sábado, 13 de octubre de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MERIDA






 
Eduardo Picón Lares

La Sierra
Nevada de
Mérida

Escuela Profesional Salesiana
De Arte Tipográfico
Málaga 1921


Cabalgando, pues, en aquel potro indómito. Que ciertamente no era de tormento, sino de encanto, a pesar de sus torturas, vinimos en cuenta de la actitud de rapiña asumida por un buitre soberbio contra José Domingo Heder, que como se ha dicho, se quedó en el lugar escueto, víctima inocente del inexorable mal de páramo. El animal trazando cuevas pausadas, casi esféricas, rondaba en torno al cuerpo vencido e indefenso de nuestro compañero, que era el Benjamín de la expedición. Un nublado de piedras llovió sobre el habitante hosco de los páramos, sobre el pájaro hermoso que viste de negro y gasta blanca gorgera de recias y gritas plumas, y luego unos disparos y nuestra vocería aturdidora, terminaron por hacerle huir y perderse entre las nubes.
Precisando puntos, descubriendo pueblos, admirando paisajes y paisajes, con un anteojo modesto simple vista, pasamos dos horas y media en la mansión de los buitres y los cóndores, en donde se miden las fuerzas espantosas de las centellas y de los huracanes con las del olímpico peñón, que empinándose al cielo como una estrofa épíca, contempla o soporta con

























desdén altivo la más  hórridas tormentas y convulsiones del cosmos.

La Cordillera, desde la cumbre del Toro, ofrece dos inmensos panoramas distintos, de los cuales es invencible división: el de Norte y Occidente y el de Oriente y Sur. El primero está encerrado entre rocallosas serranías, se dibuja en el alto del Páramo de Mucuchíes y las Laderas de San Pablo, y va abriéndose a medida que se dilata hacia la tierra llana de Los Cañitos y la parte del territorio donde se levantan el villorrio de Estanques y el pueblo de Tovar, hasta que se esfuman en las nieblas, ya bien entrado en la frontera de Mérida con el Táchira. El segundo está extendido sin obstáculos desde la falda de la Sierra, que declinan muy poco a poco, hasta besar las lejanías nebulosas de  las Pampas, reverberantes de sol.
La zona merideña es la más basta y pintoresca exposición de un conjunto variadísimo y armónico de materias naturales. Corriendo la vista desde la gélidas comarcas de Barro Negro y Apartaderos, hasta la caldeadas tierras de Estanques, se enfocan quince leguas de territorio, que es la distancia aproximada existente de lugar a lugar, en cinco minutos de observación, y de este modo, nosotros pudimos apreciar su grandeza en un sinnúmero de motivos sugerentes. El río Chama se mira en las estepas parameras como un arroyuelo, acaso solamente con fuerza para mover la piedra de algún molino; y luego, al pasar la vera de San Jacinto, crispado y turbulento, ya por el mayor volumen de agua que arrastra, como porque las pendientes bruscas lo hacen tomar impulsos titánicos, y después, perderse en lontananza, ya navegable, con la serenidad del que se siente satisfecho de haber cumplido una misión próvida de beneficiosos resultados.
Como la mañana era muy clara y estaba el cielo tan diáfano y azul, pudimos descubrir fácilmente casi todos los pueblos, aldeas, granjas, cortijos y montañas de más importancia y renombre que se encuentran en el espacioso trayecto, y también el camino nacional, que como una cinta luminosa de bronce, se ve subir, bajar, entrarse en los montes, parangonarse con el río, quebrarse en un zanjón, esconderse entre los recodos de unas lomas, ahogarse en las gargantas de los peñascos, perderse al fin, como todos los caminos, en el límite indeciso de la rinconada estupenda. Allí abajo, como vistos desde un aeroplano, estaban Mucuchíes, con sus partidos de nombres mucubaches, que le imprimen a la comarca hermética ese sabor característico y muy propio que constituye su más rancio y orgulloso blasón, y Mucurubá, Escagüey, Cacote, La Culata, El Valle, El Vallecito, Tabay, La Punta, Ejido, Los Guáimaros, Caparú, San Juan, Lagunillas, Puente Real, Chiguará, Estanques, El Cañadón, Tovar, La Tala, La Azulita, Jají y La Mesa de los Indios,
De los caseríos de la tierra llana no pudimos distinguir ninguno, pues al abrirse ésta, la Cordillera de Los Conejos, cortándola por el franco derecho, la intercepta. Y es el de esta Cordillera un detalle muy curioso: corre sobre ella paralela a la Sierra, su crestería luce como una línea definida, trazada horizontalmente sobre el cielo; una línea de rocas de muchas leguas, y casi tan alta como la que nuestras plantas hollaban. Así, pues, la altura de Los Conejos, y una masa densa de niebla que se había esparcido por la parte Sur del Lago de Maracaibo, nos impidieron distinguirlo claramente. Sin embargo, las selvas y un pedazo de costa nos indicaron, por su posición geográfica, que teníamos a la vista una sección del Puerto de Santa María, en relación con el de Arenales.
Sencillamente primorosa es la presentación y rápido el desenvolvimiento, del panorama que comprenden las partes oriental y austral. Se trata de una gran abra. Prominencias en descenso que van precipitándose y acurrucándose unas tras las otras; bosques tupidísimos, y la mayor parte de los campos son eriales. En estas región se perfilan, muy lejos unas de otras, chozas miserables; pero siempre pintorescas, y los pueblos de Mucuchachí, Mucutuy, Aricagua, El Morro, Los Nevados y Acequias. El Picacho de la Sierra de Santo Domingo blanquea distante, como la cúpula de una torre de estilo bizantino. Pueden precisarse las últimas estribaciones de los Andes y el comienzo de las Pampas, cuyo horizonte se retrata en el espacio por un fenómeno original y que sintetiza todos los matices de la belleza, en consonancia con el motivo vibrante que enciende chispas de fuego en la maravilla inefable de las sabanas.
Desde el más empinado vértice el Toro se ven os otros cuatro picachos nevados que sugirieron a nuestro gran Don Tulio la leyenda de Las Cinco Águilas Blancas, en toda su plenitud de su imperio; y en verdad que la aproximación a las cosas grandes le hace concebir e imaginar al espíritu todo grande también, descomunal, acaso inverosímil. Por eso, cuando nos encontramos delante de aquel fuerte emblema inexplicable, pensamos que asistíamos a una misa insólita, en donde el piélago de rocas servía de altar, las nieves inmaculadas de hostia pura y santa, el palio azul del cielo de ábside del templo infinito, y de sacerdote celebrante, ilustrado en la más abstrusas y avanzadas filosofías, en la m160s perfecta teología dogmática y moral, el silencio, el silencio enloquecedor que reina en aquellos escarpados ventisqueros.
Ni la Sierra Nevada, ni la Alpujarra, en la Provincia de Granada; ni la Sierra de Mijas o la Codillera de Ronda, en la de  Málaga; ni en los Pirineos. En la región vasca; ni en la Sierra de Guadarrama, en el concierto de la España pintoresca; ni en los rincones más encantadores de los Alpes, en la grandiosa exhibición de Suiza y del Tirol, pueden compararse a ese monumento que se llama Sierra Nevada de Mérida. Yo he visto desfilar ante mis ojos y mi fantasía los supremos paisajes montañosos de España, Francia, Suiza e Italia y mirándolos, He sentido la nostalgia de mi Sierra, del alma de mi pueblo, de ese tesoro admirable que los merideños no aprendemos a apreciar con justicia y acrisolado arrobamiento, hasta que no le abandonamos por algún tiempo; porque las montañas europeas, casi todas analógicas, casi todas revestidas de la misma vegetación, que caracterízale sello peculiar de la zona, están limitadas a una variedad y riqueza relativas, y a la vista errante del viajero, ávida de impresiones que la conmuevan, de sorpresas vibrantes, no encuentra por lo regular sino los mismos pinos, la misma flora reducida, susceptible a las estaciones y desprestigiada, hasta cierto punto, por las intervenciones artificiales. Además, el cielo de Europa, agitado con frecuencia por nublados plomizos, no siempre propicio a la armonía y limpidez del paisaje. La eterna primavera del trópico, la diafanidad del firmamento, la refulgencia del sol, la soledad y el silencio del paraje, la grande y variadísima vegetación, el canto de millares de pájaros, el murmullo de otras tantas fuentes, ríos y cascadas, la profusión selecta de las flores, el aspecto de las rocas, en donde a buen seguro se esconden todas las vetas policromas del mármol, la irregularidad de los terrenos, el primor de las vegas, la dilatación de las campiñas, la secesión  de los paisajes espaciosos y elegantes, el matiz tornasol de los sembrados, la música del color verde en el silvestre laberinto, y que contrasta de una manera sorprendente con el azul pizarra, los témpanos enormes y originales carámbanos de las cumbres heladas, todos estos detalles son los que enjoyan la Sierra Nevada de Mérida y la presentan señorialmente al mundo condesada en un solo bloque de reluciente pedrería, para que el mundo, postrado de rodillas, gesticule admiraciones y medite hondas cosas de arte.
Los extranjeros que han visitado nuestra Sierra Nevada, en éxtasis ante ella, sobrecogidos de devoción, han tenido para sus gracias y belleza, gracias que revientan en las clavelinas que abren sus faldas, y vélelas que cuaja en las ventiscas de sus diadema, palabras retóricas de definitiva apología, no obstante venir los peregrinos de Europa y tomar siempre como base, para lanzar el veredicto, la comparación de nuestros montes con los cansados montes europeos. Por ahí andan en papeles viejos, casi olvidados, las apreciaciones justicieras de hombres como Verástegui, Humboltd, Bousingault, Rivero, Codazzi, Bourgoin, Goering. Hammel. Siervers, Goebel, Hedderich y otros; hombres todos de ciencia, seremos en la apreciación y pródigos en el elogio sincero.
Sucede con la Sierra Nevada de Mérida, con el Lago de Maracaibo, con las Pampas, con el Orinoco, con la Cueva del Guácharo y con muchos otros muchos grandes monumentos naturales con que cuenta nuestro bello país, que nos envidian otros pueblos y que por lo regular son personas extrañas a nuestro medio las que descubren y admiran sus encantos, que los venezolanos los miran con desdén porque sin cosas venezolanas, porque en nuestra tierra, la novelería inconsciente, el cretinismo impertinente y el amaneramiento ridículo, han llegado hasta el extremo de pontificar que las cosas no son buenas y bellas si no son de Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, Alemania o Italia. Y lo propio acontece con nuestra literatura, nuestras industrias y todas nuestras actividades.
Yo conozco un señor a quien le estaban fabricando una casa en Mérida, con materiales merideños, lo que equivale decir, madera del Monte Zerpa, cal de milla, teja y ladrillo de Otrabanda y arena de Albarregas; y la tal casa estaba quedado muy sólida y muy bonita. Otro señor. Que había llegado de Nueva Cork, un Pacheco redomado, se fue a visitar, oficiosamente, al seño propietario de la casa en construcción, y después de muchos preámbulos, saturados todos ellos de negra hipocresía, le dijo: «Yo no sé cómo se te ha ocurrido fabricar una casa con madera del Monte Zerpa, ca de Milla, teja y ladrillo de Otrabanda y arena de Albarregas , y más aun que hayas escogido para director de los trabajos al maestro Hemenegildo. Se te va a caer la casa. Porque los materiales y los maestros de obra no sirven para nada. ¿No ves que son de aquí? Has debido traer cemento Portland, madera norteameicana, un arquitecto de Nueva York; vamos, modernizar esto, y sobre todo, consultarme a mí, que vengo de verlo bueno del mundo, lo que dura, lo que conviene, que es lo de los Estados Unidos.» El señor de la casa se consternó en el primer momento; pero luego prosiguió los trabajos a la usanza merideña, porque traer el cemento Pórtland, la madera y un arquitecto de Nueva York, le habría costado más dinero que una docena de casas como la que le estaba fabricando el maestro Hemenegildo, quien de paso sea dicho, ganaba ocho bolívares por día y tenía ocho hijas, que eran como ocho palomas dispuestas a volar con el primer palomo que se acercara al alero de sus amores.
Pues bien, la casa quedó muy buena, muy cómoda, muy merideña, y no se ha caído… como no se cayeron con los terremotos de 1812 y 1894, salvo raras excepciones, las casas antiguas que forman la población de Mérida, a pesar de haber sido construida por los tatarabuelos, los abuelos y los padres del contemporáneo maestro Hemenegildo, y con materiales baratos del Monte Zerpa, Milla, Otrabanda y arena pura y limpia del poético río Albarregas.
Sentados en aquel trono de trazas formidables, cuyo basamento es de oro y plata, de piedras preciosas y selvas opulentas, de paraíso de flores perfumadas y saetas de luz, y sobre el cual vuelan las auroras claras sus ricas cornucopias de luceros, nos dimos a la tarea de comer nieve con papelón. La operación de romper el cristal nevado, la practicamos con los mismos bordones de madera terminados en punta que nos sirvieron de sostén para la ascensión, y que por lo resistente y pesados, parecían de hierro. Naturalmente, la nieve nos produjo irritación en la garganta y el estómago, que se tornó luego en sed abrasadora cuando descendíamos e íbamos entrando en climas más templados. El rato de descanso que tuvimos en la cumbre fue para nosotros de tales consecuencias, pues a la bajada sentíamos una gran flojedad en las piernas, que casi degeneraba en el desmayo y que nos impedía el caminar. Todos los excursionistas  teníamos los labios resecos, cuarteados en grietas, que muy dolorosas, no nos dejaban reír, porque las contracciones y gestos abrían las cortaduras y las rasgaban. Nuestros rostros estaban rubicundos, y sentíamos la piel áspera, tostada y soltando  especie de caspa, que no era otra cosa que el desprendimiento paulatino del cutis, ultrajado por el agua, el frío, el viento y el sol.
A las diez y media de la mañana emprendimos la bajada. Al salir de las rocas que custodian, como una fortaleza babilónica, el sueño blanco de la nieve, de la eterna paz monótona y empinada, y contemplar de nuevo los derrumbaderos por donde habíamos subido y teníamos forzosamente que bajar, de los labios de Clímaco Carmona se desprendieron estas palabras: «Yo vuelvo a esta Sierra, cuando sea Jefe Civil de Infierno.» Esta declaración tan ingenua, tan oportuna, nos resultó en aquel momento de confusión, de incertidumbre, como un chiste colosal, matizado de los más vivos colores. Desde este punto tomamos una fotografía del Picacho de La Columna, que se erguía al frente con aristocracia imperial.
El descenso hasta el alto del Páramo de Los Nevados fue penosísimo. Las piernas nos flaqueaban, nuestros pasos eran vacilantes y sentíamos un descoyuntamiento general. Aparte de esto, una sed voraz nos mantenía en constante estado de excitación; sed que no podíamos aplacar, por no haber agua en aquel lugarejo ni en sus alrededores, y tuvimos que aguantar hasta llegada a Las Quebraditas, asiento sombrío de nuestro campamento, el cual recuerdo ahora como un pasaje de aquelarre.
Cuando llegamos al sitio donde estaban nuestras cabalgaduras hambrientas, montamos a caballo. Todo fue entonces llevadero y fácil. Las bestias que querían llegar a comer, y nosotros a descansar en el seno de la comodidad confortable, el ideal nuevo, como bien pudiéramos decir, hizo que los pobres animales marcharan voluntarios y que el camino se acortara un tanto a nuestros ojos y a nuestro cansancio; que la ilusión perdida floreciera nuevas ilusiones, que de la lanza aventurera y derrotada del Caballero de la Mancha, surgiera cayado pastoril de Quijótiz.
La jornada había terminado… Del  entusiasmo de ayer sólo quedaba el estrago, la huella perdurable, la nostalgia del eterno hoy a la hora del crepúsculo, porque cada deseo que satisfacemos, es un espejismo más que agoniza y se apaga en nuestra alma, que se pierde en el hueco hondo de nuestra vida…
Al coronar la cuesta de La Columna, la luz eléctrica alumbrada ya la ciudad, que en aquel instante nos pareció más bella en su soledad y en su tristeza, y las viejas campanas de la Catedral, con esa sonoridad venerable y pura de los bronces antiguos, repicaban alevemente la proximidad de una fiesta religiosa, la sencilla y bella fiesta de los Santos Reyes Magos.

FIN

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INDICE
                                                               

CAPITULO PRIMERO.- Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida. División. Cómo deben realizarse. Mi caso. Iniciativa de nuestra excursión. Épocas propicias para as ascensiones. Preparativos de nuestro viaje. De las costumbres de Mérida en Diciembre. Perseverancia. Paréntesis sentimental. Nuestro equipaje. El Doctor Carbonell. Noche de fiesta y alegría. La eterna juventud. La hora de la marcha. La infantería. Perfil merideño. Apreciación personal                                                            

CAPITULO SEGUNDO.- La mañana del poema. La caballería que se aleja. Ojos de basilisco. La Cuesta de la Columna. El primer monumento erigido al Libertador. Cordialidad de camaradas. Descripciones. El río Mucujún. El río Chama. Elogio. La Planta Eléctrica. Caminos nacionales. Las vegas del Chama. La Cueva. Recuerdos de nuestra historia política local. Descripciones. Lourdes. Costumbres campesinas. Planta de la región. Empieza el frío. Cómo se avanzan metros. Clarín de belleza. Un bohío en las faldas de la Sierra. Ligeras consideraciones. Metal de verdad.  

CAPITULO TERCERO.- La montaña. Apreciaciones. La laguna de la Mistela. Noción de las distancias entre la gente serrana y la de las Pampas venezolanas. El almuerzo. El frailejón. Elogio. Las Quebraditas. Nuestro campamento. Recursos naturales. El Espanto de la Sierra Nevada. Fenómeno de óptica. La cena. Noche de vigilia. Funciones del equipo de medicinas. Huele,s y no a ámbar. El mal de páramo. La mañana. Camino de las cumbres. La cruz del alto del Páramo de Los Nevados. Digresiones. Andar penoso. El llanto de la Sierra. Un muerto que está vivo. Dificultades y trampa de cabestro. El portal inexpugnable. Ligera conclusión que trata del agua.            

CAPITULO CUARTO.- La Sierra. El Picacho del Toro. Panoramas. Consideraciones retrospectivas. La Patria Chica. Digresiones sentimentales. El buitre hambriento. La cuenca merideña y la abra de las Pampas. Perfil lejano del lago de Maracaibo. Influencia de lo grande en las ideas. Comparaciones. Apostillas lacónicas. Banquetes de nieve. El descenso. Otra vez en nuestra ciudad triste. Conclusión. 
       

miércoles, 3 de octubre de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MERIDA

CAPITULO CUARTO
PARTE UNO

La Sierra. El Picacho del Toro. Panoramas. Consideraciones retrospectivas. La Patria Chica. Digresiones sentimentales. El buitre hambriento. La cuenca merideña y la abra de las Pampas. Perfil lejano del Lago de Maracaibo. Influencia de lo grande en las ideas. Comparaciones. Apostillas lacónicas. Banquete de nieve. El descenso. Otra vez en nuestra ciudad triste. Conclusión.

Enmudecimos de admiración. Aquello era algo fantástico ¡Y qué silencio! ¡Y qué paz! ¡Y qué quietud más abrumadora! Las nieves del Toro incrustadas en abismos insondables, en cavernas profundas, en despeñaderos abruptos, en los millares de grutas que esbozan desde lejos el perfil de la Cordillera, y la masa mayor de ellas en una concavidad gigantesca, donde bien pudieron haber tenido su campamento los centauros, nos hicieron sentir casi un vértigo de sorpresa, de asombro, del que volvimos cuando ya sentados sobre su altura incomparable, empezamos a charlar, a descansar de la fatigosa subida, a medir la campaña que habíamos realizado y a darle rienda suelta a nuestra exultación, rayana en el delirio. Los aparatos fotográficos funcionaron de seguida, y nos entregamos a la contemplación del panorama más soberbio que imaginarse puede y que se mira desde allí como animado por un temblor de fulgores.
Allá, entre la bruma, como un jardín diminuto y hábilmente demarcado, veíamos a Mérida, con sus torres viejas, sus plazas umbrías, sus calles derechas y sin gente, sus tejados llenos de musgo y de olvido, su Llano Grande, que es como un caprichoso y extenso tapiz de esmeraldas, sus haciendas teñidas de verde oscuro y arrullada por el himno constante de sus ríos. Allá estaba la ciudad de nuestros más caros recuerdos, la Patria Chica, rodeada de su fértil país encantador. Y es que Mérida representa nuestro pasado y nuestro presente: Lo que se llevan las horas, como bien puntualiza en su comedia Felipe Sassone. Ella es nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos, nuestra propia vida, que apegada al medio ambiente de la tierruca y atada a todos sus detalles y a todas sus cosas con fuerte cadena de sensibles eslabones espirituales, se funde y resplandece en el concepto armónico de la Patrias Grande.


 Ante la vista del solariego nido que incubó los ensueños que nutrieron con su savia idealista nuestros cerebros, sentimos agolpase en la memoria diversas consideraciones retrospectivas, y ese sentimiento que es en lo más  recóndito de nuestro ser dulzura y amor inmensos, y que nos lleva con su ardor tanto al romanticismo decantado como el más valiente y sereno heroísmo, tuvo vibraciones elocuentes. ¡Que de recuerdos! Recuerdos que son nuestra vida pretérita, nuestra vida de terruño querido, del lugar donde se nos formó el corazón, donde nacieron y evolucionaron con vigor nuestros afectos y florecieron nuestras blancas ilusiones en sonrisas de felicidad, para cambiarse luego en crespones de luto, en sollozante congoja; donde en cada piedra, en cada árbol, en cada recodo de los caminos, están sepultadas las ingenuas fulguraciones de nuestra fantasía juvenil; donde vivimos por primera vez ondear el viento, como una lumbrarada de colores, la bandera de la Patria, al compás del redoble marcial de los tambores, del grito quejumbroso de las cornetas y de las notas sentidas y heroicas de Gloria al bravo pueblo, donde corríamos detrás de las pintadas mariposas, y era nuestro compañero leal y cariñoso el perro amado, y un martirio el aprender las lecciones de la escuela; donde jugábamos a la guerra en los prados bellísimos de La Isla y hacíamos fiesta de verano en los pozos de Albarregas, y nos encaminábamos plenos de júbilo a desenterrar ídolos de los indios en el lejano peñasco de El Campanario; donde revestidos de monaguillos atormentábamos a las monjas de San Francisco, nos burlábamos del sacristán y poníamos en tela de juicio la honorabilidad intachable de capellán; donde las fiestas pascuales encendían en nuestro pecho estrellas de satisfacción y de ansiedad, y presenciábamos al són del cuatro alegre, y entre estallidos de los cohetes, las paraduras del Niño Jesús en el vecindario pintoresco de Otrabanda, donde rompió el capullo de nuestros primeros amores, en la esquina o la plazuela cercanas al portón de nuestra casa, y dimos las primeras serenatas a la novia; donde conquistamos los primeros lauros académicos, y nos enseñó la abuela el decálogo de civismo refiriéndose episodios de olvidadas gestas próceras, donde lloramos de amargura y de dolor inmensos, en oyendo tocar a muerto por nuestros padres las mismas viejas campanas de la Catedral, que otras veces sonaran para nosotros repiques rebosantes de contento; donde la confraternidad lugareña, el calor de la familia, la vetusta casona con su patio florido de margaritas, rosas y claveles, la fuentecilla clara que pasa por debajo de los limoneros de la huerta, el humo del hogar que se disipa en el aire al despuntar la aurora y la vaca taciturna y mañanera que llega al potrero a bramar en la puerta del corral, formaron en nuestra conciencia ese relieve perdurable, que acaso ni la muerte logre borrar, donde en arribando de ausencias más o menos largas, nos encontramos con elementos nuevos, con la ley constante de la renovación, y si preguntamos por las personas que nos eran familiares y queridas, se nos contesta muy naturalmente: «murió… han muerto… murió hace cinco años»; de donde salimos una madrugada a peregrinar y a buscarnos la vida por el mundo, unos para no volver jamás… y los otros para regresar al cabo de los años ya envejecidos, con los cabellos blancos, sin fuerzas para proseguir la lucha y trayendo como recompensa de las fatigas y el destierro un  puñado de decepciones en el alma, a sentir el último beso del rincón del amado, y a hacer compañía con nuestros huesos, en la tranquila soledad del cementerio de El Espejo, a los que vivieron con nosotros y en nosotros sobre la tierra, a los que fueron amor de nuestros amores, y que, según San Juan, veremos y conoceremos en Palestina, el último día del Apocalipsis.
¡Qué triste es recordar los días de la infancia y de la juventud! Ante la meditación de ese poema, las lagrimas acuden a los ojos y los nublan de tétricos pesares… Cuando lejos, muy lejos de mis montañas nativas, he añorado el tiempo que se fue para siempre, el que viví en ellas sin cuidado y con el alma llena d entusiasmo, al amparo del techo bajo el cual discurrió la honradez de mis antepasados, he experimentado dolorosa y honda nostalgia y en un torvo gesto de pesimismo he sentido contraérseme el rostro…
Después de un rato de reposo, impulsados una ambición que bien merecía el epíteto de loca, resolvimos apurar el último jalón. Nos faltarían unos quince metros para cabalgar, como bien pudiera decirse, sobre la cresta cortante, sobre la cúspide agresiva, porque allí no puede permanecerse  de pie, sino como a horcajadas. Asiéndonos fuertemente de las piedras, que algunas veces producían arañazos en nuestras manos curtidas, con un gran trabajo, escalamos el límite hechicero.
Desde allí gozamos un espectáculo mudo, dantesco, grandioso. Estábamos rodeados por precipicios  de nieve, de granito, de inmensidad pasmosa, de belleza rutilante, que mirábamos absortos abultarse, a medida que nuestros ojos se familiarizaban con las cosas hurañas de la Sierra.