lunes, 20 de agosto de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MERIDA


CAPITULO TERCERO

La montaña. Apreciaciones. La laguna de la Mistela. Noción de las distancias entre la gente serrana y la de las Pampas venezolanas. La lengua llanera. El páramo. Plantas parameñas. El almuerzo. El frailejón. Elogio. Las tierras frías. Agricultura. La trila de trigo. Las Quebraditas. Nuestro campamento. Recursos naturales. El espanto de la Sierra Nevada. Fenómeno de óptica. La cena. Noche de vigilia. Funciona el equipo de medicinas. Hueles y no s ámbar. El mal de páramo. La mañana. Camino de las cumbres. La cruz del Alto del Páramo de Los Nevados. Digresiones. Andar penoso. El llano de la Sierra. Un muerto que está vivo. Dificultades y trampa de cabestros. El portal inexpugnable. Ligera conclusión que trata del agua.
Cuando llegamos a la entrada de la montaña, encontramos a nuestros compañeros de a pie sentados sobre unas vigas, descansando, y nuestro fue motivo propicio para gritos, demostraciones cariñosas, palabras de alborozo y la mar de comentarios, todos ellos de un sabor agradable y juvenil. Las bestias de carga, como las de silla, marchaban un tanto despeadas, y un borrico la flaqueaban las piernas y se resistía caminar. La infantería sentía ya hambre, por el ejercicio asaz rudo y continuado que había realizado; pero como no era aún hora del almuerzo, y erigir campamento en aquel sitio nos habría ocasionado demora,  estando todavía tan lejos del páramo, convinimos de  común acuerdo en ponerle preparo a los reclamos del estómago  con un buen tónico espirituoso, y continuar la marcha.
La montaña es bellísima: tupida, complicada, obscura, y el prestigio de su virginidad la presenta de una manera problemática. Contemplamos  con placer los primeros árboles de saisai, mapora, tampaco grande, pino aparrado, laurel baboso, cedro, manteco, y dos o tres jardines de azucenas que en una falda muy fértil crecían. Además, las matas de curaba aparecían en todo su esplendor. Los helechos se extendían lozanos a la vera del sendero,  que exhibía en sus recodos húmedos diversas clases de musgos que imitaban tapices y alfombras de seda. Algunos arbustos sin hojas aparecían cubiertas por completo de copito blanco, y otros sostenían con orgullo de esas parásitas cuyas flores son de color violeta, de tanta estima y valor, o de esas otras que llaman torito y lluvia de oro. Parecíamos que un arco interminable de flores, bejucos, helechos, festones de musgo, palmas, encaje de gusanillo, ramas extrañas y otras cosas selváticas, sombreaba y hacía festejos a nuestro paso, pues los árboles y sus derivaciones, apretándose unos contra otros y entrelazando sus ramas, formaban una así como una avenida obscura, cerrada por encima a los rayos solares, que allí penetran apenas por los claros que dejan las hojas y aquella trama de salvaje laberinto. Muy a menudo percibíamos  olores a plantas medicinales y a resinas delicadas, y de trecho en trecho veíamos correr un hilo de agua purísima, o saltar una ardilla, o el vuelo precintado de un diostedé. Las pavas y los ariones volaban asustados al sentir nuestra algarabía revolucionaria, y pudimos sentir a plenitud, de tal manera que nos causo mareo, el almizcle tremendo con que nos regaló un pequeño y precioso mapurito. Algunos troncos, acaso seculares, nos infundían respeto, ya que cubiertos de barba de palo y llenos de agujeros y concavidades, donde tienen las hormigas su vivienda, semejaban esqueletos desnudos de alguna vieja raza de hércules en fuga. En  fin, estábamos en pleno bosque tropical, donde «torrentes caprichosos como mujeres que van y vienen, forman cascadas, se dividen, se juntan otra vez a través de rocas y guijarros de manera devertidísima  y sirven de pretexto a una porción de puentes en extremo pintorescos, » como dijo Teófilo Gautier de los Pirineos.
De sorpresa en sorpresa, colmados nuestros ojos y nuestros espíritus de las más vivas emociones, apareció el plena floresta la laguna de la Mistela, rodeada de árboles muy atacado por las parásitas, juncos esbeltos y pintadas flores, y en su espejo casi negro y misterioso se veían flotar algunos nenúfares raquíticos. Los cabellitos del diablo volaban a su alrededor y podría decirse que aquel paraje extraviado y medroso ha sido favorable por las noches, más de una vez, a los conciliábulos de las brujas, en las que todavía creen los tímidos y cándidos pobladores de aquel vecindario. El origen del nombre no necesita casi de explicaciones, pues como sus aguas de un color obscuro, que tira a negro, y hay una clase de bebida alcohólica de ese tinte, que han dado a llamar Místela, los indios, muy aficionados a este licor, encontraron las aguas brillantes y extrañas de la laguna semejantes en color a su aguardiente preferido, y así, se quedó bautizada Místela. Y no está demás consignar aquí, que los indígenas primitivos de los Andes tenían un respeto especial por las lagunas, tánto de las existentes en la comarca señalaban ritos fundamentales es su religión, derrotada después por los brazos potentes de la Cruz. Sobre las lagunas se han escrito leyendas preciosas, que impregnadas de un criollismo llano e intenso, han dado idea aproximada de una mitología por demás interesante y rara,
Hay un detalle muy curioso y común que se nota inmediatamente entre los campesinos, tanto de las Pampas venezolanas de los páramos, y es que para ellos está, tratándose de caminos y distancias, muy cerca. Poco después de haber dejado atrás la laguna de la Mistela, nos encontramos con unos nevadenses que bajaban al mercado de Mérida a vender dos marranos y dos sacos de arvejas, que conducía un manso buey. A estos sujetos preguntamos: «Amigos, ¿está muy lejos todavía el páramo?» Y nos contestaron respetuosamente: «No, señores blancos, allí mismito. Cogiendo esta travesía arriba y saliendo allá al filo, topan el páramo. Cuestión de un momento.» Atenidos a estas razones apresuramos la marcha, con objeto de abreviar tiempo, almorzar y descansar un poco. Culminamos… caminamos… Montaña y más montaña… Pasó media hora, pasó una hora, y el encantado páramo no aparecía. Y es que estos caminantes serranos no tienen noción precisa de las distancias, acaso por su costumbre de andar mucho y sin reposar. Cuando dicen a úno que para llegar a cualquier sitio le falta una legua de andadura, bien puede asegurarse que le faltan cuatro o cinco; y hay que ver las rabias que se pasan por tan sinceras, pero desacertadas declaraciones. Por eso, los viajeros novicios se han acostumbrado a preguntar a estas gentes, que todo lo encuentran cerca, si la lenguas de que hablan son llaneras, como que es sabido que las distancias en los Llanos, son medidas y apreciadas por los naturales con exceso, como quien mide una pieza de tela, dando a cada cuatro o cinco leguas, sólo el valor positivo de uno.
Como si se tratara de un descubrimiento maravilloso, después de atravesar la última ceja del monte y salvar unas irregularidades bastantes pronunciadas del terreno, casi simultáneamente y al unísono, nuestro labios articularon: ¡el Páramo! Había aparecido como una ensoñación florida, el breviario sublime en cuyas atrayentes y sugestivas páginas íbamos a descifrar los más dulces y armoniosos salmos. En cantados… No parecía sino que hubiésemos entrado en un extenso parque rusticano. Las matas de frailejón semejaban blancos vellones de finísima lana, y sostenían en su centro la graciosa vara que revienta a las caricias del sol, la niebla y el frío, en áureas estrellas taciturnas; los arbustos de romero enseñaban a la luz del mediodía alegre sus ramos de flores amarillas y rosadas, las albricias, con ese suave perfume indiano, impregnaban de olores el ambiente; las estrañas, con su vivo color de mantón andaluz, ponían sonrisa de feria en el sendero y en nuestras almas; los chivacúes, agobiados de maduros racimos de frutas casi negras, acogían con maternal cariño las bandadas de torcaces y de cíotes: el sinigüis, con sus manzanas diminutas y su madera dura como el acero, nos hizo recordar los días lejanos de la infancia, cuando veíamos llegar al buen viejo Genaro, a pregonar los lunes en el mercado, bastones tremendos y burdamente retorcidos del árbol famoso; la chilca, con esa propiedad milagrosa para aliviar los dolores de cabeza, se balanceaba donairosa por dondequiera; la  hierba de oso, cuyas raíces tomadas en infusión producen copiosísimos sudores, a ras de tierra, tenía fulguraciones de plata; la espaldilla, con su poder antibilioso, se destacaba de trecho en trecho como  agrupaciones de filetes de bronce; el jarillo, de cuya madera podrían crear os artistas perfectas  esculturas, lucía  su esbeltez aristocrática, el colorado, el huesito, toda aquella exposición acabada de cosas vegetales nos hacía sentir íntimos regocijos y la más fervorosa admiración.
Pisábamos sobre un terreno de color negro y un  tanto pedregoso, y en donde la vegetación en su mayor parte está formada por arbolitos que denuncian los efectos de la altura,  arbustos de hojas menuditas, brillantes y de consistencia de pergamino, plantas herbáceas, de entre las cuales el díctamo,  fragante y huraño, es el príncipe fastuoso, y de cuyas hojas pastan los venados al rayar el sol, según vieja leyenda, y se hace un aguardiente de ramas de exquisito gusto. En las dehesas, el ganado, muy peludo y arisco, pacía de una hierba enana y dura,  que es la única que por allí crece. No se veían casas, ni bohíos, ni alma viviente; ni se oía cantar pájaro alguno, sino zumbar pausado y monótono de uno que otro abejón de los que suelen cruzar por el espacio, muy de tarde en tarde, y que se refugian por las noches en los huecos de los árboles cuyos troncos comienza a pudrirse.
Nos sentamos a almorzar en una explanada preciosa. Serían las dos de la tarde. El cansancio nos agobiaba y sentíamos alguna dificultad para respirar, el viento silbaba impetuosamente en las cañadas y removía el polvo de los atajos, que en columnas densas, caía luego como una clámide gris sobre los riscos, sobre los prados, sobre la propia estepa berroqueña. La comida campestre se sirvió sobre blancas hojas de frailejón. Los peones nos trajeron una fiambrera, de allí tomamos lo que mejor nos convino y apeteció, alternando con un buen moscatel de la festiva tierra malagueña. Las hojas de frailejón nos sirvieron también de servilletas. Y, ¿qué es el Frailejón? En ciencia, el nombre de esta planta es Espeletía, cuya utilidad y belleza, sólo los ingenios como el de Cervantes podrían condensar. La Providencia, sabia y portentosa en sus obras, colocó la fecunda y noble mata en los climas fríos, para abrigo del caminante y orgullo de la naturaleza.
Hay tres clases de frailejón: el ordinario  y el común, que vegeta hasta el comienzo de los páramos; y el plateado, que se nutre casi de guijarros, y el dorado, que crece a alturas de más de cuatro mil metros. Y cada uno de ellos tiene sus usos y aplicaciones prácticas. El ordinario produce una resina de olor intenso, que al quemarse, tiene el mismo aroma de incienso. Yo he visto, en las fiestas populares de pascua, quemar resina de frailejón delante de los pesebres como un homenaje de sinceridad campesina al divino profeta de Nazaret. Esta misma resina se usa además  en emplastos, en pegados en las plantas de los pies, curan los resfriados y preservan al organismo de ellos; para alimentar candiles y prender el hogar en los ranchos de la gente pobre, y también en preparaciones farmacéuticas. Sus hojas, que son  como de lana o de seda, por la pelusa gruesa que las cubre, son empleadas por los lugareños para envolver la mantequilla, los huevos y el queso que traen de sus hatos para el consumo urbano. Pero donde la utilidad del frailejón levanta su bandera salvadora, es donde los rigores del frío azotan a los pobladores de la extensión yerma o a los que por allí con diligencia o necesidad transitan. Se emplea para almohadas y colchones que conservan el calor de una manera prodigiosa. Los troles en que duermen los indios parameños están cubiertas de estas hojas, y es increíble el bienestar que se  siente reposando sobre ellas, aun cuando haya una temperatura de cuatro a cinco grados bajo cero, es decir, no se siente el frío; más, cuando la planta está recién cortada, el olor de su resina mantiene el sentido del olfato en constante estado de irritación, que impide el dormir bien. El frailejón plateado y el dorado, por su delicadeza y selección, por las dificultades y trabajos que se pasan para encontrarle y el valor artístico que tiene, se usa para adornar los nacimientos por nochebuena, lo cual constituye una costumbre típica de nuestra región, y de él se hacen figuras preciosas que de admirarse tienen, para los alteres del Corpus y otras festividades tanto religiosas como profanas.
Hermanos de los peñascos, de la nieve, del díctamo, de los cóndores, de los venados, de los conejos, el frailejón resplandece en el misterio de os Andes como el símbolo más alto del silencio, de l a belleza, de la soledad y de la altura, porque no es él como la nieve, que a pesar de su recogimiento solo, se muestra a todo el mundo en su montura pulida de ateridas rocas; ni como el cóndor, que vemos volar pausadamente sobre el risco lejano; ni como el perfil intocado de la Cordillera, que vemos perderse como una línea lapislázuli en el azul precioso de los cielos; él no se exhibe, hay que buscarlo, y humilde y generoso en su mutismo, se esconde en las cañadas, en las grutas, en las grietas hondas donde la naturaleza oculta la verdad en un profundo abismo.
Muy en breve escuchábamos nuevamente las pisadas lentas de nuestras cansadas caballerías sobre los pedruscos de la interminable travesía, siempre en repecho. A medida que íbamos subiendo, más nos azotaba el viento, un viento glacial, de muerte, que se nos filtraba hasta los huesos, y sentíamos con más intensidad la presión atmosférica. Al salir a la  cima  de un peñasco, ya internados en el ramal de la Cordillera que hacia el Noreste presenta los páramos de El Loro, Escagüey, La Corcovada y El Caballo, pudimos contemplar con limpidez de cromo toda la extensión de las tierras frías. Como garzas extendidas sobre el verde esmeralda de la campiña, se destacaban los pueblos de Tabay, Mucurubá, Mucuchíes y el villorio de Cacote, en una abra inmensa, que tiene por valladares de defensa, por un lado, la crestería gallarda de la Sierra, y por el otro, la cadena de montañas que empieza más allá del Pan de Azúcar y muere a las puertas de Mérida, en el cerro de La Cruz. Toda la agricultura de este terreno es la que corresponde  los climas fríos: trigo, papas, maíz enano, cebollas y cebollinas, manzanilla, malvavisco, cebada, centeno, mostaza y nabo; y parece que la finca rural denominada San Jerónimo, es el punto donde queda definida la desigualdad del clima, pues allí todavía crecen el café, el plátano y la caña dulce, pero de una manera lenta, perezosa y raquítica. Las hojas del café son menudas y un tanto amarillas, y las cosechas tardías y escasas; al plátano no le «sucede fecunda prole,» sino a muchos esfuerzos de los labriegos, y la caña apenas se emplea para pasto de las bestias, porque no crece, y la esperanza e su miel aborta en la propia maraña endeble de sus raíces.
Distraídos permanecimos largo rato atisbando la  faena de la trilla del trigo, que aunque lejos de nosotros, podíamos distinguir claramente. Dentro del corral de una heredad limitada, se realizaba la agreste jornada. Sabido es que nuestros procedimientos agrícolas de hoy, y principalmente en el interior de la República, son los mismos que emplearon los antiguos griegos y romanos, y que por cierto son muy divertidos y extraños para el espectados nuevo. Pues bien, veíamos un círculo formado con piedras mal acomodadas, o sea lo que se llama la éra. Dentro del círculo, que era de tierra bien pisada y limpia, estaban regados los haces de trigo y parados en actitud resignada unos cinco caballos o yeguas flacas, que evocaban el sueño faraónico; y gritaba un muchacho, con un largo mandador en la diestra mano, y corrían las bestias, y sucedía mucha veces que el viento que Dios llegaba tarde a contemplar la labor de la trilla. Entonces un hombre, que esperaba con su pala al hombro de veleidades de la naturaleza, para hacer su oficio de separar el trigo de las granzas, se cruzaba de brazos, y descansaban los pobres animalitos, y callaba el muchacho arriero… Y así les dejamos nosotros, que perdimos de vista la labranza al internarnos en un recodo del sendero.
Ya al caer de la tarde arribamos a Las Quebraditas, y resolvimos hacer allí noche, no obstante querer algunos de nuestros camaradas seguir la marcha y acampar en un llano que se encuentra más arriba y que está al abrigo de los vientos. El hombre que nos servía de baquiano objetó, muy discretamente, que en el llano no había agua, y fue lo bastante para que desistiéramos de toda tentativa de avance.
Las Quebraditas están en un lugar recóndito de la Sierra. Son dos fuentecillas heladas que bajan de las entrañas mismas de las rocas y se reunen humildemente en una meseta que se deriva de una falda y que limita el camino. Estábamos pisando a muchos más de cuatro mil metros de altura, rodeados de asperezas por todas partes y ateridos de frío, alguien sacó un espejo de bolsillo por satisfacer la curiosidad de ver como andaban sus facciones, y contagiando el grupo expedicionario de la misma curiosidad, fueron desfilando todas nuestras fisionomías por el cristal gentil; y cuál no sería nuestra sorpresa al encontrarnos con nuestros rostros rubicundos, resecos, tostados y maltratados horriblemente por el sol y la potencia cortante y salvaje del viento silbador.

    
 Con el objeto de que no nos sorprendiera la obscuridad del crepúsculo, desensillamos nuestras pobres cabalgaduras, se apearon a cargas, instalamos las tiendas de campaña, cubrimos el suelo de hojas de frailejón y sobre ellas tendimos unas mantas, abrigos y almohadas de lana. En fin, todo estaba listo para descansar. Después sacamos los comestibles, entre los que descollaba un maldito paté fole gras, que saboreamos deleitosamente y que a  altas horas de la noche nos tenía a todos con retortijones de estómago y dolor de cabeza. Habíamos llevado también una lámpara o reverbero Primus, pero llegado el momento de utilizarle, no funcionó; y como apretaba más y más el frío, hasta ponernos a temblar las quijadas, y necesitábamos tomar algo caliente como café, y no veíamos en aquel yermo leña alguna, preguntamos a los peones qué podríamos hacer en semejante trance, y adelantándose uno de ellos, dijo que en un zanjón que por allí cerca estaba, había de unos arbustos que ardían recién cortados y daban muy buena y confortable lumbre. Inmediatamente salió un piquete de valientes a buscar el arbolito salvador, y en verdad que la madera, colmada de resina, ardía en seguida, pudiendo nosotros preparar una hoguera, calentarnos, hacer café y sentarnos alrededor de ella a charlar fraternalmente y a contar historias robinsonescas.
Estando en esto, y un tanto cubiertos por la neblina, que en aquel se pasea como tratando de ocultar con su manto de tristeza el enigma impenetrable del silencio, nos llamó la tención Carbonell. Acudimos solícitos a su llamamiento, y pudimos observar lo que él había descubierto y que nos cuenta así: «Como uno de nosotros ganase el vértice de una colina cercana, en tanto me daba desde el campamento a observar detalles del paraje helado, en mirando hacia el punto en donde el alpinista dejara su bestia, ví a ésta y al caballero revestido de proporciones desmesuradas: se habían estirado exageradamente; esan enormes en la neblina y contra los reflejos del sol..» Y es este el tan temido y nunca bien ponderado Espanto de la Sierra Nevada que nos refiere el señor Goering en el estudio descriptivo de su ascensión a la Cordillera Andina; espanto que ha servido de pretexto para urdir leyendas espeluznantes y que es tradicional entre los pobladores y supersticiosos de aquellos lugares, quienes le cuentan y oyen contar como si se tratara de algo sobrenatural, cuando en realidad no es otra cosa que tan lindo fenómeno de óptica, producido por la descomposición de la luz.
Ya era de noche… Mientras  comíamos, un hombre iba y venía trayendo leña para alimentar la hoguera, por lo verde de la madera, chirriaba desapaciblemente, produciéndonos una impresión como esa que se experimenta al presenciar la cremación de cadáveres. Terminada la cena, que se redujo a fiambres, y que masticábamos y nos hacían en la boca el efecto de pedazos de hielo, por lo frío que estaban, tomamos un poco de café asentado, y nos dimos a la tarea de saltar por encima de la hoguera y de correr a su alrededor para calentarnos el cuerpo. No parecía sino que habíamos vuelto locos, o que interpretando fielmente las costumbres de los indios prehistóricos, celebrábamos con nuestra danza espectral la bajada del Ches. En la obscuridad de la noche, las llamaradas de fuego y nuestras humanidades casi dentro de ellas e iluminadas por su resplandores, cuyo color avieso no puede precisarse, daban, aunque de un modo pálido, una noción aproximada del infierno.
A las ocho nos dirigimos a las tiendas de campaña para descansar y dormir. La noche que pasamos no podría nunca describirse con exactitud. ¡Un  horror! En el patio del centro que sostenía loa tienda, colgamos un farolillo de luz muy mortecina, y nos tendimod en luengo sobre el suelo, caso pegados unos a oreos, como sardinas humanas; nos envolvimos la cabeza con grandes pañuelos y nos arropamos con exceso de mantas y abrigos, que siendo de lana, no nos conservaban el calor. Parecía que el frío circulaba por debajo de la tierra como una corriente mortal. Sumidos en una especie de letargo, con los ojos cerrados y estornudando, por la irritación que nos producía la resina del frailejón en las fosas nasales, guardamos silencio, que vino a interrumpir el rodar estrepitoso y pesado de una piedra, que  pasó rozando los cordeles que sostenían en estacas los pliegues de la tienda. Un borrico fue el autor de lo que pudo haber tenido un desenlace fatal. Amarrado a una piedra, tiraba del cabestro y volvía a tirar el pobre filósofo, para ir a guarnecerse en otro sitio de los dientes felinos del frío, hasta que su labor falseó el peñasco y lo echó cuesta abajo…
De allí en adelante no tuvimos tranquilidad. No podíamos conciliar el sueño, ni permanecer por más tiempo inactivos soportando una temperatura de menos de cero grados. Los alimentos  nos habían caído al estómago como un plomo, y algunos se quejaban de dolor de cabeza. Como movidos por un resorte nos levantamos todos, menos el baquiano, que acostumbrado a esta vida, dormía y roncaba a pierna suelta como un león. Encendimos la hoguera otra vez. Funcionó el pequeño equipo de medicinas, y los indigestos tomaron Bicarbonato de Soda con Elixir Paregórico. Eran solamente las diez y media de aquella noche de vigilia, interminable, cuyo recuerdo vivirá eternamente en nuestras conciencias. El Pico de La Columna, allí cerca, a nuestra derecha, con su blanca corona de inmaculadas nieves, nos vigilaba, como ofendido en su honor, en su imperio, en su belleza; en el cielo aparecía salpicado de refulgentes luceros y los aerolitos surcaban por el espacio de cuando en cuando, completando con su reguero de luz de opulencia de aquella decoración universal; de abajo, de las cañadas hondas, subía hasta nosotros el aroma de las plantas silvestres; el rumor de Las Quebraditas, apenas perceptible, se nos antojaba el diálogo secreto de invisibles nigromantes, y nuestras bestias entumecidas y sin comer, semejaban mitológicos hipogrifos…
«¡A calentarse, mis amigos!» Articuló una voz trémula, y fuimos todos a sentarnos cerca de la hoguera. Hicimos tres o cuatro veces café, nos fumamos yo no sé cuántos cigarrillos, disparamos nuestras armas, cuya denotaciones produjeron espantoso ruido de cataclismo, y narrando especies con muy buena sombra, esperamos el día… Las constelaciones de Orión y El Toro y el centelleo de las Prévades, eran nuestra brújula y reloj.
La falta de sueño, el cansancio que nos agobiaba, la comida ingesta, los efectos del frío y de la altitud, produjeron en algunos de nosotros desórdenes marcados en la normalidad fisiológica. Recuerdo ahora, que ya a las tres de la madrugada empezaron a sentir los explotadores los primeros síntomas del mal de páramo o mal de montaña, es decir, palidez profunda acompañado de sudores,  dolores fuertes de cabeza, náuseas, mareos, vómitos… y algo más. Nos faltaba oxígeno… La intervención médica se impuso, y funcionó por segunda vez el pequeño equipo de medicinas. Los enfermos tomaron Agua del Carmen, Bicarbonato de Soda, Elixir Paregórico, fricciones de Agua de Colonia e inhalaciones de Amoniaco, y muchos se decidieron por llevar en la boca una buena comida de Chimó, que es remedio eficaz para combatir el mal de páramo, usándose en emplastos y parches que se aplican en las plantas de los pies y deytás de las orejas. A propósito de este menjurje indiano, dice Tulio Febres Cordero: «Una de las cosas que ha singularizado a la comarca merideña desde tiempos muy remotos, es el uso del tabaco en forma de jalea, extracto conocido con los nombres indígenas de mo y chimó. Se le da este último nombre cuando dicho extracto, ya aliñado y preparado, está en condiciones de usarlo, lo que se hace poniendo en la boca una pequeña cantidad de él hasta que se deslíe, provocando la salivación. De suerte que a los modos universales de hacer el uso del tabaco, en rollos o tabacos propiamente dichos, en picadura y cigarrillos para fumar, en pasta para mascar y en polvo para sorber, debe agregarse el chimó o tabaco líquido de los aborígenes de las Sierras Nevadas, que aun tiene muchos adoradores, y constituye una de nuestras industrias más antiguas.»Uno de los atacados por el mal, que regresaba del lado de Las Quebraditas, pasó cerca de mí, y aguantando la respiración, tuve que decirle con las clásicas palabras: «hueles, y no a ámbar.» Sabido es que el «frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado cosas lenitivas, o que fuese cosa natural (que es lo que más se debe creer),» lo que dio motivo al célebre escudero para agregar a la aventura de los mazos de batán, uno de los detalles que la hacen más interesante.
Al romper el día, el mal de páramo, que otros llaman soroche, se había generalizado. Pedro José Troconis y yo, que no sufrimos el acccidente, junto a dos peones, nos constituímos enfermeros y dispusimos las cosas de modo de que pudiésemos marchar cuanto antes. El desayuno mejoró mucho el estado de nuestros compañeros, y a las seis de la mañana, bajo el cielo pintado de arreboles y el trasnocho en nuestros rostros, subíamos lentamente, espoleando a nuestras jacas, que por lo muertas de hambre que estaban, no querían ganar la última y decisiva cuesta. El mismo cuyas piernas flaqueaban a la subida de la montaña, se puso levantisco, y tirando unas coces, y dando unos corcovos, y acompañándose con zambomba, echó la carga al suelo. Apoteosis. A pesar del mal de páramo, todos los allí presentes rompimos a reir, al contemplar los brincos y la bravata superflua del infeliz jumento.
Coronar la pendiente que está frente al Pico de La Columna, para caer luego sobre las rocas vivas que sirven de pedestal a las nieves del Toro, fue obra de una media hora de lentísima andadura. En este  sitio pudimos ver en el fondo del barranco una laguna, helada en sus orillas, y cuyas aguas parecían embrujadas. El baquiano nos contó leyendas inverosímiles y temibles de esta laguna, nos encareció que no le tirásemos piedras ni la molestáramos, porque se pondría brava y llovería, nevaría y nos quedaríamos todos petrificados y emparamados. Una sonrisa de piedad para el cándido creyente se dibujó en nuestros semblantes, y seguimos la marcha. La vegetación escaseaba. Sólo una que otra mata de colorado, adhiriéndose fuertemente a los peñascos, alzaba por allí su orgulloso heroísmo, y las cepas del frailejón plateado y dorado, que  medida que se asciende se notan revestidas de mayores proporciones. Allá en el fondo, columbramos el portachuelo del alto del Páramo de Los Nevados, señalado con una burda cruz de madera enclavada en una peaña de piedras colocadas de cualquier manera, que más bien parecía un cipo de lindero que otra cosa; pero de todos modos, la tal peaña tenía su arte echadizo. Y es que en los Andes es costumbre de los naturales colocar cruces en as cumbres de los páramos más transitados, como para indicar al viajero el término de una fatiga y el principio de otra, ya que en esas cruces mueren las pendientes o nacen las bajadas, según que vaya o venga el caminante de cualquier población, aldea o campo. También pueden verse de ellas, aunque más chicas, en aquellos lugares de los caminos donde han muerto o le han dado muerte a  algún cristiano, y que con el tiempo queda sepultadas entre los guijarros que todos y cada uno de los transeúntes es arrojan al pasar, como que por cada guijarro que caiga sobre la cruz, descansa el alma del muerto, si es que está penando, según dicen aquellos buenos carboneros de la fe. Cruces hay en la entradas de los pueblos, y sobre el monte más alto que se divisa desde sus plazas principales, y en casi todos los portales y patios de las casas del mismo rebaño que exalta su triunfo y le adora t llora ante ella de rodillas. Es curioso ver cómo algunas de estas cruces llevan escritas en latín aquellas trascedentales palabras de Memento, homo o Cristus regnat.
El Alto del Páramo de Los Nevados está situado entre el Pico de La Columna, que es el más elevado de la Sierra, y el del Toro. Allí tuvimos que dejas las bestias, amarradas a unas estacas y a dos viguetas qie sobre el suelo estaban, porque es imposible avanzar hacia las nieves a caballo. El paisaje que desde este sitio se contempla es hermosísimo. Un extenso territorio se abre a los ojos del espectador, es decir, el que comienza en las faldas de la Sierra y va  a morir en las lejanías abrasadas de las Pampas. Casi al pie de La Columna, pudimos distinguir la célebre laguna del Gallo, cuya abrigada posición y unas cavernas que adornan sus alrededores, han servido de campamento a los excursionistas que han llegado hasta la altura máxima de Venezuela: los 5.005 metros a que está La Columna sobre el nivel del mar.
Tomamos el derrotero de la derecha: una vereda para cabras, con el propósito de escalar el Picacho del  Toro, por detrás, que es la única manera que allí puede llegarse. Marchábamos todos a pie lentamente, respirando con mucha dificultad, descansando cada tres pasos y sintiendo las palpitaciones del corazón muy seguidas y fuertes; y tropezando aquí, cayendo allí, levantándonos más allá y tornando a caer, llegamos a un pequeño llano que se encuentra donde el peñón elegante, como cortado a pico, tiene su apoyo. Cuando vimos la mole de rocas casi inaccesibles, nos espantamos, pero alentados valientemente por los destellos del triunfo, ya próximo, vencimos nuestro desconcierto y la timidez y el estupor tornándose en tenaz resistencia y en decidido  empuje. En el llano, tendido en el suelo, sobre los rastros que habían dejado unos conejos y arropado con una manta, se quedó José Domingo Heder, vencido por el mal de páramo; y al empezar nuestros saltos peligrosos hacia arriba, el mismo mal acometió tan fuertemente a Carbonell, que hubo un momento en que creímos que no podría continuar la jornada. Sin embargo, el autor de Torreón de Ilusiones aportó una gran cantidad de energías, y pálido, con vómitos, tambaleando y sosteniéndose en un cayado de sinigüis, prosiguió imperturbable la marcha, con la estoicidad de los gladiadores romanos que iban a morir en e circo, con la confianza y rectitud de una espada de acero puro de Toledo. Los peligros se erguían y nos amenazaban por dondequiera con las fauces del abismo. Muchas veces, cuando pisábamos sobre una piedra, ésta se desprendí y rodaba abajo, produciendo estruendos de catástrofe. Al llegar a cierto punto, las rocas se presentaron infranqueables. No podíamos ascender. El baquiano, que conocía el paso, nos dijo que tendríamos que subir uno por uno y amarrados por la cintura. Hicimos una verdadera trampa de cabestros, que de haberse reventado, nuestro cerebros se habrían quedado pegados en el imperio de las piedras. Subió el baquiano, y con su ayuda, que fue la de tirar las cuerdas, pasó el primero de nosotros. Luego, la operación se practicó más fácilmente, pues con ellos dos a salvo, los demás circulamos rápidamente. Nos subían como si fuésemos maletas o equipajes de poco valor, hasta que le tocó su turno al último, que como no tenía quién le empujase de abajo para arriba, le sucedió lo que al mono de la banda. Nuestro pobre compañero arribó al desfiladero en que le estábamos esperando todo maltrecho, lleno de cardenales, injuriándonos y diciendo que a la bajada él sería de los primeros. Ni un arbolito, ni una mata de frailejón veíamos a nuestro paso, o mejor dicho, a nuestro calvario de saltos y tropiezos.  Había desaparecido toda vegetación. Parecía que las arterias iban a reventársenos y nuestras fuerzas flaqueaban, cuando Luis Alberto Ramírez exclamó: «¡Llegamos!» Ciertamente, habíamos llegado. Eran las ocho de la mañana Y todos fuimos pasando al pan nevado por entre unas grietas obscuras y profundas que sirven de portal inexpugnable al sagrario augusto donde reposa y ha de reposar, por los siglos de los siglos, la cristalización eucarística del agua, la buena hermana cuyo poema es el eje de equilibrio del mundo y el misterio siempre hermético de toda filosofía, pues el agua de los mares, de los ríos, de los torrentes y de la lluvia, es uno de los fundamentos sobre que descansan y se desarrollan los ideales de la  humanidad; ideales que vacilan, y dudan, y triunfan en el pensamiento y la observación de Fulton, en los experimentos de Platón, en la ciencia contemporánea de los sabios franceses y españoles como Pasteur y Ramón y Cajal, en la epopeya de los campos, en la poesía de Nervo, en la boca bermeja de fervor de Francisco de Asís, en los labios de Jesucristo enclavado en la cruz, porque de su deseo por el agua, que pidiera la fiebre ocasionada por las heridas, o la de místico sembrador de parábolas de vida y redención, fue que nacieron aquellas dulces, moribundas y angustiosas palabras que todavía nos lastiman el corazón.


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