CAPITULO SEGUNDO
La mañana del poema. La caballería que se aleja. Ojos
de basilistico. La cuesta de la Columna. El
primer monumento erigido al Libertador. Cordialidad de camaradas.
Descripciones. El río Mucujún. El río Chama. Elogio. La Planta Eléctrica. Caminos
nacionales. Las vegas del Chama. La Cueva.
Recuerdos de nuestra historia política local. Descripciones.
Lourdes. Costumbres campesinas. Plantas de la región. Empieza el frío. Cómo se
avanzan metros. Clarín de belleza. Un bohío en las faldas de la Sierra. Ligeras
consideraciones. Metal de verdad.
Sonó la diana en el cuartel vecino, y amaneció Dios en una mañana matizada de arreboles color gualda, azulado, rosa, y violeta. Los pajarillos cantaban su sinfonía matinal, y se veía salir por las chimeneas el humo de los hogares merideños, encendidos con buena lumbre y buena leña. Las puntales beatas, presididas por la ya anciana y empedernida Eudoxia, se amontonaban a las puertas de la capilla de El Sagrario, esperando que el sacristán les abriese para desayunar con agua bendita. Momentos después las campanas de la parroquia y las de la capellanía de San Juan de Dios, llamaban a misa a todos los devotos feligreses, y la circulación exigua de los muy pocos que madrugan, se establecía por las desiertas encrucijadas fértiles, donde dos o tres vacas y el célebre mulo blanco de Don Trinidad, pastaban de la hierba verde y fresca que allí crecía como una bendición de la naturaleza.
A las siete y media
de la mañana salimos nosotros, jinetes en trotadoras y fuertes cabalgaduras, y
cogimos calle arriba, y parecíamos, por la de bufandas, mantas, carrieles,
sombreros raros y otros excesos que llevábamos en el anca de las bestias, como
una descubierta de caballería que hubiese sido derrotada en alguna descomunal batalla
de Quijotes.
Los granujas de la
calle al vernos pasar articulaban palabras injuriosas; algunos señores, y otros
que no eran sino vendedores de baratijas y conservas alimenticias, o
propietarios de agriculturas y hatos de ganado, pero brutos, como las piedras
que vegetan en el fondo de los torrentes, nos veían con ojos de inquina y de
ironía; las niñas aristocráticas nos miraban con ese rubor cándido de los
quince años, y la vieja criada de mi casona, santiguándose, exclamaba: «Jesús
que niños! Se lo va a tragar la laguna»… Lo cierto es que todo el mundo ponía
en duda que fuésemos a la
Sierra, y hasta se creyó que al cabo de algunas horas,
después de haber peregrinado por los campos, regresaríamos a Mérida y haríamos
el más grotesco ridículo.
Más no fue así… Las
herraduras de nuestras cabalgaduras resbalaban golpeando y haciendo ruido en la
pendiente cuesta de La Columna,
en su último repecho, ya para caer a una travesía corta que pregona descanso y que está antes
de llegar al primer puente sobre el Chama; y en el monte, arriba, se veía una
bandera de la Patria,
que nuestros camaradas habían izado en un árbol de mapora para señalarnos su
paradero y el terreno que habían ganado en tres horas y media de fatigosa
andadura.
Íbamos platicando
de todo, alternando con risas, chascadillos y palabrejas a veces muy picantes.
Cuando dejamos el
monumento humilde, que en 1842 erigiera por primera vez en América al Padre de la Patria, este austero
magistrado se llamó Gabriel Picón, nuestros ojos se volvieron con cariño para
despedirle de la ciudad, y de quien sabe qué otros ensueños juveniles y siempre
floridos de las caseronas coloniales que son el orgullo de la urbe melancólica.
Desde que se
empieza a bajar la cuesta de La
Columna, la naturaleza nos abre su escenario y nos ofrece la
pompa virginal de su epopeya. Así nosotros caminábamos bajo el ramaje espeso de
los ceibos, guamos, higuerones, sorures y majagües que sombrean las
plantaciones que hay de lado y lado de tan renombrada y temible cuesta. A nuestra izquierda,
mirando por entre zarzas de mora y pepa de culebra, veíamos correr el río
Mucujún, recostado al cerro de La
Cruz, que es donde muere la Cordillera de El
Escorial, y que se encuentra frente de la población, hacia el Norte; y a
nuestra derecha se alzaba el peñón húmedo y sombrío por donde se ve
serpenteando la cuesta, casi intransitable, que llaman de Belén. A la vera del
camino veíamos algunas casas, todas con patio y jardín, la mayoría con
enredaderas en los corredores, de esas tan poéticas de campánulas azules, que
subían hasta el tejado. En un manantial que nace en lo alto de este peñón y que pasa
cristalino por el camino, nuestras caballerías inclinaron sus cuellos para
beber agua, y en esto divisamos el puente sobre el Chama, que recién pintado de
verde obscuro, apenas se distinguía entre el verde, también obscuro, del
follaje.
El río Chama, en el
sitio por donde nosotros lo pasamos, contribuye con su impetuosidad sonora, sus aguas clarísimas, sus espumas
blancas, sus piedras limpias y relucientes, sus arenas lavadas y abundantes.
Que al ser heridas por el sol brillan como si fueran de oro y de brillantes, a
darle a aquel paraje el más encantador realce. Es un gran río… Nace en el
Páramo de Mucuchíes, como un hilito de plata y de entre unos pedruscos color
pizarra, y desde allá viene arrastrando su belleza montarraz por entre alisos
corpulentos que abren paso y ante él se inclinan; por entre selvas vírgenes,
feraces vegas, barrancos espantosos, llanuras inmensas, terrenos calcáreos
abrazados por el fuego del trópico, atropellándolo todo con su aristocracia de
titán y recreándose en la contemplación de sus riberas, hasta que rinde su
triunfal jornada en las aguas rizadas
del lago transparente. El más alto y gráfico elogio de este río lo hizo Miguel
Febres Cordero, en Caracas, cuando alguien quiso ponerlo en paralelo con el
Guaire, que baña el áseo de El Paraíso con que cuenta la ciudad metropolitana.
En el mismo sitio
de que estas palabras tratan, un chorro de agua del Chama, que desciende de una
altura a propósito, hecha por expertos, mueve la Planta Eléctrica que da luz a
Mérida y Ejido, y también de sus aguas caudalosas se desprenden algunas
acequias, que van a darle impulso a los ingenios de las haciendas cercanas para
el beneficio del café. El edificio de la Planta Eléctrica
es relativamente moderno, y se halla sitiado en el punto donde se bifurca el
camino nacional en dos ramales, el que sigue para el Estado Trujillo, que parte
a la izquierda y luego se bifurca de nuevo en Apartaderos, para dar el ramal
que pasa al Estado Zamora, remontando a la derecha el Páramo de Santo Domingo,
y el que conduce a Lourdes, al pueblo de Los Nevados y las demás granjas y
aldeas de esa cuenca apartada.
Las vegas del Chama
son hermosísimas, muy fértiles y extensas. De cada lado del río se ven
plantaciones de café, yuca, apios, plátanos, maíz y otros frutos, que en sus
respectivos marcos de vallados de piedra, exhiben una variedad de tonos
delicados y armoniosos del color verde. Estas vegas están siempre húmedas, ya
por los derrames y filtraciones que en ellas se verifican de aguas del Chama y
del Mucujún, como porque en los tiempos se sequía, que son muy raros en la
región, los diligentes labradores riegan sus sembrados, aunque sirviéndose de métodos
primitivos para la conducción y distribución del agua; y está bien justificada
la solicitud con que esas pobres gentes andan con sus sementeras, pues de ellas
depende el pan que a diario comen y las ropas nuevas que estrenan por Pascua de
Navidad y esa otra que la iglesia nos enseña a llamar Florida. Las cosechas en
estos rincones son abundantes, como abundantes son las lluvias y los rayos del
buen sol que fecundan las extrañas de la tierra pródiga que es el pedestal
fuerte sobre que descansan los cinco picos nevados que son gala de Mérida y
orgullo de la gran Cordillera de los Andes.
En el estrecho
corredor de la casucha antigua que llaman La Cueva, nos habíamos desmotado para que
descansasen las bestias, antes de acometer la pendiente, que de allí en adelante es dificultosa, y
ante la insinuación de alguno de los excursionistas, que mostrando una botella
de fino coñac nos invitaba a saborearle. Nuestra parada fue apenas de algunos
minutos; y no está demás consignar de paso, que esta Cueva tiene una historia
particular y que merece párrafo aparte, en el desenvolvimiento de nuestra gran
historia política. Allí refugiaban los fundadores de uno de nuestros regionales
bandos políticos, cuando en sus comienzos, sufrían persecuciones por los
gobiernos que como el de Vizcarrondo, no hizo en nuestra comarca sino
atropellar los derechos de la ciudadanía, coartar las libertades públicas y
burlarse con e más descarado cinismo de los tribunales y de la administración
de justicia. Los Lourdes, que así
eran llamados los adictos a la bandera naciente, tenían su centro
revolucionario en la parte de Mérida que se denomina Las Cuatro Tiendas, de donde, con grandes cautelas, salían sus
nuevos programas r ideales patrióticos, allá por el año de 1895. Después,
alternativas y cambios radicales, llevaron al jefe de este partido a la primera
magistratura del Estado Mérida, tanto en períodos provisorios como
constitucionales. La Cueva
fue teatro de tiroteos, correrías y expectativas angustiosas, en los días ya
lejanos de nuestras indecisiones y contiendas políticas.
Cuando ya estuvimos
todos nuevamente a caballo, una voz prorrumpió: !Adelante¡ Y echamos a andar.
El sol hería con vigor los pedruscos del camino, y una polvareda asfixiante iba
quedando detrás de nosotros… Bajadas a una quebrada, subidas a un desfiladero,
nuevas bajadas a un zanjón, repetidos remontamientos a alturas siempre
distantes, era lo que veíamos delante de nosotros, como algo fantástico que no
íbamos a coronar nunca, algunas veces pasábamos por prados verdes y de camino
fácil, por algún platanal, de los que en estos andurriales abundan y
fructifican con exuberancia, o bajo la sombra obscura de los árboles apiñados
que sombrean los cafetales; pero esto no era lo más frecuente, ya que los
plantíos, por lo común, están separados del camino por cercados de piedras o
tremendas cercas de alambre de púas, cuando no por empalizadas burdas, cavas
hondas o hileras, que al mirarlas lloran los ojos, de garbancillo o de nopal.
Sin embargo, lo arduo de la subida se atenúa un tanto, como al volver la vista
hacia el trecho que se tiene andando, aprecia úno de los ríos, las lomas, los
torrentes, las vegas, los cortijos, los labradores, los sembrados, las casas, y
todo lo que se ha visto de pasada a grandes rasgos, recogido en una especie de
cromo detallado y que se destaca con primor en el lienzo magistral del
horizonte.
Internados en un
sendero angosto, pero plano y recto, a cuyos lados se erguían dos hileras de
pinos y en su fondo una puerta muy
fuerte, cubierta de teja, de las que en los Andes llaman de golpe, columbramos la hacienda de Lourdes, que unos árboles
gigantescos nos habían ocultado, por estar la casa al pie de una peña, que como
pudiéramos decir, la hace invisible, hasta que el caminante no se ha aproximado
al lugar por donde nosotros marchábamos.
Al abrirse la
puerta de golpe, con ese ruido quejumbroso que hace la madera el espigón del
quicial al resbalar y moverse y revolverse sobre el soporte, una bandada de
palomas caseras voló delante de nosotros como bendición de paz y fue a posarse
sobre unas tapias viejas, que bien apartadas de nosotros, proclamaban con su
mueca ruinosa el pretérito esplendor de una capilla, cuyo origen tiene su
leyenda espeluznante y temible en la tranquilidad de aquel paraje sombrío.
Unos perros
salieron ladrando a nuestro encuentro, y luego el mayordomo, que nos mando a
pasar delante de parte del dueño de la hacienda. Todavía estaban ordeñando las
vacas. Las dos mozas que hacían este trabajo mañanero estaban de cuclillas: una
tenía la vasija y la otra ordeñaba. Eran dos mujeres de piernas gordas, muy
desarrollados senos, y blancas y rosadas. No se habían lavado aún la cara, por
lo que pudimos advertir; y cuando se pusieron de pie, terminada la faena, para
llevar la espumosa leche a la cocina, y un
tanto ruborizadas porque las mirábamos con insistencia, al darnos las
espaldas, sobre las que caían unos cabellos mal trenzados con cintas blancas de
hiladillo, todos rompimos a reir, pues las caderas de aquellas Maritornes se
movían gelatinosamente y el volumen era como de masas de trapiche.
Lourdes, por su
posición, por el aire que allí se respira, por los paisajes que desde sus
praderías pueden admirarse, por la variedad de su agricultura, por las flores
que crecen en sus vergeles y por tantas otras galas que en rico estuche
campesino ostenta, es uno de los lugares más bellos de la Sierra. La casa, que presenta
un aspecto de venerable senectud, se esconde entre los árboles, de una
explanada, y en el corredor anterior tiene muchas macetas con claveles y
pensamientos y una enredadera de bellísima,
que es como un poema lírico de encanto, como una carcajada de alegría.
Esta parada fue un
poco más larga… Y vengan dulces, y después agua, y muchos condimentos de la
gente de la casa. Allí nos encontramos también con una vista que había ido de
Mérida, de nuestra confianza. La conversación se redujo a consideraciones sobre
nuestro viaje, y cuando al cielo plugo, muy corteses dimos las gracias y
salimos puerta afuera, trazando una curva por la izquierda, nos perdimos para
las hospitalarias personas que con tanta decencia nos habían acogido y
prodigado finas atenciones, porque tratándose de nosotros, no nos perdíamos de
vista y procurábamos marchar siempre en comparsa, al alcance de nuestra hilaridad, de lo que unos y otros
conversábamos, a ver por qué nuestras palabras no fueran y formaban como una
especie de rosario híbrido, en donde se ensartan toda clase de cuentas: de oro,
de espinas de bucare…
De allí en adelante
empezó a resultarnos improba la tarea, a pendiente se presentaba más áspera y
dificultosa y nuestras jacas la remontaban fatigadas, sudorosas y paso a paso.
Nos parecía inverosímil de desproporción de altura que existía entre Lourdes y el sitio por donde pasábamos
un cuarto de hora después; pero era, sin embargo la más sólida realidad, empezando porque cuando salimos del
patio de la casa y ganamos un pedazo de tierra que delante de ella se alza, y
que es por donde cruza el atajo, llevábamos quince o veinte metros de
diferencia. No obstante estar tan próximos al valle, la vegetación se mostraba
ya un variada, y no veíamos ciebos, ni aguacates, ni cañaverales, ni cafetales,
ni las airosas palmas del corozo, sino eucaliptos, incinillos, manzanos,
duraznos, chivasas, sínaros, guayabitos arrayanes, punta de lanza y otros
árboles y arbustos de los que
constituyen la flora de esa parte de los Andes, que es como una faja
intermedia y limítrofe entre el páramo, los climas templados y los tórridos. En
los potreros, que están casi todos en faldas, veíamos también acentuarse la
variación del clima los pastos son de una hierba que muy poco crece, y que es de la que come el
ganado, porque la paja de barranca, más lozana y crecida, no reutiliza sino
para mezclarla con el barro de que se rellenan los pajareques de las casas de
campo. El suelo que pisábamos era también distinto; la tierra de los barrancos
más elevados tenía un color rojo, y la de la vereda que transitábamos, por la
humedad y frecuencia de paso, rojo obscuro, es decir de greda, que muy
pegajosa, nos hacía marchar con cuidado e ir listos para evitar un resbalón y
la consiguiente caída.
Desde luego, y como
consecuencia natural de la altitud, el frío iba determinándose, y coronando a
cada paso una cima y tomando a rematar otra, alejábamos, casi sin darnos
cuenta, de aquel lugar en donde unas dos o tres casuchas formaban vecindario de
soledad. Ya el zumbido de las moscas se percibía con claridad excepcional. El
rumor de cualquier fuentecilla tenía ínfulas de cascadas, y hubo un momento en
que sentimos llegar hasta nosotros el lamento de una zampoña, como un toque de
agonía. La flauta del diostedé comenzaba a oírse como el quejido melancólico de
un pecho lleno de pesares, y serpenteando siempre, igual que una espada
apocalíptica, el camino se internaba más allá… en unas piedras, en una ceja de
monte, en una hondonada lóbrega, en un desfiladero peligroso. El clarín de
gallo, que vibró como un alerta jovial, y en unos segundos después al cacarear
de unas gallinas, nos anunciaron la proximidad de algún bohío; y ciertamente,
apareció detrás de unas ramas que formaban matorral, la techumbre de la
vivienda miserable de unos labradores serranos. Aquella gente, extremosa en la
bondad, como toda la de los campos andinos, nos recibió de la manera más
respetuosa, y nos ofreció de lo único que tenía: leche recién ordeñada, arepa con cuajada y café del que
llaman volón. Agradecimos de todas veras tanta generosidad, pero no queriendo
disminuir el alimento de ese día a nuestros nobles y honorables compatriotas,
les hicimos participar más bien de nuestro avío, que era abundante: de nuestro
pan y de nuestro vino ciudadanos. Y es triste el ver cómo viven esos que son
los elementos vigorosos y sanos de
nuestra Patria, los representantes de su soberanía, los que concretos al
trabajo honrado y enaltecedor, contribuyen al desarrollo de su riqueza y al
florecimiento de su prosperidad. Duermen sobre trojes, se levantan con el alba y su alimentación es
frugal; casi desnudos desafían los cambios bruscos de temperatura y d estación;
tiene por reloj el sol y las estrellas, y por toda ciencia e ilustración el
paisaje; laboran el padre, la madre y los hijos; la superstición les azota;
tienen miedo de los fantasmas y de las almas del Purgatorio; rezan el rosario
al cerrar la noche, y su existencia discurre en medio de una monotonía que
infunde lástima, si se enferman, se curan con hierbas, y cuando mueren, en una
mala caja madera burda, dos o tres de sus feudos les llevan al camposanto. Ahí
está condesada su actuación. Pero id a preguntar a esos buenos hermanos si
quieren vida mejor, y ya veréis como os responden que nó… Su felicidad y
contento, sus sentimientos patrióticos están allí, donde oyen cantar el gallo
rubicundo y de plumaje como de sedas de colores, que les despierta todas las madrugadas
desde la copa del árbol cuyas raíces se agarran los propios cimientos de la
cocina; donde la huerta y el jardín producen frutos sazonados y flores que les
deleitan con suaves perfumes; donde la fuente que pasa cantando por el patio
del bohío calma su sed, lava sus carnes, les sirve de espejo y entretiene sus
horas, en los días del descanso, con su monólogo poético; donde nacen, crecen y
ven jugar y sufrir a sus hijos con santa inocencia y la santa resignación que
predica la Biblia;
donde a golpe del cuatro, y entre copa y copa de aguardiente, bailan el galerón
y se divierten ingenuamente en las noches turbulentas de verbena; donde tienen
sus más íntimos afectos, y ordeñan la única vaca de su hacienda amarrada al
criollísimo tranquero, y uncen los bueyes al yugo, y amontonan sus exiguas
cosechas, y han visto nacer todos los días y caer sobre el mundo as tinieblas
de la noche; donde han sufrido mucho, y en ímpetu decoroso de carácter, le han
opuesto a sus sufrimientos escudo de piedra, para tornarlos en contraída mueca
de tranquilidad o en auténtica sonrisa de sosiego; donde nadie ha podido
decirles con los versos de Virgilio: «Vamos, perezosos, el sueño sacudid; con
el arado de curvo diente lacerad la verde cabellera rural, rasgad la capa de la
tierra,» porque su iniciativa ha tenido
siempre timbre de fortaleza, y su orgullo de hombres ha llevado oleadas de
sangre y de rubor a sus rostros, fundidos
como el bronce.
Φ Φ Φ
"nemo ante mortem beatus esse dici potest"
Para los mortales,lo eterno y definitivo comienza sólo después de la muerte.
Citado por Hannah Arendt en De la historia a la acción, 1998
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