miércoles, 30 de mayo de 2012

Nombre del pico Everest


LA EPOPEYA DEL EVEREST.
Hace muchos millones de años  debió bullir en aquellas montañas una intensa vida, pues estuvo sumergida en el mar y posteriormente sería una isla tropical, cubierta de palmeras y helechos y habitada por mil especies de insectos y pájaros. Pero eso ocurría antes de que apareciera el hombre en la Tierra y en el transcurso de toda la historia humana el Everest habrá sido una montaña cubierta de eternas nieves.

 Si los nepaleses y los tibetanos nunca se han atrevido a escalarla, es casi seguro que no conquistaría su cumbre el hombre primitivo. Puede, pues, consignarse el 20 de mayo de 1922 como la fecha en que el hombre puso sus plantas por vez primera en el Everest, pero la historia no registra aún con certeza cuál de los cuatro escaladores fue el primero en sentar el pie sobre el declive que conduce a la montaña partiendo del Collado Norte. Se menciona, sin embargo, a Morshead como primero de la cuerda al emprender la marcha: tal vez le corresponde, pues, aquel honor. Y será muy adecuado, pues pertenece al Servicio Topográfico de la India, que descubrió la montaña, preciso antes que nadie su altitud y le dio el nombre de un antiguo jefe, el inspector general Sir George Everest.
Monte Everest, también llamado Chomolungma (“diosa madre del mundo”) en el  Tibet y el Sagarmatha (“diosa del cielo”) en Nepal. El Monte Everest es el pico más alto del mundo con una altitud de 8,850 metros de alto. La montaña recibió su nombre oficial en 1965 en honor a Sir George Everest del Servicio Topográfico de la India, quien realizó los mapas de la India continental.

lunes, 28 de mayo de 2012

Heraclio Martin de la Guardia


Heraclio Martin de la Guardia














A la cumbre! A la altura!
De Dios al fin más cerca de allí estaremos:
La luz allí más pura,
Más nítido el ambiente;
A nuestros pies el mar, el llano, el monte;
Más ligera la frente,
Más libre el corazón, acaso el alma
Se ensanchara a la par del horizonte!

Versos escritos para el Sr. J. M. Spencer, en su ascensión al Pico Naiguata.1878

miércoles, 16 de mayo de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MÉRIDA


Eduardo Picón Lares

La Sierra
Nevada de
Mérida



Escuela Profesional Salesiana
De Arte Tipográfico
Málaga 1921









LA SIERRA NEVADA DE MERIDA
 









Eduardo Picón Lares

LA SIERRA NEVADA DE MERIDA

ESCUELA PROFESIONAL SALESIANA
DE ARTE
TIPOGRÁFICO.- MÁLAGA: 1921




                                                               











CAPITULO PRIMERO

Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida. División. Como deben realizarse. Mi caso. Iniciativa de nuestra excursión. Épocas propicias para las ascensiones. Preparativos de nuestro viaje. De las costumbres de Mérida en Diciembre. Perseverancia. Paréntesis sentimental. Nuestro equipaje. El Doctor Carbonell. Noche de fiesta y alegría. La eterna juventud. La hora de la marcha. La infantería. Perfil merideño. Apreciación personal.
Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida deben ser consideradas bajo tres puntos de vista distintos, es decir, cuando tienen por objeto alguna especulación científica, cuando son inspiradas únicamente por un espíritu de arte y de literatura, y cuando son, como todos los días, una necesidad de tránsito para las gentes que viven y comercian entre Mérida, Los Nevados y algunas otras vecindades serranas. En el primer caso, la ascensión debe hacerse con método, comenzando los trabajos de observación, apuntalamientos, exámenes y comparaciones, desde las vegas que baña el Chama, y que sirven de pedestal a la grandiosa Cordillera Andina. Luego, es necesario fijar los campamentos en aquellos lugares donde más se acentúan los cambios de temperatura y vegetación, con el objeto de tomar las alturas, definir la presión barométrica, estudiar las plantas y desentrañar del misterio de la tierra “lo que en su virgen seno atesore.“ Después, la coronación de todos los picos nevados es indispensable para el éxito completo de estos asuntos científicos, tan complejos como laudables, y emplear en la ascensión, por lo menos, cuatro o cinco días, para poder triunfar en la prensa con estudios de seso que digan mucho y a conciencia de la severidad y auténtico valor de la recia roca merideña, que se levanta al cielo como un conglomerado colosal de cosas naturales, así como lo hizo el notable señor Doctor Alfredo Jahn. En el segundo caso, la ascensión debe concretarse a consideraciones líricas, a sentir en el alma el beso embriagador de la belleza, a ver desfilar por la fantasía esa sucesión de paisajes grandiosos, todos luz y colorido, que se suceden unos tras otros como una exposición gigantesca de pintura delicadísima y genial; y por último, a contemplar en medio del silencio más puro y elocuente, la obra desnuda e incomparablemente sublime de la naturaleza. Para esto no precisa sino subir al Picacho del Toro, que es el que está situado frente a Mérida y el que sugiere la más depurada concepción de lo bello, pues desde su cima es desde donde se abarca más ampliamente, y con más pulcritud, el extenso poema del panorama. La ascensión, limitada a este propósito, puede hacerse muy bien en dos días, y así, la impresión que deja en los sentidos tan encomiable campaña heroica, es más intensa y propicia para poner a vibrar las cuerdas de oro de la inspiración y el sentimiento artísticos. El otro caso es el vulgar, el de la Sierra para ir a buscar la nieve que rueda sobre los riscos majestuosos y traerla a la ciudad conventual, con el fin de venderla en la plaza del mercado público para hacer los helados rudimentarios que consumen los campesinos y tiene un sabor repugnante a canela ordinaria; el de aquellos que viven con los ojos blancos de inconsciencia y han visto mucho y sin interés lo que para otros encierra un motivo de alta emoción; el de los muchos que con cargas de toda clase de mercaderías, hacen la peregrinación cotidiana, sin fijarse en nada, para triunfar en sus negocios. En este caso la ascensión no ofrece motivos elevados, toda vez que es una necesidad o costumbre de los ingenias  lugareños, en cuya contextura sana se mira lucir la influencia benéfica de los climas que como aquellos son de los más agradables de la tierra, y en cuyos labios parece que vibrara aún el acento agitado y conciso del idioma mucubache.
De los tres casos de que he habitado, he resuelto situarme en el segundo de ellos. Como no soy naturalista, ni comerciante en nieve u otras mercaderías criollas, ni vivo en la parte oriental de la Cordillera, me he decidido a pertenecer al grupo de espectadores impresionables y atentos, al de admiradores de la naturaleza y de sus sabías y portentosas obras, de ese concurso en materias distintas cuyo conjunto forma la gran orquesta en donde la armonía  tiene su más vasto y triunfal desenvolvimiento, porque es música, música que se escucha en silencio, la que dicen las cosas en el santuario de la más religiosa solemnidad, y si se tiene en cuenta que «hay una clase de arte que se limita a la contemplación  espiritual de las cosas,» según Cicerón.
Del seno venerable de la Universidad de los Andes, de la confianza y buena amistad que reinaba entre profesores y estudiantes, surgió, un claro día de Diciembre de 1918, el proyecto de una ascensión  a la Sierra Nevada, que fue acogido con cariño e interés desde el primer momento. Tanto Diego Carbonell, Rector del vetusto y respetable Instituto, profesor de Historia Natural, hombre de gran talento y erudición y fervorosamente devoto de las cuestiones científicas, como yo,  que regentaba entonces la cátedra de Idioma Inglés, pusimos gran empeño en realizar el proyecto iniciado con tan francas demostraciones de aceptación y entusiasmo; y en verdad que todo saldría avante y con felicidad, pues los que componíamos el grupo  de la proyectada expedición, éramos veteranos, a excepción de Carbonell, en estas andazas, porque naturales de la montaña, conocíamos la mayor parte de los montes que rodean nuestra gentil ciudad solariega: las solitarias y pintorescas regiones de los páramos de Mucuchies, Santo Domingo, El Escorial, Cacote Alto, La Culata, Los Conejos, la serranía de Jají y los rincones apartados de Chama y El Morro, de donde se cae, por la cuesta tan renombrada que llaman  de Pilatos, a la fértil vega sembrada de dulce cañas, jugosas frutas y árboles diversos, en la cual vegeta, con sus callejones torcidos, sus campanarios blancos, su sinceridad campesina, sus alegres macetas de peonías, sus ingenios de azúcar y su actividad parroquiana, el pueblo laborioso y gris de Ejido.
Para que una expedición a las cumbres andinas se realice formalmente, es necesario vencer, como cualquier empresa laudable, dificultades; tener entereza de carácter y decidirse a  afrontar, sin escrúpulos ni timideces, circunstancias que a menudo se presentan adversas, si se quiere, de un metal que despreciarían las legiones que en 1813 salieron de nuestro conocido solar a libertar la patria. Por eso, antes de tomar una determinación para abordar los cerros, lo primero que interesa al viajero es enterarse de si el tiempo es o nó propicio para la ascensión. Generalmente, los meses más a propósito para estas exploraciones son los de Diciembre, Enero y Febrero, aún cuando hace más frío; pero es entonces no llueve, las nevadas desaparecen, está siempre el cielo serenamente despejado y azul, y ningún obstáculo se interpone ante la vista del observador, pudiendo éste darse cuenta cabal del inmenso libro de ciencia y de arte que a sus ojos se abre, iluminado por los vívidos destellos de sol y prestigiando por el vuelo intenso y simbólico de los cóndores altivos.
No sin pensar en los trabajos y fatigas que se padecen en estas jornadas y aventuras, y bien en cuesta de ellas por las informaciones que teníamos y por los detalles, a veces exagerados, que otros individuos con experiencia del áspero camino nos había hecho conocer, estábamos ya resueltos a satisfacer nuestra curiosidad y darle expansión a un cierto orgullo que es muy característico de nosotros los merideños, y que se revela al instante, cuando tropezamos con imposibles que vencer o se pone en duda, siquiera en són de b roma, nuestra iniciativa y resolución. Así, pues, empezamos hacer los preparativos del viaje, y eso por Diciembre, cuando los gonzalicos y copetones desgranan sus dulces gorjeos desde las copas de los ceibos y naranjos; cuando los días alegres y encantadores de la pascua sonríen en mañanitas perfumadas y radiantes de belleza, en lumbraradas de sol a la hora de la siesta y en admirables crepúsculos de primavera por las tardes, cuando las misas de aguinaldo y noche buena, y los cohetes, y las músicas matutinas de instrumentos de cuerda, y los pesebres, y los paseos al campo, y las verbenas de la gente rusticana, imprimen a nuestra ciudad aletargada esa especie de entusiasmo pascual, que al apagarse Diciembre se adormece en nuestros corazones todo el año como una mariposa ebria de luz, para despertar al siguiente, con los vibrantes repiques de campanas que anuncian la primera madrugada de aguinaldos; cuando bajan a la ciudad de todas las granjas y aldeas vecinas las muchachas lugareñas, con las mejillas como rosas, a vendes ramos de claveles, azucenas, jazmines y nardos; cuando en las faldas de la loma de Otrabanda amarillea el maíz, y luce luego su carcajada de triunfo en la trole indiana de livianos y sólidos carrusos; cuando en las haciendas que constituyen nuestra riqueza agrícola, el venteador anuncia su compás severo y monótono de la tarea de vendimia y beneficio del café toca a su fin; cuando en los lugares tórridos sale con las luces de la aurora, a lomo de tardos bueyes o en viejas mulas veteranas que conocen la senda, la fruta rica del cacao, para venderse a precios increíbles en los mercados más allá del Lago de Maracaibo, y cuando las cosechas ya están ya recogidas en los climas fríos, amontonando el trigo  en los cortijos, en haces que parecen como de oro, suena la piedra del molino al empuje violento de la cascada que brota de la peña cercana, y sale la harina pura y fresca, que es pan para nuestro pueblo sufrido y laborioso y blanca hostia que se alza en los altares convertida en el Cuerpo del Señor.
Conversaciones animadas en los claustros de la Universidad, en las esquinas, en la reunión que solíamos tener de noche en la Plaza Bolívar, programas rebosantes de juventud y confraternidad; ingenuas proporciones descabelladas de unos y modificaciones razonables de otros, todo nos anunciaba que la hora de nuestra partida estaba próxima y que daríamos al fin con la meta de un ideal por demás elevado y que nos atormentó desde niños. Nosotros queríamos, como si se tratara de un complejo problema filosófico, penetrar el misterio de la Sierra, a cuyo margen están escritas tantas leyendas preciosas y en cuyo corazón parece que se queja el espíritu antañón de la raza famosa que sorprendió a conquistador Rodríguez Suárez, y de la cual se conservan todavía ejemplares autóctonos en la comarca solitaria de Mucuchíes, en el rincón más bello de Venezuela, que recuerda los panoramas espléndidos sobre loa cuales se destacan las agujas góticas y como de encajes de la catedral de Burgos, en la gloriosa tierra española, desde un día brillará la medialuna de los árabes como símbolo de las más avanzada civilización europea.








 



 Con una perseverancia digna de todo encomio, y con ese placer íntimo que ocasionan las determinaciones que tienen como consecuencia llevarlo a úno a coronar con brillo la persistencia de un pensamiento que sin cesar lo domina, dimos principio a la organización práctica de nuestra jornada exploradora. Cuando se dijo la última palabra de decisión y se fijó la fecha de salida, que esto resultó de una especie de asamblea cordial que teníamos a diario en la casa particular de Carbonell, la voz corrió por la ciudad como una clarinada de valor espartano, y una delirante emoción de contento se dejó sentir en nuestros espíritus aventureros. Recuerdo que una vieja de noventa y siete años, del solar de mis abuelos, ya sin dientes, sorda, pero fuerte, supersticiosa y que sabía mucho de los espantos de la Sierra y era como un libro de cuentos del Diablo, de los duendes y de los muertos que se aparecen, cuando supo nuestro intento exclamó, trémula de asombro: «¡Jesús, qué niños! ¡Qué locura! Antes, quién iba a pensar subir a esos montes…. Se los va a tragar la laguna»…. Y desde entonces alumbraba a los santos por la noche, y veía las luces del alba rezando fervorosamente para que regresáramos bien, como si se tratará de un lance de vida o muerte. La pobre vieja, que era un haz de achaques, murió algunos meses después. Raúl Chuecos Picón la ayudó a llevar al cementerio, y yo la ví pasar, por un callejón melancólico, camino del eterno descanso, como el último vástago de una generación que se fue para siempre. Ella me refería historietas interesantísimas de los remotos tiempos de la Colonia, cuando los señores andaban de pantalón  a la rodilla y bastón con borlas, eran los conventos de monjas franciscanas asilo de las niñas de rancia nobleza, las mujeres como la varonil Anastasia ponían en fuga los ejércitos realistas, se doctoraba en el Seminario de San Buenaventura a los hombres que engrandecieron después los anales patrios, imperaba el diezmo y «todas las familias destinaban uno o más hijos al sarcerdocio»; cuando picaban piafaban y galopaban los caballos de los Libertadores en los campos de batalla, y quedaban aún en los pueblos y campos indios viejos que hablaban el idioma de la tribu de sus antepasados, esos que vivieron en nuestras montañas y que la conquista castellana exterminó a sangre y fuego….
Todo lo hicimos ordenadamente. Nos dividimos en cuadrillas. Unos se entenderían con las provisiones de boca; otros con los aparatos de física, un pequeño botiquín de medicinas y los menesteres de la fotografía; éstos, con los necesarios para establecer el campamento, como las tiendas de campaña, mantas, abrigos, cuerdas, picos y machetes; aquéllos, como de avanzada para escoger los sitios donde debiéramos hacer noche y las comidas, y dos peones que habíamos  contratado, con el cuidado de las bestias, de las cargas, de algunas armas de fuego para la cacería, de todo cuanto se relacionara con lo más arduo del asunto: el trabajo descarnado. Se trataba de una impedimenta completa. Carbonell sería el jefe de la cruzada, el director técnico del desenvolvimiento de aquella película cinematográfica, que ahora me han hecho recordar esas series americanas  que el público tanto aplaude, que están tan de moda en Europa y que han sido impresionadas en las soledades montuosas y erizadas de peligros de Texas, allá en el mediodía de los Estados Unidos de América.
Dispuestas convenientemente todas las cosas para marchar, después de haber estado la noche antes del viaje arreglando monturas, instruyendo a los más jóvenes de nuestros camaradas de excursión, atendiendo a la ración de las bestias, alargando y acortando estribos, cerrando costales, disponiendo el orden de la marcha, comprando alpargatas, confeccionando aperos, que se reventaban a la menor insinuación de fuerza, y obviando los mil y más inconvenientes que estas improvisadas correrías acarrean, fijamos el día de la partida. Que lo sériale siguiente, 3 de Enero de 1919. a las once de la noche nos dispersamos y nos fuimos a dormir; pero, ¡qué sueño¡ Parecía que una fiebre nerviosa nos mantenía en estado incompresible de agitación. El sueño era intermitente, como ese que sucede a las grandes tempestades del espíritu, cuando una noticia trágica nos ha taladrado el corazón, siempre que una pasión amorosa o de otra índole nos ha cerrado las puertas a la tranquilidad, o un asunto de gravísima importancia nos ha robado el reposo y nos ha hundido en el quebranto de la más dolorosa expectación; y como nos habíamos provisto de relojes despertadores, pues naturalmente, nuestros organismos sobresaltados esperaban impacientes que la campanilla  imprudente sonara, así que fuesen las tres de de la mañana. Sin embargo, hubo muchos que ni siquiera intentaron reclinarse a descansar. Conversando, fraguando planes conquistadores, contando historias y chistes y alterando la paz del vecindario, entre una taza de café y un cigarrillo, pasaron aquella noche inolvidable, hasta que el metal cascado del antiguo reloj urbano, que sabe de todas nuestras tristezas y alegrías, sonó la hora convenida. Entonces  fueron llegando a todos los portones de las casas de los que habíamos tratado, en balde, de dormir,  y con estruendosos y repetidos golpes dieron la voz de alarma, de arriba compañeros, de triunfo, de contento. Momentos después el grupo de todos nosotros se apiñaba a las puertas de la casa del afable Rector, que ya en traje de campaña, nos esperaba también trasnochado y cordial.
«La del alba sería», cuando salió la primera avanzada. Eran los estudiantes de Farmacia, los peones y el equipaje. Estos llevaban al severo y ejecutivo Bourgoin como jefe. Iba de a pie, calzando nuevas alpargatas y dando gritos y haciendo demostraciones de regocijo, es decir, ellos formaban la infantería de la simpática guerra, porque sin duda era una guerra alarmante la que íbamos a introducir en la paz de los peñascos agresivos. Unos cohetes anunciaron a la urbe cristiana la salida de los primeros paladines. La madrugada estaba radiante, el cielo bordado de vívidos luceros, los páramos y la Sierra se destacaban pulcramente, como una gran decoración heráldica, y los tres ríos que corren alrededor de la mesa de la ciudad dejaban oír en el silencio de la hora el tonante bullicio de sus aguas, al despeñarse por sus causes inclinados y tortuosos. Y los cinco o seis que quedábamos , y que constituíamos la caballería de la expedición, vimos como se perdían las siluetas de nuestros compañeros en el confín solitario de la calle más ancha y derecha que tiene el pueblo grande que nos vió nacer, y que por ser serrano, se ahoga incrustado entre sus cerros sin expansión de vida civilizada, aunque quizá esto sea mejor que introducir en él culturas escritas y practicadas con K, superficialidades  ridículas de sociedades degeneradas que están cayendo en la vorágine de la más lamentable disolución, o innovaciones que le hicieran perder el sello original de su sin par belleza arcaica y de sus sanas costumbres patriarcales.


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