabajo y con un penoso derroche de energías. El verdadero maestro no lo hace así. Trepa por las pendientes más  difíciles con un ritmo fácil t equilibrado, sin esfuerzo manifiesto. Parece como si ordenara las grietas y fisuras para servirse de las mismas en su marcha hacia arriba. Diríase que no necesita buscar los puntos de apoyo. Sus pies los encuentran siempre instintivamente, y, sin embargo, dichos puntos de apoyo desaparecen cuando se pretende seguirle, como si hubieran existido por un momento nada más para ayudarle a subir sólo a él. Sabe donde habrá de materializarse una cornisa pretendida, y cuando levanta sus brazos nunca dan al vacío. El arte es elección, y el escalador, hasta cierto punto, es un artista, porque sabe elegir entre muchas irregularidades discordantes para obtener una armonía de movimientos ininterrumpidos.”
“espero haber sido lo bastante para dar a entender que lo que anima al escalador no es una pasión morbosa por el peligro. El placer que se obtiene de una escalada depende sobre todo del contraste nacido de la propia seguridad y de la dramática sugestión del peligro. Puede no ser el alpinismo un deporte de lo más seguros, pero sin duda lo es más que en otros en los cuales el peligro no cautiva tanto a la imaginación.
Dese luego, la escabrosa pendiente constituye siempre un riesgo para el escalador que se balancea colgado de un pequeño fragmento de roca; pero el verdadero alpinista no trata nunca de emprender una ascensión para la que no está capacitado. Por el contrario, no olvida el peligro, aunque sólo sea imaginario a veces, y lo presiente mental y físicamente. Le satisface, por otra parte, saber que tiene la propia vida en la punta de los dedos y que bastaría aflojar un instante para dejar todo el cuerpo a merced del viento, lo que lo precipitaría y convertiría en una masa informe. El contraste entre la vida y la muerte, cuando se puede pasar tan fácilmente de una a la otra, les parece la más absurda de las paradojas a los que  trepan seguros, por la confianza que les inspiran los asideros firmes y la roca sólida. Tan lejos está el escalador de buscar el peligro deliberadamente que no podría disfrutar de su ascensión si no se sintiera seguro. Cuando ha visto disminuir el margen de seguridad y empieza a temer el resbalón, es el más desgraciado de los hombres”.
Hasta aquí la transcripción que hemos hecho del libro de Arnold Lunn, en la seguridad de que habrá de interesar e ilustrar a nuestros lectores sobre este deporte, que merced  al medio propicio para su práctica, tanto como lo es Mérida, no dudamos que está llamado a ocupar una posición destacada en la gran familia del deporte nacional a cuyo fin el Club Andino Venezolano está sentando las bases para establecer una escuela de Alpinismo con profesores absolutamente capacitados.

sábado, 13 de octubre de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MERIDA






 
Eduardo Picón Lares

La Sierra
Nevada de
Mérida

Escuela Profesional Salesiana
De Arte Tipográfico
Málaga 1921


Cabalgando, pues, en aquel potro indómito. Que ciertamente no era de tormento, sino de encanto, a pesar de sus torturas, vinimos en cuenta de la actitud de rapiña asumida por un buitre soberbio contra José Domingo Heder, que como se ha dicho, se quedó en el lugar escueto, víctima inocente del inexorable mal de páramo. El animal trazando cuevas pausadas, casi esféricas, rondaba en torno al cuerpo vencido e indefenso de nuestro compañero, que era el Benjamín de la expedición. Un nublado de piedras llovió sobre el habitante hosco de los páramos, sobre el pájaro hermoso que viste de negro y gasta blanca gorgera de recias y gritas plumas, y luego unos disparos y nuestra vocería aturdidora, terminaron por hacerle huir y perderse entre las nubes.
Precisando puntos, descubriendo pueblos, admirando paisajes y paisajes, con un anteojo modesto simple vista, pasamos dos horas y media en la mansión de los buitres y los cóndores, en donde se miden las fuerzas espantosas de las centellas y de los huracanes con las del olímpico peñón, que empinándose al cielo como una estrofa épíca, contempla o soporta con

























desdén altivo la más  hórridas tormentas y convulsiones del cosmos.

La Cordillera, desde la cumbre del Toro, ofrece dos inmensos panoramas distintos, de los cuales es invencible división: el de Norte y Occidente y el de Oriente y Sur. El primero está encerrado entre rocallosas serranías, se dibuja en el alto del Páramo de Mucuchíes y las Laderas de San Pablo, y va abriéndose a medida que se dilata hacia la tierra llana de Los Cañitos y la parte del territorio donde se levantan el villorrio de Estanques y el pueblo de Tovar, hasta que se esfuman en las nieblas, ya bien entrado en la frontera de Mérida con el Táchira. El segundo está extendido sin obstáculos desde la falda de la Sierra, que declinan muy poco a poco, hasta besar las lejanías nebulosas de  las Pampas, reverberantes de sol.
La zona merideña es la más basta y pintoresca exposición de un conjunto variadísimo y armónico de materias naturales. Corriendo la vista desde la gélidas comarcas de Barro Negro y Apartaderos, hasta la caldeadas tierras de Estanques, se enfocan quince leguas de territorio, que es la distancia aproximada existente de lugar a lugar, en cinco minutos de observación, y de este modo, nosotros pudimos apreciar su grandeza en un sinnúmero de motivos sugerentes. El río Chama se mira en las estepas parameras como un arroyuelo, acaso solamente con fuerza para mover la piedra de algún molino; y luego, al pasar la vera de San Jacinto, crispado y turbulento, ya por el mayor volumen de agua que arrastra, como porque las pendientes bruscas lo hacen tomar impulsos titánicos, y después, perderse en lontananza, ya navegable, con la serenidad del que se siente satisfecho de haber cumplido una misión próvida de beneficiosos resultados.
Como la mañana era muy clara y estaba el cielo tan diáfano y azul, pudimos descubrir fácilmente casi todos los pueblos, aldeas, granjas, cortijos y montañas de más importancia y renombre que se encuentran en el espacioso trayecto, y también el camino nacional, que como una cinta luminosa de bronce, se ve subir, bajar, entrarse en los montes, parangonarse con el río, quebrarse en un zanjón, esconderse entre los recodos de unas lomas, ahogarse en las gargantas de los peñascos, perderse al fin, como todos los caminos, en el límite indeciso de la rinconada estupenda. Allí abajo, como vistos desde un aeroplano, estaban Mucuchíes, con sus partidos de nombres mucubaches, que le imprimen a la comarca hermética ese sabor característico y muy propio que constituye su más rancio y orgulloso blasón, y Mucurubá, Escagüey, Cacote, La Culata, El Valle, El Vallecito, Tabay, La Punta, Ejido, Los Guáimaros, Caparú, San Juan, Lagunillas, Puente Real, Chiguará, Estanques, El Cañadón, Tovar, La Tala, La Azulita, Jají y La Mesa de los Indios,
De los caseríos de la tierra llana no pudimos distinguir ninguno, pues al abrirse ésta, la Cordillera de Los Conejos, cortándola por el franco derecho, la intercepta. Y es el de esta Cordillera un detalle muy curioso: corre sobre ella paralela a la Sierra, su crestería luce como una línea definida, trazada horizontalmente sobre el cielo; una línea de rocas de muchas leguas, y casi tan alta como la que nuestras plantas hollaban. Así, pues, la altura de Los Conejos, y una masa densa de niebla que se había esparcido por la parte Sur del Lago de Maracaibo, nos impidieron distinguirlo claramente. Sin embargo, las selvas y un pedazo de costa nos indicaron, por su posición geográfica, que teníamos a la vista una sección del Puerto de Santa María, en relación con el de Arenales.
Sencillamente primorosa es la presentación y rápido el desenvolvimiento, del panorama que comprenden las partes oriental y austral. Se trata de una gran abra. Prominencias en descenso que van precipitándose y acurrucándose unas tras las otras; bosques tupidísimos, y la mayor parte de los campos son eriales. En estas región se perfilan, muy lejos unas de otras, chozas miserables; pero siempre pintorescas, y los pueblos de Mucuchachí, Mucutuy, Aricagua, El Morro, Los Nevados y Acequias. El Picacho de la Sierra de Santo Domingo blanquea distante, como la cúpula de una torre de estilo bizantino. Pueden precisarse las últimas estribaciones de los Andes y el comienzo de las Pampas, cuyo horizonte se retrata en el espacio por un fenómeno original y que sintetiza todos los matices de la belleza, en consonancia con el motivo vibrante que enciende chispas de fuego en la maravilla inefable de las sabanas.
Desde el más empinado vértice el Toro se ven os otros cuatro picachos nevados que sugirieron a nuestro gran Don Tulio la leyenda de Las Cinco Águilas Blancas, en toda su plenitud de su imperio; y en verdad que la aproximación a las cosas grandes le hace concebir e imaginar al espíritu todo grande también, descomunal, acaso inverosímil. Por eso, cuando nos encontramos delante de aquel fuerte emblema inexplicable, pensamos que asistíamos a una misa insólita, en donde el piélago de rocas servía de altar, las nieves inmaculadas de hostia pura y santa, el palio azul del cielo de ábside del templo infinito, y de sacerdote celebrante, ilustrado en la más abstrusas y avanzadas filosofías, en la m160s perfecta teología dogmática y moral, el silencio, el silencio enloquecedor que reina en aquellos escarpados ventisqueros.
Ni la Sierra Nevada, ni la Alpujarra, en la Provincia de Granada; ni la Sierra de Mijas o la Codillera de Ronda, en la de  Málaga; ni en los Pirineos. En la región vasca; ni en la Sierra de Guadarrama, en el concierto de la España pintoresca; ni en los rincones más encantadores de los Alpes, en la grandiosa exhibición de Suiza y del Tirol, pueden compararse a ese monumento que se llama Sierra Nevada de Mérida. Yo he visto desfilar ante mis ojos y mi fantasía los supremos paisajes montañosos de España, Francia, Suiza e Italia y mirándolos, He sentido la nostalgia de mi Sierra, del alma de mi pueblo, de ese tesoro admirable que los merideños no aprendemos a apreciar con justicia y acrisolado arrobamiento, hasta que no le abandonamos por algún tiempo; porque las montañas europeas, casi todas analógicas, casi todas revestidas de la misma vegetación, que caracterízale sello peculiar de la zona, están limitadas a una variedad y riqueza relativas, y a la vista errante del viajero, ávida de impresiones que la conmuevan, de sorpresas vibrantes, no encuentra por lo regular sino los mismos pinos, la misma flora reducida, susceptible a las estaciones y desprestigiada, hasta cierto punto, por las intervenciones artificiales. Además, el cielo de Europa, agitado con frecuencia por nublados plomizos, no siempre propicio a la armonía y limpidez del paisaje. La eterna primavera del trópico, la diafanidad del firmamento, la refulgencia del sol, la soledad y el silencio del paraje, la grande y variadísima vegetación, el canto de millares de pájaros, el murmullo de otras tantas fuentes, ríos y cascadas, la profusión selecta de las flores, el aspecto de las rocas, en donde a buen seguro se esconden todas las vetas policromas del mármol, la irregularidad de los terrenos, el primor de las vegas, la dilatación de las campiñas, la secesión  de los paisajes espaciosos y elegantes, el matiz tornasol de los sembrados, la música del color verde en el silvestre laberinto, y que contrasta de una manera sorprendente con el azul pizarra, los témpanos enormes y originales carámbanos de las cumbres heladas, todos estos detalles son los que enjoyan la Sierra Nevada de Mérida y la presentan señorialmente al mundo condesada en un solo bloque de reluciente pedrería, para que el mundo, postrado de rodillas, gesticule admiraciones y medite hondas cosas de arte.
Los extranjeros que han visitado nuestra Sierra Nevada, en éxtasis ante ella, sobrecogidos de devoción, han tenido para sus gracias y belleza, gracias que revientan en las clavelinas que abren sus faldas, y vélelas que cuaja en las ventiscas de sus diadema, palabras retóricas de definitiva apología, no obstante venir los peregrinos de Europa y tomar siempre como base, para lanzar el veredicto, la comparación de nuestros montes con los cansados montes europeos. Por ahí andan en papeles viejos, casi olvidados, las apreciaciones justicieras de hombres como Verástegui, Humboltd, Bousingault, Rivero, Codazzi, Bourgoin, Goering. Hammel. Siervers, Goebel, Hedderich y otros; hombres todos de ciencia, seremos en la apreciación y pródigos en el elogio sincero.
Sucede con la Sierra Nevada de Mérida, con el Lago de Maracaibo, con las Pampas, con el Orinoco, con la Cueva del Guácharo y con muchos otros muchos grandes monumentos naturales con que cuenta nuestro bello país, que nos envidian otros pueblos y que por lo regular son personas extrañas a nuestro medio las que descubren y admiran sus encantos, que los venezolanos los miran con desdén porque sin cosas venezolanas, porque en nuestra tierra, la novelería inconsciente, el cretinismo impertinente y el amaneramiento ridículo, han llegado hasta el extremo de pontificar que las cosas no son buenas y bellas si no son de Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, Alemania o Italia. Y lo propio acontece con nuestra literatura, nuestras industrias y todas nuestras actividades.
Yo conozco un señor a quien le estaban fabricando una casa en Mérida, con materiales merideños, lo que equivale decir, madera del Monte Zerpa, cal de milla, teja y ladrillo de Otrabanda y arena de Albarregas; y la tal casa estaba quedado muy sólida y muy bonita. Otro señor. Que había llegado de Nueva Cork, un Pacheco redomado, se fue a visitar, oficiosamente, al seño propietario de la casa en construcción, y después de muchos preámbulos, saturados todos ellos de negra hipocresía, le dijo: «Yo no sé cómo se te ha ocurrido fabricar una casa con madera del Monte Zerpa, ca de Milla, teja y ladrillo de Otrabanda y arena de Albarregas , y más aun que hayas escogido para director de los trabajos al maestro Hemenegildo. Se te va a caer la casa. Porque los materiales y los maestros de obra no sirven para nada. ¿No ves que son de aquí? Has debido traer cemento Portland, madera norteameicana, un arquitecto de Nueva York; vamos, modernizar esto, y sobre todo, consultarme a mí, que vengo de verlo bueno del mundo, lo que dura, lo que conviene, que es lo de los Estados Unidos.» El señor de la casa se consternó en el primer momento; pero luego prosiguió los trabajos a la usanza merideña, porque traer el cemento Pórtland, la madera y un arquitecto de Nueva York, le habría costado más dinero que una docena de casas como la que le estaba fabricando el maestro Hemenegildo, quien de paso sea dicho, ganaba ocho bolívares por día y tenía ocho hijas, que eran como ocho palomas dispuestas a volar con el primer palomo que se acercara al alero de sus amores.
Pues bien, la casa quedó muy buena, muy cómoda, muy merideña, y no se ha caído… como no se cayeron con los terremotos de 1812 y 1894, salvo raras excepciones, las casas antiguas que forman la población de Mérida, a pesar de haber sido construida por los tatarabuelos, los abuelos y los padres del contemporáneo maestro Hemenegildo, y con materiales baratos del Monte Zerpa, Milla, Otrabanda y arena pura y limpia del poético río Albarregas.
Sentados en aquel trono de trazas formidables, cuyo basamento es de oro y plata, de piedras preciosas y selvas opulentas, de paraíso de flores perfumadas y saetas de luz, y sobre el cual vuelan las auroras claras sus ricas cornucopias de luceros, nos dimos a la tarea de comer nieve con papelón. La operación de romper el cristal nevado, la practicamos con los mismos bordones de madera terminados en punta que nos sirvieron de sostén para la ascensión, y que por lo resistente y pesados, parecían de hierro. Naturalmente, la nieve nos produjo irritación en la garganta y el estómago, que se tornó luego en sed abrasadora cuando descendíamos e íbamos entrando en climas más templados. El rato de descanso que tuvimos en la cumbre fue para nosotros de tales consecuencias, pues a la bajada sentíamos una gran flojedad en las piernas, que casi degeneraba en el desmayo y que nos impedía el caminar. Todos los excursionistas  teníamos los labios resecos, cuarteados en grietas, que muy dolorosas, no nos dejaban reír, porque las contracciones y gestos abrían las cortaduras y las rasgaban. Nuestros rostros estaban rubicundos, y sentíamos la piel áspera, tostada y soltando  especie de caspa, que no era otra cosa que el desprendimiento paulatino del cutis, ultrajado por el agua, el frío, el viento y el sol.
A las diez y media de la mañana emprendimos la bajada. Al salir de las rocas que custodian, como una fortaleza babilónica, el sueño blanco de la nieve, de la eterna paz monótona y empinada, y contemplar de nuevo los derrumbaderos por donde habíamos subido y teníamos forzosamente que bajar, de los labios de Clímaco Carmona se desprendieron estas palabras: «Yo vuelvo a esta Sierra, cuando sea Jefe Civil de Infierno.» Esta declaración tan ingenua, tan oportuna, nos resultó en aquel momento de confusión, de incertidumbre, como un chiste colosal, matizado de los más vivos colores. Desde este punto tomamos una fotografía del Picacho de La Columna, que se erguía al frente con aristocracia imperial.
El descenso hasta el alto del Páramo de Los Nevados fue penosísimo. Las piernas nos flaqueaban, nuestros pasos eran vacilantes y sentíamos un descoyuntamiento general. Aparte de esto, una sed voraz nos mantenía en constante estado de excitación; sed que no podíamos aplacar, por no haber agua en aquel lugarejo ni en sus alrededores, y tuvimos que aguantar hasta llegada a Las Quebraditas, asiento sombrío de nuestro campamento, el cual recuerdo ahora como un pasaje de aquelarre.
Cuando llegamos al sitio donde estaban nuestras cabalgaduras hambrientas, montamos a caballo. Todo fue entonces llevadero y fácil. Las bestias que querían llegar a comer, y nosotros a descansar en el seno de la comodidad confortable, el ideal nuevo, como bien pudiéramos decir, hizo que los pobres animales marcharan voluntarios y que el camino se acortara un tanto a nuestros ojos y a nuestro cansancio; que la ilusión perdida floreciera nuevas ilusiones, que de la lanza aventurera y derrotada del Caballero de la Mancha, surgiera cayado pastoril de Quijótiz.
La jornada había terminado… Del  entusiasmo de ayer sólo quedaba el estrago, la huella perdurable, la nostalgia del eterno hoy a la hora del crepúsculo, porque cada deseo que satisfacemos, es un espejismo más que agoniza y se apaga en nuestra alma, que se pierde en el hueco hondo de nuestra vida…
Al coronar la cuesta de La Columna, la luz eléctrica alumbrada ya la ciudad, que en aquel instante nos pareció más bella en su soledad y en su tristeza, y las viejas campanas de la Catedral, con esa sonoridad venerable y pura de los bronces antiguos, repicaban alevemente la proximidad de una fiesta religiosa, la sencilla y bella fiesta de los Santos Reyes Magos.

FIN

Φ Φ Φ
INDICE
                                                               

CAPITULO PRIMERO.- Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida. División. Cómo deben realizarse. Mi caso. Iniciativa de nuestra excursión. Épocas propicias para as ascensiones. Preparativos de nuestro viaje. De las costumbres de Mérida en Diciembre. Perseverancia. Paréntesis sentimental. Nuestro equipaje. El Doctor Carbonell. Noche de fiesta y alegría. La eterna juventud. La hora de la marcha. La infantería. Perfil merideño. Apreciación personal                                                            

CAPITULO SEGUNDO.- La mañana del poema. La caballería que se aleja. Ojos de basilisco. La Cuesta de la Columna. El primer monumento erigido al Libertador. Cordialidad de camaradas. Descripciones. El río Mucujún. El río Chama. Elogio. La Planta Eléctrica. Caminos nacionales. Las vegas del Chama. La Cueva. Recuerdos de nuestra historia política local. Descripciones. Lourdes. Costumbres campesinas. Planta de la región. Empieza el frío. Cómo se avanzan metros. Clarín de belleza. Un bohío en las faldas de la Sierra. Ligeras consideraciones. Metal de verdad.  

CAPITULO TERCERO.- La montaña. Apreciaciones. La laguna de la Mistela. Noción de las distancias entre la gente serrana y la de las Pampas venezolanas. El almuerzo. El frailejón. Elogio. Las Quebraditas. Nuestro campamento. Recursos naturales. El Espanto de la Sierra Nevada. Fenómeno de óptica. La cena. Noche de vigilia. Funciones del equipo de medicinas. Huele,s y no a ámbar. El mal de páramo. La mañana. Camino de las cumbres. La cruz del alto del Páramo de Los Nevados. Digresiones. Andar penoso. El llanto de la Sierra. Un muerto que está vivo. Dificultades y trampa de cabestro. El portal inexpugnable. Ligera conclusión que trata del agua.            

CAPITULO CUARTO.- La Sierra. El Picacho del Toro. Panoramas. Consideraciones retrospectivas. La Patria Chica. Digresiones sentimentales. El buitre hambriento. La cuenca merideña y la abra de las Pampas. Perfil lejano del lago de Maracaibo. Influencia de lo grande en las ideas. Comparaciones. Apostillas lacónicas. Banquetes de nieve. El descenso. Otra vez en nuestra ciudad triste. Conclusión.