domingo, 12 de junio de 2016

OTRAS PINCELADAS DE LA PLAZUELA



OTRAS PINCELADAS DE LA PLAZUELA
Eduardo Soto

Hace unos días se me ocurrió escribir algo sobre La Plazuela en tiempos de ferias, pero ahora vienen a mi espíritu otros comentarios sobre lugares y vecinos, los cuales me propongo esbozar para recuerdo colectivo. Por supuesto, sin la menor intención de ofender ni causar incomodidad a los personajes que menciono, muchos de los cuales están ya difuntos.
En una de las esquinas, existía un negocio de la familia Ceballos, que se hizo famoso por la venta de un célebre licor conocido popularmente como la Manzanilla de Doña Trina, respetable viuda de Don Rubén Ceballos, fundador del establecimiento. Esta bebida era muy distinta a la española, que se obtiene de la uva y se toma fría, mientras que la local proviene de la caña de azúcar, la triplica en porcentaje alcohólico y se consume a temperatura ambiente. Ambas se toman a palo seco, pero la tovareña da un tufo perceptible varios metros a la redonda y produce un ratón que hace proferir falsos juramentos de no tomar más miche en lo que resta de vida. Pues bien, así como la manzanilla de España tiene registrada su denominación de origen en San Lúcar de Barrameda, en la desembocadura del Guadalquivir, la nuestra tiene lo propio en la esquina noroeste de La Plazuela tovareña, en las riberas del Mocotíes.


El matrimonio Ceballos tuvo varias hijas muy agraciadas, sobre todo el menor. Además un par de varones, el mayor de los cuales tenía fama de pesarle la mano y repartir puñetazos que era un contento. Una vez se agarró con un maracucho de fama similar que vivía en el pueblo y, al cabo de un buen rato, hubo que declarar la pelea patas, es decir que ninguno ganó, pero el de afuera comentó que nunca le habían dado tan duro como en esa oportunidad. El menor era perito agropecuario y falleció recientemente, tenía un mote igual al del entrenador de la Vinotinto y, como muchos tovareños, era aficionado a los toros y a tal cual parranda.
En una de las esquinas de abajo de La Plazuela, se encontraba el negocio de Don Chuy López, que tenía billar. Los López eran primos nuestros y expertos en hacer series interminables de carambolas. El mayor fue cajero de un Banco, ampuloso de ademanes y ceremonioso al hablar; el segundo era muy amable, jocoso y locuaz, trabajaba en el MOP y cuando ganaba un bingo en el Centro de Amigos de inmediato exclamaba: Ganó el Pueblo, remoquete por el que terminó siendo conocido. El que seguía era el más hábil al billar y al ajiley, enjuto, desgarbado y parsimonioso, parco en palabras pero certero cuando hacía algún comentario; y el menor, quien se parecía al Ilustre Maestro Don Andrés Bello, por aquello de la mucha afición a las fámulas. Siendo niño, me gustaba acompañar a mi Tío Luís en sus vistas a Don Chuy pues, amén del Bidú que me obsequiaba, salía con una buena provisión de coquitos de panela, que eran mis favoritos. 

En la otra esquina del ángulo suroeste de La Plazuela, estaba la casa, escuela y taller de Vicentico, quien era integrante de la Banda Municipal, buen ejecutante de varios instrumentos de cuerdas y además lutier, pues fabricaba violines y cuatros, con los que enseñaba niños en su propio taller de carpintería. Vicentico, también hacía trompos, cuya dura madera los hacía resistentes a los quines que recibía el servidor al perderse una partida, propinados con trompos de aguzado herrón, muy a propósito para partirlo en pedazos.
Si recorremos la calle sur de La Plazuela, llegamos a la esquina del bar del Señor Domiciano, que servía de referencias para calibrar la gravedad de las enfermedades que aquejaban la gente del pueblo. Cuando alguien había estado muy mal pero ya se encontraba convaleciente, se decía que dicha persona había tenido suerte pues apenas había llegado hasta donde Domiciano. Las dolencias más leves se descartaban diciendo que ni siquiera había llegado hasta allí. Por supuesto, para que estos localismos adquieran significación, hay que tener siempre presente que la esquina de Domiciano distaba solo una cuadra del camposanto del pueblo.
En la misma calle quedaba el botiquín El Matracazo, que contaba con un par de mesas de billar y era regentado por un ciudadano colombiano, cuyo nombre me recuerda al autor de la Eneida, quien además era propietario de varias ruletas con las que deambulaba de feria en feria. Se comentaba que era habilidoso tallador, con experiencia suficiente para hacer salir a voluntad el número ganador en la ruleta y se decía que, en las fiestas septembrinas, montaba una jugada de dado corrido, de manera subrepticia, en la trastienda del negocio.
Alrededor de La Plazuela, habitaban otras familias y personajes que van aflorando a mi memoria. Frente a Dona Trina, vivía un próspero y conocido hacendado que una vez en Madrid, al contemplar el horizonte muy nublado, exclamó: ¡Qué vaina, está lloviendo pa’ Tovar! Anécdota que siempre impresiona, pues denota un inusual arraigo al terruño. 

Bajando por la misma calle, vivía Mario Contreras, quien manejaba un carrito por puestos para Mérida, conductor muy serio y responsable, era el encargado llevar y traer diariamente los paquetes de Aeropostal y la película que exhibiría en la noche el Cinelandia. Cuando no llegaba la cinta, había que suspender la función y era señal inequívoca que un derrumbe había cortado el paso en la carretera, pues a nadie jamás se le ocurría pensar que hubiera podido tratarse de un incumplimiento de Don Mario.
Por la calle norte, de acera alta, estaba la casa de habitación de Don Arturo Carrero, Inspector de Vehículos del pueblo, lo cual me da oportunidad de traer a colación un personaje de la aldea San Pedro, que ocupara también el mismo cargo, quien en sus inicios, al levantar un choque, se le ocurrió preguntar ¿Quién chocó primero?
Por la calle que bajaba hacia Galaviz, tenía su hogar la familia Durán, Don Pedro, experto e ingenioso mecánico ya fallecido; Doña Victoria, su viuda que aún vive y una prole más bien numerosa, de la cual evocaremos siempre con cariño a la mayor de las muchachas, Aurita, encantadora y simpática jovencita que arrebatara el cáncer en la flor de la vida. 

¿Quién podría olvidar el frondoso árbol de mamón que adornado con luces de colores, impartía a La Plazuela inconfundible aire navideño?
Eduardo Soto. (02032016)

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