sábado, 26 de marzo de 2016

TRAVESURAS Y PICARDIAS DE NICHOLASON DE LAS SIERRAS NEVADAS



Tomás Francisco Carreño
Cronista oficioso de las Sierras Nevadas






TRAVESURAS

Y PICARDIAS

DE NICOLASON

DE LAS

SIERRAS NEVADAS

(Dedicado a las señoras que se fastidian en la casa)
II
DE CÓMO DON DARIO VENCETOSSIGO CONOCIA  LA HISTORIA  NO ORTODOXA DE LA CIUDAD
Don Darío Vencetósigo frisaba los cincuenta años y en verdad que el polvo de los libros viejos y pergaminos desvaídos lo constaban magníficamente, pues no representaba tal edad.
La dedicación a los estudios históricos, de preferencia los genealógicos, le habían causado una marcada miopía que le obligaban usar unas gafas, con vidrios de tan considerable grosor, que semejantes solamente los tenía iguales el telescopio del astrónomo de la universidad.
Vestido de oscuro, de hablar pausado, modales finos y cébile obstinado, don Darío era un libro abierto en asuntos históricos.
Su memoria era asombrosa y su erudición notable. Conocía la historia, la tradición y la leyenda.
Sabía de las gestas ciudadanas, los deslices familiares y los pecadillos parroquiales de la Villa,
Mencionarle a dos Darío Vencetósigo cualquier personaje de la historia serrana ara casi como darle cuerda.
-Don Darío, por qué no nos cuenta la historia verdadera de La Villa que n aparece en los libros?
Y, don Darío, acomodándose las antiparras comenzaba:
-Hay quienes dicen que la formación de esta meseta y la vida que en ella surgió, estuvieron íntimamente ligadas a un episodio divino que tuvo su origen  en los comienzos de la formación del mundo.
Cuentan que una vez hechos por Jehová el cielo y la tierra, con todo su cortejo de seres, incluyendo al hombre, el día séptimo descansó y declarólo santo.
Deseando el Eterno colocar a la máxima criatura que había formado en un vergel especial, llamó al arcángel Uriel para que recorriese el orbe y escogiese el lugar más apropiado que sirviera de morada al nuevo ser formado a su imagen y semejanza.
Extendió el mensajero sus alas majestuosas y en vuelo raudo recorrió todos los confines del plantea, hasta detenerse en esta bellísima pradera del mil tonos esmeraldinos que poderosamente le llamó la atención.
Allí brotaban del suelo toda suerte de árboles gratos a la vista y buenos para comer como la guanábana, el níspero, el caimito, la chirimoya, el aguacate y la lechoza.
Cuatro ríos circundaban aquel paraíso. Uno de ellos era denominado Pisón; al segundo le decían Guijón; otro más de denominaba Tigres y en verdad que era sobrecogedor el rugido de sus ondas en las piedras; el cuarto era llamado Padre Chama: bajaba desde las alturas proclamando a las montañas su grandeza y moría, mansamente, en un lago lejano.
Estos nombres de los r’ios resonaban, de cerro a cerro, musitando por los ventisqueros que los originaban, poco antes de la creación del hombre.
Imponentes murallas aislaban la meseta de los prados vecinos. Como si fuese una atalaya.
Hacia el Oriente distante, luego de revolotear sobre la cuenca del Padre Chama, Uriel contempló maravillado una altísima  montaña que casi llegaba al cielo y de donde aún sobresalían cinco hermosísimos picachos nevados.
De vuelta al trono de la Divina Majestad –prosiguió don Darío- el mensajero alado describió a Jehová, con lujo de detalles, aquel paraje primoroso y en tal lugar tuvo asiento el Paraíso Terrenal.
Olvidaos, pues, queridos amigos, de los cuentos de la Mesopotamia y de los decires a los aficionados a la bibliomancia.
Porque fue en este sitio donde vinieron a vivir los progenitores del humano género y aquí hubiesen continuado felices a no ser por la envidia de Satán.
Un moderno escritor nativo, explicaba don Darío, exclamo cierta vez “que si no fuera porque otra cosa nos dice el libro de Dios, podría asegurarse que en La Villa tuvo asiento el Paraíso”. Pero no hagáis caso a estas confesiones recatadas dichas para no chocar con los venerables canónigos de la Catedral; si nos atenemos a ka teoría poligenista, la cual yo defiendo entre mis íntimos, posiblemente hubo varios paraísos terrenales; pero declara esto actualmente es un asunto espinoso por los riesgos que conlleva, como era, hace un tiempecillo, insinuar a los reverendos dogmáticos nuesto probable parentesco con atropoídes, macacos, mnadriles y otros micos.
El ángel maldito que levantó sus armas contra el Altísimo, se quejó lastimeramente de que se concediesen a Uriel tan importantes distinciones y se propuso, en unión de Belial, Moloch y Belcebú, introducir en aquel edén, con suprepción, una criatura de su propia invención.
Tarde, pero todavía a tiempo, calaron los primeros homúnculos que se denominaron Francisco Martín, Juan Rodríguez Suárez, Hernando Cerrada, Pedro Bravo de Molina y Pedro García Gaviria: fulleros, cazurros y falaces.
Esos señores de nombres altisonantes, que criaban puercos en su tierra natal, atormentados por las hambrunas y la sífilis, venidos allende los mares, encallaron en Tierra Firme, arrastrando calandrajos, merced a los vientos que el Diablo sopló en pleno Atlántico.
Los abasteros de marranos y conductores de piaras, por las buenas o por las malas se mezclaron con las mujeres de los Tatuéis y los Mucujunes. De este mestizaje, mezcla de miel y azufre, nacimos todos nosotros y en las venas llevamos ambos ingredientes.
De todo esto deriva que nuestra historia esté salpicada de hombres justos y buenos y también de iracundísimos señores embarrados por la sangre de sus delitos. He aquí el porqué ciertos contrastes materiales y espirituales son terriblemente marcados.
Tuvimos patriotas y realistas. Liberales y godos. Hombres justos y bellacos. Céreos y traidores. Mansos sacerdotes y asesinos de curas. Soldados sanguinarios y militares clementes. Asnos y sabios cobijados bajo la misma toga. Revolucionarios y gobierneros impertinentes. Ladrones y varones probos.
Altibajos. Claroscuros. Agridulces.
Así terminó, don Vencetósigo, su improvisada lección de historia, de aquella que no está escrita en los libros.

 

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