lunes, 25 de junio de 2012

LA SIERRA NEVADA DE MÉRIDA,Eduardo Picon Lares,segunda parte




CAPITULO SEGUNDO

La mañana del poema. La caballería que se aleja. Ojos de basilistico. La cuesta de la Columna. El primer monumento erigido al Libertador. Cordialidad de camaradas. Descripciones. El río Mucujún. El río Chama. Elogio. La Planta Eléctrica. Caminos nacionales. Las vegas del Chama. La Cueva. Recuerdos de nuestra historia política local. Descripciones. Lourdes. Costumbres campesinas. Plantas de la región. Empieza el frío. Cómo se avanzan metros. Clarín de belleza. Un bohío en las faldas de la Sierra. Ligeras consideraciones. Metal de verdad.

Sonó la diana en el cuartel vecino, y amaneció Dios en una mañana matizada de arreboles color gualda, azulado, rosa, y violeta. Los pajarillos cantaban su sinfonía matinal, y se veía salir por las chimeneas el humo de los hogares merideños, encendidos con buena lumbre y buena leña. Las puntales beatas, presididas por la ya anciana y empedernida Eudoxia, se amontonaban a las puertas de la capilla de El Sagrario, esperando que el sacristán les abriese para desayunar con agua bendita. Momentos después las campanas de la parroquia y las de la capellanía de San Juan de Dios, llamaban a misa a todos los devotos feligreses, y la circulación exigua de los muy pocos que madrugan, se establecía por las desiertas encrucijadas fértiles, donde dos o tres vacas y el célebre mulo blanco de Don Trinidad, pastaban de la hierba verde y fresca que allí crecía como una bendición de la naturaleza.
A las siete y media de la mañana salimos nosotros, jinetes en trotadoras y fuertes cabalgaduras, y cogimos calle arriba, y parecíamos, por la de bufandas, mantas, carrieles, sombreros raros y otros excesos que llevábamos en el anca de las bestias, como una descubierta de caballería que hubiese sido derrotada en alguna descomunal batalla de Quijotes.
Los granujas de la calle al vernos pasar articulaban palabras injuriosas; algunos señores, y otros que no eran sino vendedores de baratijas y conservas alimenticias, o propietarios de agriculturas y hatos de ganado, pero brutos, como las piedras que vegetan en el fondo de los torrentes, nos veían con ojos de inquina y de ironía; las niñas aristocráticas nos miraban con ese rubor cándido de los quince años, y la vieja criada de mi casona, santiguándose, exclamaba: «Jesús que niños! Se lo va a tragar la laguna»… Lo cierto es que todo el mundo ponía en duda que fuésemos a la Sierra, y hasta se creyó que al cabo de algunas horas, después de haber peregrinado por los campos, regresaríamos a Mérida y haríamos el más grotesco ridículo.
Más no fue así… Las herraduras de nuestras cabalgaduras resbalaban golpeando y haciendo ruido en la pendiente cuesta de La Columna, en su último repecho, ya para caer a una travesía  corta que pregona descanso y que está antes de llegar al primer puente sobre el Chama; y en el monte, arriba, se veía una bandera de la Patria, que nuestros camaradas habían izado en un árbol de mapora para señalarnos su paradero y el terreno que habían ganado en tres horas y media de fatigosa andadura.
Íbamos platicando de todo, alternando con risas, chascadillos y palabrejas a veces muy picantes.
Cuando dejamos el monumento humilde, que en 1842 erigiera por primera vez en América al Padre de la Patria, este austero magistrado se llamó Gabriel Picón, nuestros ojos se volvieron con cariño para despedirle de la ciudad, y de quien sabe qué otros ensueños juveniles y siempre floridos de las caseronas coloniales que son el orgullo de la urbe melancólica.
Desde que se empieza a bajar la cuesta de La Columna, la naturaleza nos abre su escenario y nos ofrece la pompa virginal de su epopeya. Así nosotros caminábamos bajo el ramaje espeso de los ceibos, guamos, higuerones, sorures y majagües que sombrean las plantaciones que hay de lado y lado de tan renombrada  y temible cuesta. A nuestra izquierda, mirando por entre zarzas de mora y pepa de culebra, veíamos correr el río Mucujún, recostado al cerro de La Cruz, que es donde muere la Cordillera de El Escorial, y que se encuentra frente de la población, hacia el Norte; y a nuestra derecha se alzaba el peñón húmedo y sombrío por donde se ve serpenteando la cuesta, casi intransitable, que llaman de Belén. A la vera del camino veíamos algunas casas, todas con patio y jardín, la mayoría con enredaderas en los corredores, de esas tan poéticas de campánulas azules, que subían hasta el tejado. En un manantial que nace  en lo alto de este peñón y que pasa cristalino por el camino, nuestras caballerías inclinaron sus cuellos para beber agua, y en esto divisamos el puente sobre el Chama, que recién pintado de verde obscuro, apenas se distinguía entre el verde, también obscuro, del follaje.

 
 




El río Chama, en el sitio por donde nosotros lo pasamos, contribuye con su impetuosidad  sonora, sus aguas clarísimas, sus espumas blancas, sus piedras limpias y relucientes, sus arenas lavadas y abundantes. Que al ser heridas por el sol brillan como si fueran de oro y de brillantes, a darle a aquel paraje el más encantador realce. Es un gran río… Nace en el Páramo de Mucuchíes, como un hilito de plata y de entre unos pedruscos color pizarra, y desde allá viene arrastrando su belleza montarraz por entre alisos corpulentos que abren paso y ante él se inclinan; por entre selvas vírgenes, feraces vegas, barrancos espantosos, llanuras inmensas, terrenos calcáreos abrazados por el fuego del trópico, atropellándolo todo con su aristocracia de titán y recreándose en la contemplación de sus riberas, hasta que rinde su triunfal jornada en las aguas  rizadas del lago transparente. El más alto y gráfico elogio de este río lo hizo Miguel Febres Cordero, en Caracas, cuando alguien quiso ponerlo en paralelo con el Guaire, que baña el áseo de El Paraíso con que cuenta la ciudad metropolitana.
En el mismo sitio de que estas palabras tratan, un chorro de agua del Chama, que desciende de una altura a propósito, hecha por expertos, mueve la Planta Eléctrica que da luz a Mérida y Ejido, y también de sus aguas caudalosas se desprenden algunas acequias, que van a darle impulso a los ingenios de las haciendas cercanas para el beneficio del café. El edificio de la Planta Eléctrica es relativamente moderno, y se halla sitiado en el punto donde se bifurca el camino nacional en dos ramales, el que sigue para el Estado Trujillo, que parte a la izquierda y luego se bifurca de nuevo en Apartaderos, para dar el ramal que pasa al Estado Zamora, remontando a la derecha el Páramo de Santo Domingo, y el que conduce a Lourdes, al pueblo de Los Nevados y las demás granjas y aldeas de esa cuenca apartada.
Las vegas del Chama son hermosísimas, muy fértiles y extensas. De cada lado del río se ven plantaciones de café, yuca, apios, plátanos, maíz y otros frutos, que en sus respectivos marcos de vallados de piedra, exhiben una variedad de tonos delicados y armoniosos del color verde. Estas vegas están siempre húmedas, ya por los derrames y filtraciones que en ellas se verifican de aguas del Chama y del Mucujún, como porque en los tiempos se sequía, que son muy raros en la región, los diligentes labradores riegan sus sembrados, aunque sirviéndose de métodos primitivos para la conducción y distribución del agua; y está bien justificada la solicitud con que esas pobres gentes andan con sus sementeras, pues de ellas depende el pan que a diario comen y las ropas nuevas que estrenan por Pascua de Navidad y esa otra que la iglesia nos enseña a llamar Florida. Las cosechas en estos rincones son abundantes, como abundantes son las lluvias y los rayos del buen sol que fecundan las extrañas de la tierra pródiga que es el pedestal fuerte sobre que descansan los cinco picos nevados que son gala de Mérida y orgullo de la gran Cordillera de los Andes.
En el estrecho corredor de la casucha antigua que llaman La Cueva, nos habíamos desmotado para que descansasen las bestias, antes de acometer la pendiente,  que de allí en adelante es dificultosa, y ante la insinuación de alguno de los excursionistas, que mostrando una botella de fino coñac nos invitaba a saborearle. Nuestra parada fue apenas de algunos minutos; y no está demás consignar de paso, que esta Cueva tiene una historia particular y que merece párrafo aparte, en el desenvolvimiento de nuestra gran historia política. Allí refugiaban los fundadores de uno de nuestros regionales bandos políticos, cuando en sus comienzos, sufrían persecuciones por los gobiernos que como el de Vizcarrondo, no hizo en nuestra comarca sino atropellar los derechos de la ciudadanía, coartar las libertades públicas y burlarse con e más descarado cinismo de los tribunales y de la administración de justicia. Los Lourdes, que así eran llamados los adictos a la bandera naciente, tenían su centro revolucionario en la parte de Mérida que se denomina Las Cuatro Tiendas, de donde, con grandes cautelas, salían sus nuevos programas r ideales patrióticos, allá por el año de 1895. Después, alternativas y cambios radicales, llevaron al jefe de este partido a la primera magistratura del Estado Mérida, tanto en períodos provisorios como constitucionales. La Cueva fue teatro de tiroteos, correrías y expectativas angustiosas, en los días ya lejanos de nuestras indecisiones y contiendas políticas.
Cuando ya estuvimos todos nuevamente a caballo, una voz prorrumpió: !Adelante¡ Y echamos a andar. El sol hería con vigor los pedruscos del camino, y una polvareda asfixiante iba quedando detrás de nosotros… Bajadas a una quebrada, subidas a un desfiladero, nuevas bajadas a un zanjón, repetidos remontamientos a alturas siempre distantes, era lo que veíamos delante de nosotros, como algo fantástico que no íbamos a coronar nunca, algunas veces pasábamos por prados verdes y de camino fácil, por algún platanal, de los que en estos andurriales abundan y fructifican con exuberancia, o bajo la sombra obscura de los árboles apiñados que sombrean los cafetales; pero esto no era lo más frecuente, ya que los plantíos, por lo común, están separados del camino por cercados de piedras o tremendas cercas de alambre de púas, cuando no por empalizadas burdas, cavas hondas o hileras, que al mirarlas lloran los ojos, de garbancillo o de nopal. Sin embargo, lo arduo de la subida se atenúa un tanto, como al volver la vista hacia el trecho que se tiene andando, aprecia úno de los ríos, las lomas, los torrentes, las vegas, los cortijos, los labradores, los sembrados, las casas, y todo lo que se ha visto de pasada a grandes rasgos, recogido en una especie de cromo detallado y que se destaca con primor en el lienzo magistral del horizonte.
Internados en un sendero angosto, pero plano y recto, a cuyos lados se erguían dos hileras de pinos y en su fondo una puerta  muy fuerte, cubierta de teja, de las que en los Andes llaman de golpe, columbramos la hacienda de Lourdes, que unos árboles gigantescos nos habían ocultado, por estar la casa al pie de una peña, que como pudiéramos decir, la hace invisible, hasta que el caminante no se ha aproximado al lugar por donde nosotros marchábamos.
Al abrirse la puerta de golpe, con ese ruido quejumbroso que hace la madera el espigón del quicial al resbalar y moverse y revolverse sobre el soporte, una bandada de palomas caseras voló delante de nosotros como bendición de paz y fue a posarse sobre unas tapias viejas, que bien apartadas de nosotros, proclamaban con su mueca ruinosa el pretérito esplendor de una capilla, cuyo origen tiene su leyenda espeluznante y temible en la tranquilidad de aquel paraje sombrío.
Unos perros salieron ladrando a nuestro encuentro, y luego el mayordomo, que nos mando a pasar delante de parte del dueño de la hacienda. Todavía estaban ordeñando las vacas. Las dos mozas que hacían este trabajo mañanero estaban de cuclillas: una tenía la vasija y la otra ordeñaba. Eran dos mujeres de piernas gordas, muy desarrollados senos, y blancas y rosadas. No se habían lavado aún la cara, por lo que pudimos advertir; y cuando se pusieron de pie, terminada la faena, para llevar la espumosa leche a la cocina, y un  tanto ruborizadas porque las mirábamos con insistencia, al darnos las espaldas, sobre las que caían unos cabellos mal trenzados con cintas blancas de hiladillo, todos rompimos a reir, pues las caderas de aquellas Maritornes se movían gelatinosamente y el volumen era como de masas de trapiche.
Lourdes, por su posición, por el aire que allí se respira, por los paisajes que desde sus praderías pueden admirarse, por la variedad de su agricultura, por las flores que crecen en sus vergeles y por tantas otras galas que en rico estuche campesino ostenta, es uno de los lugares más bellos de la Sierra. La casa, que presenta un aspecto de venerable senectud, se esconde entre los árboles, de una explanada, y en el corredor anterior tiene muchas macetas con claveles y pensamientos y una enredadera de bellísima, que es como un poema lírico de encanto, como una carcajada de alegría.
Esta parada fue un poco más larga… Y vengan dulces, y después agua, y muchos condimentos de la gente de la casa. Allí nos encontramos también con una vista que había ido de Mérida, de nuestra confianza. La conversación se redujo a consideraciones sobre nuestro viaje, y cuando al cielo plugo, muy corteses dimos las gracias y salimos puerta afuera, trazando una curva por la izquierda, nos perdimos para las hospitalarias personas que con tanta decencia nos habían acogido y prodigado finas atenciones, porque tratándose de nosotros, no nos perdíamos de vista y procurábamos marchar siempre en comparsa, al alcance  de nuestra hilaridad, de lo que unos y otros conversábamos, a ver por qué nuestras palabras no fueran y formaban como una especie de rosario híbrido, en donde se ensartan toda clase de cuentas: de oro, de espinas de bucare…
De allí en adelante empezó a resultarnos improba la tarea, a pendiente se presentaba más áspera y dificultosa y nuestras jacas la remontaban fatigadas, sudorosas y paso a paso. Nos parecía inverosímil de desproporción de altura que existía  entre Lourdes y el sitio por donde pasábamos un cuarto de hora después; pero era, sin embargo la más sólida  realidad, empezando porque cuando salimos del patio de la casa y ganamos un pedazo de tierra que delante de ella se alza, y que es por donde cruza el atajo, llevábamos quince o veinte metros de diferencia. No obstante estar tan próximos al valle, la vegetación se mostraba ya un variada, y no veíamos ciebos, ni aguacates, ni cañaverales, ni cafetales, ni las airosas palmas del corozo, sino eucaliptos, incinillos, manzanos, duraznos, chivasas, sínaros, guayabitos arrayanes, punta de lanza y otros árboles y arbustos de los que  constituyen la flora de esa parte de los Andes, que es como una faja intermedia y limítrofe entre el páramo, los climas templados y los tórridos. En los potreros, que están casi todos en faldas, veíamos también acentuarse la variación del clima los pastos son de una hierba que muy  poco crece, y que es de la que come el ganado, porque la paja de barranca, más lozana y crecida, no reutiliza sino para mezclarla con el barro de que se rellenan los pajareques de las casas de campo. El suelo que pisábamos era también distinto; la tierra de los barrancos más elevados tenía un color rojo, y la de la vereda que transitábamos, por la humedad y frecuencia de paso, rojo obscuro, es decir de greda, que muy pegajosa, nos hacía marchar con cuidado e ir listos para evitar un resbalón y la consiguiente caída.
Desde luego, y como consecuencia natural de la altitud, el frío iba determinándose, y coronando a cada paso una cima y tomando a rematar otra, alejábamos, casi sin darnos cuenta, de aquel lugar en donde unas dos o tres casuchas formaban vecindario de soledad. Ya el zumbido de las moscas se percibía con claridad excepcional. El rumor de cualquier fuentecilla tenía ínfulas de cascadas, y hubo un momento en que sentimos llegar hasta nosotros el lamento de una zampoña, como un toque de agonía. La flauta del diostedé comenzaba a oírse como el quejido melancólico de un  pecho lleno de pesares,  y serpenteando siempre, igual que una espada apocalíptica, el camino se internaba más allá… en unas piedras, en una ceja de monte, en una hondonada lóbrega, en un desfiladero peligroso. El clarín de gallo, que vibró como un alerta jovial, y en unos segundos después al cacarear de unas gallinas, nos anunciaron la proximidad de algún bohío; y ciertamente, apareció detrás de unas ramas que formaban matorral, la techumbre de la vivienda miserable de unos labradores serranos. Aquella gente, extremosa en la bondad, como toda la de los campos andinos, nos recibió de la manera más respetuosa, y nos ofreció de lo único que tenía: leche recién  ordeñada, arepa con cuajada y café del que llaman volón. Agradecimos de todas veras tanta generosidad, pero no queriendo disminuir el alimento de ese día a nuestros nobles y honorables compatriotas, les hicimos participar más bien de nuestro avío, que era abundante: de nuestro pan y de nuestro vino ciudadanos. Y es triste el ver cómo viven esos que son los elementos vigorosos y sanos de  nuestra Patria, los representantes de su soberanía, los que concretos al trabajo honrado y enaltecedor, contribuyen al desarrollo de su riqueza y al florecimiento de su prosperidad. Duermen sobre trojes,  se levantan con el alba y su alimentación es frugal; casi desnudos desafían los cambios bruscos de temperatura y d estación; tiene por reloj el sol y las estrellas, y por toda ciencia e ilustración el paisaje; laboran el padre, la madre y los hijos; la superstición les azota; tienen miedo de los fantasmas y de las almas del Purgatorio; rezan el rosario al cerrar la noche, y su existencia discurre en medio de una monotonía que infunde lástima, si se enferman, se curan con hierbas, y cuando mueren, en una mala caja madera burda, dos o tres de sus feudos les llevan al camposanto. Ahí está condesada su actuación. Pero id a preguntar a esos buenos hermanos si quieren vida mejor, y ya veréis como os responden que nó… Su felicidad y contento, sus sentimientos patrióticos están allí, donde oyen cantar el gallo rubicundo y de plumaje como de sedas de colores, que les despierta todas las madrugadas desde la copa del árbol cuyas raíces se agarran los propios cimientos de la cocina; donde la huerta y el jardín producen frutos sazonados y flores que les deleitan con suaves perfumes; donde la fuente que pasa cantando por el patio del bohío calma su sed, lava sus carnes, les sirve de espejo y entretiene sus horas, en los días del descanso, con su monólogo poético; donde nacen, crecen y ven jugar y sufrir a sus hijos con santa inocencia y la santa resignación que predica la Biblia; donde a golpe del cuatro, y entre copa y copa de aguardiente, bailan el galerón y se divierten ingenuamente en las noches turbulentas de verbena; donde tienen sus más íntimos afectos, y ordeñan la única vaca de su hacienda amarrada al criollísimo tranquero, y uncen los bueyes al yugo, y amontonan sus exiguas cosechas, y han visto nacer todos los días y caer sobre el mundo as tinieblas de la noche; donde han sufrido mucho, y en ímpetu decoroso de carácter, le han opuesto a sus sufrimientos escudo de piedra, para tornarlos en contraída mueca de tranquilidad o en auténtica sonrisa de sosiego; donde nadie ha podido decirles con los versos de Virgilio: «Vamos, perezosos, el sueño sacudid; con el arado de curvo diente lacerad la verde cabellera rural, rasgad la capa de la tierra,» porque  su iniciativa ha tenido siempre timbre de fortaleza, y su orgullo de hombres ha llevado oleadas de sangre y de rubor a sus rostros, fundidos  como el bronce.


Φ Φ Φ
"nemo ante mortem beatus esse dici potest" 
Para los mortales,lo eterno y definitivo comienza sólo después de la muerte.
Citado por Hannah Arendt en De la historia a la acción, 1998

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