Eduardo Picón Lares
La Sierra
Nevada de
Mérida
Escuela Profesional
Salesiana
De Arte Tipográfico
Málaga 1921
LA
SIERRA NEVADA DE MERIDA
Eduardo Picón Lares
LA
SIERRA NEVADA DE MERIDA
ESCUELA PROFESIONAL
SALESIANA
DE ARTE
TIPOGRÁFICO.- MÁLAGA:
1921
CAPITULO
PRIMERO
Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida.
División. Como deben realizarse. Mi caso. Iniciativa de nuestra excursión. Épocas
propicias para las ascensiones. Preparativos de nuestro viaje. De las
costumbres de Mérida en Diciembre. Perseverancia. Paréntesis sentimental.
Nuestro equipaje. El Doctor Carbonell. Noche de fiesta y alegría. La eterna
juventud. La hora de la marcha. La infantería. Perfil merideño. Apreciación
personal.
Las ascensiones a la Sierra Nevada de Mérida deben
ser consideradas bajo tres puntos de vista distintos, es decir, cuando tienen
por objeto alguna especulación científica, cuando son inspiradas únicamente por
un espíritu de arte y de literatura, y cuando son, como todos los días, una
necesidad de tránsito para las gentes que viven y comercian entre Mérida, Los
Nevados y algunas otras vecindades serranas. En el primer caso, la ascensión
debe hacerse con método, comenzando los trabajos de observación,
apuntalamientos, exámenes y comparaciones, desde las vegas que baña el Chama, y
que sirven de pedestal a la grandiosa Cordillera Andina. Luego, es necesario
fijar los campamentos en aquellos lugares donde más se acentúan los cambios de
temperatura y vegetación, con el objeto de tomar las alturas, definir la
presión barométrica, estudiar las plantas y desentrañar del misterio de la
tierra “lo que en su virgen seno atesore.“ Después, la coronación de todos los
picos nevados es indispensable para el éxito completo de estos asuntos
científicos, tan complejos como laudables, y emplear en la ascensión, por lo
menos, cuatro o cinco días, para poder triunfar en la prensa con estudios de
seso que digan mucho y a conciencia de la severidad y auténtico valor de la
recia roca merideña, que se levanta al cielo como un conglomerado colosal de
cosas naturales, así como lo hizo el notable señor Doctor Alfredo Jahn. En el
segundo caso, la ascensión debe concretarse a consideraciones líricas, a sentir
en el alma el beso embriagador de la belleza, a ver desfilar por la fantasía
esa sucesión de paisajes grandiosos, todos luz y colorido, que se suceden unos
tras otros como una exposición gigantesca de pintura delicadísima y genial; y
por último, a contemplar en medio del silencio más puro y elocuente, la obra
desnuda e incomparablemente sublime de la naturaleza. Para esto no precisa sino
subir al Picacho del Toro, que es el que está situado frente a Mérida y el que
sugiere la más depurada concepción de lo bello, pues desde su cima es desde
donde se abarca más ampliamente, y con más pulcritud, el extenso poema del
panorama. La ascensión, limitada a este propósito, puede hacerse muy bien en
dos días, y así, la impresión que deja en los sentidos tan encomiable campaña
heroica, es más intensa y propicia para poner a vibrar las cuerdas de oro de la
inspiración y el sentimiento artísticos. El otro caso es el vulgar, el de la Sierra para ir a buscar la
nieve que rueda sobre los riscos majestuosos y traerla a la ciudad conventual,
con el fin de venderla en la plaza del mercado público para hacer los helados
rudimentarios que consumen los campesinos y tiene un sabor repugnante a canela
ordinaria; el de aquellos que viven con los ojos blancos de inconsciencia y han
visto mucho y sin interés lo que para otros encierra un motivo de alta emoción;
el de los muchos que con cargas de toda clase de mercaderías, hacen la
peregrinación cotidiana, sin fijarse en nada, para triunfar en sus negocios. En
este caso la ascensión no ofrece motivos elevados, toda vez que es una necesidad
o costumbre de los ingenias lugareños,
en cuya contextura sana se mira lucir la influencia benéfica de los climas que
como aquellos son de los más agradables de la tierra, y en cuyos labios parece
que vibrara aún el acento agitado y conciso del idioma mucubache.
De los tres casos
de que he habitado, he resuelto situarme en el segundo de ellos. Como no soy
naturalista, ni comerciante en nieve u otras mercaderías criollas, ni vivo en
la parte oriental de la
Cordillera, me he decidido a pertenecer al grupo de
espectadores impresionables y atentos, al de admiradores de la naturaleza y de
sus sabías y portentosas obras, de ese concurso en materias distintas cuyo
conjunto forma la gran orquesta en donde la armonía tiene su más vasto y triunfal desenvolvimiento,
porque es música, música que se escucha en silencio, la que dicen las cosas en
el santuario de la más religiosa solemnidad, y si se tiene en cuenta que «hay
una clase de arte que se limita a la contemplación espiritual de las cosas,» según Cicerón.
Del seno venerable
de la Universidad
de los Andes, de la confianza y buena amistad que reinaba entre profesores y
estudiantes, surgió, un claro día de Diciembre de 1918, el proyecto de una
ascensión a la Sierra Nevada, que fue acogido
con cariño e interés desde el primer momento. Tanto Diego Carbonell, Rector del
vetusto y respetable Instituto, profesor de Historia Natural, hombre de gran
talento y erudición y fervorosamente devoto de las cuestiones científicas, como
yo, que regentaba entonces la cátedra de
Idioma Inglés, pusimos gran empeño en realizar el proyecto iniciado con tan
francas demostraciones de aceptación y entusiasmo; y en verdad que todo saldría
avante y con felicidad, pues los que componíamos el grupo de la proyectada expedición, éramos
veteranos, a excepción de Carbonell, en estas andazas, porque naturales de la
montaña, conocíamos la mayor parte de los montes que rodean nuestra gentil
ciudad solariega: las solitarias y pintorescas regiones de los páramos de
Mucuchies, Santo Domingo, El Escorial, Cacote Alto, La Culata, Los Conejos, la
serranía de Jají y los rincones apartados de Chama y El Morro, de donde se cae,
por la cuesta tan renombrada que llaman
de Pilatos, a la fértil vega sembrada de dulce cañas, jugosas frutas y
árboles diversos, en la cual vegeta, con sus callejones torcidos, sus
campanarios blancos, su sinceridad campesina, sus alegres macetas de peonías,
sus ingenios de azúcar y su actividad parroquiana, el pueblo laborioso y gris
de Ejido.
Para que una
expedición a las cumbres andinas se realice formalmente, es necesario vencer,
como cualquier empresa laudable, dificultades; tener entereza de carácter y
decidirse a afrontar, sin escrúpulos ni
timideces, circunstancias que a menudo se presentan adversas, si se quiere, de
un metal que despreciarían las legiones que en 1813 salieron de nuestro
conocido solar a libertar la patria. Por eso, antes de tomar una determinación
para abordar los cerros, lo primero que interesa al viajero es enterarse de si
el tiempo es o nó propicio para la ascensión. Generalmente, los meses más a
propósito para estas exploraciones son los de Diciembre, Enero y Febrero, aún
cuando hace más frío; pero es entonces no llueve, las nevadas desaparecen, está
siempre el cielo serenamente despejado y azul, y ningún obstáculo se interpone
ante la vista del observador, pudiendo éste darse cuenta cabal del inmenso
libro de ciencia y de arte que a sus ojos se abre, iluminado por los vívidos
destellos de sol y prestigiando por el vuelo intenso y simbólico de los cóndores
altivos.
No sin pensar en
los trabajos y fatigas que se padecen en estas jornadas y aventuras, y bien en
cuesta de ellas por las informaciones que teníamos y por los detalles, a veces
exagerados, que otros individuos con experiencia del áspero camino nos había
hecho conocer, estábamos ya resueltos a satisfacer nuestra curiosidad y darle
expansión a un cierto orgullo que es muy característico de nosotros los
merideños, y que se revela al instante, cuando tropezamos con imposibles que
vencer o se pone en duda, siquiera en són de b roma, nuestra iniciativa y
resolución. Así, pues, empezamos hacer los preparativos del viaje, y eso por
Diciembre, cuando los gonzalicos y copetones desgranan sus dulces gorjeos desde
las copas de los ceibos y naranjos; cuando los días alegres y encantadores de
la pascua sonríen en mañanitas perfumadas y radiantes de belleza, en
lumbraradas de sol a la hora de la siesta y en admirables crepúsculos de
primavera por las tardes, cuando las misas de aguinaldo y noche buena, y los cohetes,
y las músicas matutinas de instrumentos de cuerda, y los pesebres, y los paseos
al campo, y las verbenas de la gente rusticana, imprimen a nuestra ciudad
aletargada esa especie de entusiasmo pascual, que al apagarse Diciembre se
adormece en nuestros corazones todo el año como una mariposa ebria de luz, para
despertar al siguiente, con los vibrantes repiques de campanas que anuncian la
primera madrugada de aguinaldos; cuando bajan a la ciudad de todas las granjas
y aldeas vecinas las muchachas lugareñas, con las mejillas como rosas, a vendes
ramos de claveles, azucenas, jazmines y nardos; cuando en las faldas de la loma
de Otrabanda amarillea el maíz, y luce luego su carcajada de triunfo en la
trole indiana de livianos y sólidos carrusos; cuando en las haciendas que
constituyen nuestra riqueza agrícola, el venteador anuncia su compás severo y
monótono de la tarea de vendimia y beneficio del café toca a su fin; cuando en
los lugares tórridos sale con las luces de la aurora, a lomo de tardos bueyes o
en viejas mulas veteranas que conocen la senda, la fruta rica del cacao, para
venderse a precios increíbles en los mercados más allá del Lago de Maracaibo, y
cuando las cosechas ya están ya recogidas en los climas fríos, amontonando el
trigo en los cortijos, en haces que
parecen como de oro, suena la piedra del molino al empuje violento de la
cascada que brota de la peña cercana, y sale la harina pura y fresca, que es
pan para nuestro pueblo sufrido y laborioso y blanca hostia que se alza en los
altares convertida en el Cuerpo del Señor.
Conversaciones
animadas en los claustros de la
Universidad, en las esquinas, en la reunión que solíamos
tener de noche en la Plaza Bolívar,
programas rebosantes de juventud y confraternidad; ingenuas proporciones
descabelladas de unos y modificaciones razonables de otros, todo nos anunciaba
que la hora de nuestra partida estaba próxima y que daríamos al fin con la meta
de un ideal por demás elevado y que nos atormentó desde niños. Nosotros
queríamos, como si se tratara de un complejo problema filosófico, penetrar el
misterio de la Sierra,
a cuyo margen están escritas tantas leyendas preciosas y en cuyo corazón parece
que se queja el espíritu antañón de la raza famosa que sorprendió a
conquistador Rodríguez Suárez, y de la cual se conservan todavía ejemplares
autóctonos en la comarca solitaria de Mucuchíes, en el rincón más bello de
Venezuela, que recuerda los panoramas espléndidos sobre loa cuales se destacan
las agujas góticas y como de encajes de la catedral de Burgos, en la gloriosa
tierra española, desde un día brillará la medialuna de los árabes como símbolo
de las más avanzada civilización europea.
Con una perseverancia digna de todo encomio, y con ese
placer íntimo que ocasionan las determinaciones que tienen como consecuencia
llevarlo a úno a coronar con brillo la persistencia de un pensamiento que sin
cesar lo domina, dimos principio a la organización práctica de nuestra jornada
exploradora. Cuando se dijo la última palabra de decisión y se fijó la fecha de
salida, que esto resultó de una especie de asamblea cordial que teníamos a
diario en la casa particular de Carbonell, la voz corrió por la ciudad como una
clarinada de valor espartano, y una delirante emoción de contento se dejó
sentir en nuestros espíritus aventureros. Recuerdo que una vieja de noventa y
siete años, del solar de mis abuelos, ya sin dientes, sorda, pero fuerte,
supersticiosa y que sabía mucho de los espantos de la Sierra y era como un libro
de cuentos del Diablo, de los duendes y de los muertos que se aparecen, cuando
supo nuestro intento exclamó, trémula de asombro: «¡Jesús, qué niños! ¡Qué
locura! Antes, quién iba a pensar subir a esos montes…. Se los va a tragar la
laguna»…. Y desde entonces alumbraba a los santos por la noche, y veía las
luces del alba rezando fervorosamente para que regresáramos bien, como si se
tratará de un lance de vida o muerte. La pobre vieja, que era un haz de
achaques, murió algunos meses después. Raúl Chuecos Picón la ayudó a llevar al
cementerio, y yo la ví pasar, por un callejón melancólico, camino del eterno
descanso, como el último vástago de una generación que se fue para siempre.
Ella me refería historietas interesantísimas de los remotos tiempos de la Colonia, cuando los
señores andaban de pantalón a la rodilla
y bastón con borlas, eran los conventos de monjas franciscanas asilo de las
niñas de rancia nobleza, las mujeres como la varonil Anastasia ponían en fuga
los ejércitos realistas, se doctoraba en el Seminario de San Buenaventura a los
hombres que engrandecieron después los anales patrios, imperaba el diezmo y
«todas las familias destinaban uno o más hijos al sarcerdocio»; cuando picaban piafaban
y galopaban los caballos de los Libertadores en los campos de batalla, y
quedaban aún en los pueblos y campos indios viejos que hablaban el idioma de la
tribu de sus antepasados, esos que vivieron en nuestras montañas y que la
conquista castellana exterminó a sangre y fuego….
Todo lo hicimos
ordenadamente. Nos dividimos en cuadrillas. Unos se entenderían con las
provisiones de boca; otros con los aparatos de física, un pequeño botiquín de
medicinas y los menesteres de la fotografía; éstos, con los necesarios para
establecer el campamento, como las tiendas de campaña, mantas, abrigos,
cuerdas, picos y machetes; aquéllos, como de avanzada para escoger los sitios
donde debiéramos hacer noche y las comidas, y dos peones que habíamos contratado, con el cuidado de las bestias, de
las cargas, de algunas armas de fuego para la cacería, de todo cuanto se
relacionara con lo más arduo del asunto: el trabajo descarnado. Se trataba de
una impedimenta completa. Carbonell sería el jefe de la cruzada, el director
técnico del desenvolvimiento de aquella película cinematográfica, que ahora me
han hecho recordar esas series americanas
que el público tanto aplaude, que están tan de moda en Europa y que han
sido impresionadas en las soledades montuosas y erizadas de peligros de Texas,
allá en el mediodía de los Estados Unidos de América.
Dispuestas
convenientemente todas las cosas para marchar, después de haber estado la noche
antes del viaje arreglando monturas, instruyendo a los más jóvenes de nuestros
camaradas de excursión, atendiendo a la ración de las bestias, alargando y
acortando estribos, cerrando costales, disponiendo el orden de la marcha,
comprando alpargatas, confeccionando aperos, que se reventaban a la menor
insinuación de fuerza, y obviando los mil y más inconvenientes que estas
improvisadas correrías acarrean, fijamos el día de la partida. Que lo sériale
siguiente, 3 de Enero de 1919.
a las once de la noche nos dispersamos y nos fuimos a
dormir; pero, ¡qué sueño¡ Parecía que una fiebre nerviosa nos mantenía en
estado incompresible de agitación. El sueño era intermitente, como ese que
sucede a las grandes tempestades del espíritu, cuando una noticia trágica nos
ha taladrado el corazón, siempre que una pasión amorosa o de otra índole nos ha
cerrado las puertas a la tranquilidad, o un asunto de gravísima importancia nos
ha robado el reposo y nos ha hundido en el quebranto de la más dolorosa
expectación; y como nos habíamos provisto de relojes despertadores, pues
naturalmente, nuestros organismos sobresaltados esperaban impacientes que la
campanilla imprudente sonara, así que
fuesen las tres de de la mañana. Sin embargo, hubo muchos que ni siquiera
intentaron reclinarse a descansar. Conversando, fraguando planes
conquistadores, contando historias y chistes y alterando la paz del vecindario,
entre una taza de café y un cigarrillo, pasaron aquella noche inolvidable,
hasta que el metal cascado del antiguo reloj urbano, que sabe de todas nuestras
tristezas y alegrías, sonó la hora convenida. Entonces fueron llegando a todos los portones de las
casas de los que habíamos tratado, en balde, de dormir, y con estruendosos y repetidos golpes dieron
la voz de alarma, de arriba compañeros, de triunfo, de contento. Momentos
después el grupo de todos nosotros se apiñaba a las puertas de la casa del
afable Rector, que ya en traje de campaña, nos esperaba también trasnochado y
cordial.
«La del alba
sería», cuando salió la primera avanzada. Eran los estudiantes de Farmacia, los
peones y el equipaje. Estos llevaban al severo y ejecutivo Bourgoin como jefe.
Iba de a pie, calzando nuevas alpargatas y dando gritos y haciendo
demostraciones de regocijo, es decir, ellos formaban la infantería de la
simpática guerra, porque sin duda era una guerra alarmante la que íbamos a
introducir en la paz de los peñascos agresivos. Unos cohetes anunciaron a la
urbe cristiana la salida de los primeros paladines. La madrugada estaba
radiante, el cielo bordado de vívidos luceros, los páramos y la Sierra se destacaban
pulcramente, como una gran decoración heráldica, y los tres ríos que corren
alrededor de la mesa de la ciudad dejaban oír en el silencio de la hora el
tonante bullicio de sus aguas, al despeñarse por sus causes inclinados y
tortuosos. Y los cinco o seis que quedábamos , y que constituíamos la
caballería de la expedición, vimos como se perdían las siluetas de nuestros compañeros
en el confín solitario de la calle más ancha y derecha que tiene el pueblo
grande que nos vió nacer, y que por ser serrano, se ahoga incrustado entre sus
cerros sin expansión de vida civilizada, aunque quizá esto sea mejor que
introducir en él culturas escritas y practicadas con K, superficialidades
ridículas de sociedades degeneradas que están cayendo en la vorágine de
la más lamentable disolución, o innovaciones que le hicieran perder el sello
original de su sin par belleza arcaica y de sus sanas costumbres patriarcales.
Φ Φ Φ
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