miércoles, 3 de octubre de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MERIDA

CAPITULO CUARTO
PARTE UNO

La Sierra. El Picacho del Toro. Panoramas. Consideraciones retrospectivas. La Patria Chica. Digresiones sentimentales. El buitre hambriento. La cuenca merideña y la abra de las Pampas. Perfil lejano del Lago de Maracaibo. Influencia de lo grande en las ideas. Comparaciones. Apostillas lacónicas. Banquete de nieve. El descenso. Otra vez en nuestra ciudad triste. Conclusión.

Enmudecimos de admiración. Aquello era algo fantástico ¡Y qué silencio! ¡Y qué paz! ¡Y qué quietud más abrumadora! Las nieves del Toro incrustadas en abismos insondables, en cavernas profundas, en despeñaderos abruptos, en los millares de grutas que esbozan desde lejos el perfil de la Cordillera, y la masa mayor de ellas en una concavidad gigantesca, donde bien pudieron haber tenido su campamento los centauros, nos hicieron sentir casi un vértigo de sorpresa, de asombro, del que volvimos cuando ya sentados sobre su altura incomparable, empezamos a charlar, a descansar de la fatigosa subida, a medir la campaña que habíamos realizado y a darle rienda suelta a nuestra exultación, rayana en el delirio. Los aparatos fotográficos funcionaron de seguida, y nos entregamos a la contemplación del panorama más soberbio que imaginarse puede y que se mira desde allí como animado por un temblor de fulgores.
Allá, entre la bruma, como un jardín diminuto y hábilmente demarcado, veíamos a Mérida, con sus torres viejas, sus plazas umbrías, sus calles derechas y sin gente, sus tejados llenos de musgo y de olvido, su Llano Grande, que es como un caprichoso y extenso tapiz de esmeraldas, sus haciendas teñidas de verde oscuro y arrullada por el himno constante de sus ríos. Allá estaba la ciudad de nuestros más caros recuerdos, la Patria Chica, rodeada de su fértil país encantador. Y es que Mérida representa nuestro pasado y nuestro presente: Lo que se llevan las horas, como bien puntualiza en su comedia Felipe Sassone. Ella es nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos, nuestra propia vida, que apegada al medio ambiente de la tierruca y atada a todos sus detalles y a todas sus cosas con fuerte cadena de sensibles eslabones espirituales, se funde y resplandece en el concepto armónico de la Patrias Grande.


 Ante la vista del solariego nido que incubó los ensueños que nutrieron con su savia idealista nuestros cerebros, sentimos agolpase en la memoria diversas consideraciones retrospectivas, y ese sentimiento que es en lo más  recóndito de nuestro ser dulzura y amor inmensos, y que nos lleva con su ardor tanto al romanticismo decantado como el más valiente y sereno heroísmo, tuvo vibraciones elocuentes. ¡Que de recuerdos! Recuerdos que son nuestra vida pretérita, nuestra vida de terruño querido, del lugar donde se nos formó el corazón, donde nacieron y evolucionaron con vigor nuestros afectos y florecieron nuestras blancas ilusiones en sonrisas de felicidad, para cambiarse luego en crespones de luto, en sollozante congoja; donde en cada piedra, en cada árbol, en cada recodo de los caminos, están sepultadas las ingenuas fulguraciones de nuestra fantasía juvenil; donde vivimos por primera vez ondear el viento, como una lumbrarada de colores, la bandera de la Patria, al compás del redoble marcial de los tambores, del grito quejumbroso de las cornetas y de las notas sentidas y heroicas de Gloria al bravo pueblo, donde corríamos detrás de las pintadas mariposas, y era nuestro compañero leal y cariñoso el perro amado, y un martirio el aprender las lecciones de la escuela; donde jugábamos a la guerra en los prados bellísimos de La Isla y hacíamos fiesta de verano en los pozos de Albarregas, y nos encaminábamos plenos de júbilo a desenterrar ídolos de los indios en el lejano peñasco de El Campanario; donde revestidos de monaguillos atormentábamos a las monjas de San Francisco, nos burlábamos del sacristán y poníamos en tela de juicio la honorabilidad intachable de capellán; donde las fiestas pascuales encendían en nuestro pecho estrellas de satisfacción y de ansiedad, y presenciábamos al són del cuatro alegre, y entre estallidos de los cohetes, las paraduras del Niño Jesús en el vecindario pintoresco de Otrabanda, donde rompió el capullo de nuestros primeros amores, en la esquina o la plazuela cercanas al portón de nuestra casa, y dimos las primeras serenatas a la novia; donde conquistamos los primeros lauros académicos, y nos enseñó la abuela el decálogo de civismo refiriéndose episodios de olvidadas gestas próceras, donde lloramos de amargura y de dolor inmensos, en oyendo tocar a muerto por nuestros padres las mismas viejas campanas de la Catedral, que otras veces sonaran para nosotros repiques rebosantes de contento; donde la confraternidad lugareña, el calor de la familia, la vetusta casona con su patio florido de margaritas, rosas y claveles, la fuentecilla clara que pasa por debajo de los limoneros de la huerta, el humo del hogar que se disipa en el aire al despuntar la aurora y la vaca taciturna y mañanera que llega al potrero a bramar en la puerta del corral, formaron en nuestra conciencia ese relieve perdurable, que acaso ni la muerte logre borrar, donde en arribando de ausencias más o menos largas, nos encontramos con elementos nuevos, con la ley constante de la renovación, y si preguntamos por las personas que nos eran familiares y queridas, se nos contesta muy naturalmente: «murió… han muerto… murió hace cinco años»; de donde salimos una madrugada a peregrinar y a buscarnos la vida por el mundo, unos para no volver jamás… y los otros para regresar al cabo de los años ya envejecidos, con los cabellos blancos, sin fuerzas para proseguir la lucha y trayendo como recompensa de las fatigas y el destierro un  puñado de decepciones en el alma, a sentir el último beso del rincón del amado, y a hacer compañía con nuestros huesos, en la tranquila soledad del cementerio de El Espejo, a los que vivieron con nosotros y en nosotros sobre la tierra, a los que fueron amor de nuestros amores, y que, según San Juan, veremos y conoceremos en Palestina, el último día del Apocalipsis.
¡Qué triste es recordar los días de la infancia y de la juventud! Ante la meditación de ese poema, las lagrimas acuden a los ojos y los nublan de tétricos pesares… Cuando lejos, muy lejos de mis montañas nativas, he añorado el tiempo que se fue para siempre, el que viví en ellas sin cuidado y con el alma llena d entusiasmo, al amparo del techo bajo el cual discurrió la honradez de mis antepasados, he experimentado dolorosa y honda nostalgia y en un torvo gesto de pesimismo he sentido contraérseme el rostro…
Después de un rato de reposo, impulsados una ambición que bien merecía el epíteto de loca, resolvimos apurar el último jalón. Nos faltarían unos quince metros para cabalgar, como bien pudiera decirse, sobre la cresta cortante, sobre la cúspide agresiva, porque allí no puede permanecerse  de pie, sino como a horcajadas. Asiéndonos fuertemente de las piedras, que algunas veces producían arañazos en nuestras manos curtidas, con un gran trabajo, escalamos el límite hechicero.
Desde allí gozamos un espectáculo mudo, dantesco, grandioso. Estábamos rodeados por precipicios  de nieve, de granito, de inmensidad pasmosa, de belleza rutilante, que mirábamos absortos abultarse, a medida que nuestros ojos se familiarizaban con las cosas hurañas de la Sierra.


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