sábado, 4 de diciembre de 2021

LA CIUDAD ASENTADA SOBRE UN MONTE CARLOS CHALBAUD ZERPA

 



Mérida, viernes 28 de enero 1994

TERCERA PARTE

LA CIUDAD FLORECE

Entre los años de 1801 y 1804, comenzando el siglo XIX, tres lustros después de la descripción de Alcedo, el francés Depons escribe que en Mérida tiene sede un Obispo y un Capítulo, un colegio y un seminario, donde se forman ministros del culto católico y donde la juventud recibe conveniente educación para cualquier desempeño en la vida. La Mitra ha sido sumamente provechosa para el crecimiento de la ciudad porque hay maestros  que enseñan a leer, escribir y contar; catedráticos de cursos más elevados y profesores de Filosofía, Teología, Moral Práctica, Derecho Canónigo y Derecho Civil. Todas estas escuelas están bajo la dirección y vigilancia de un Rector y un Vicerrector y bajo la inmediata autoridad del Obispo (17).

Tanto había progresado el lujo de las ciencias en Mérida, que al cabo se sintió allí la necesidad de tener universidad propia, y no ir a buscar las borlas a Santa Fe o Caracas. La ciudad indudablemente ha crecido, y sus habitantes, comprendidos los vecinos blancos y las otras clases y colores, llegan a once mil, siendo la menos numerosa la de los esclavos. Los blancos se distinguían por la franqueza, la precisión espiritual y el amor a la literatura.  Ni éstos ni las otras clases desdeñaban el trabajo. Los blancos se dedicaban a la agricultura, o a la cría, o a la carrera eclesiástica, los pardos a ocupaciones útiles, en las cuales daban muestra de su inteligencia y laboriosidad.

Para 1805 el Obispo Hernández Milanés afirmaba que los estudios del Seminario de San Buenaventura habían adquirido fama y que en ese establecimiento existían en la biblioteca 617 volúmenes legados por el Obispo Ramos de Lora, 2.940 libros que habían pertenecido al ilustrísimo Torrijos y los que habían sido de los Padres Jesuitas, traspasados luego al extinguido convento de San Francisco y que eran 1.058. Si añadimos los 544 tomos propiedad de Milanés, nos da un total de cinco mil obras, número verdaderamente admirable para una ciudad alejada y escondida como lo era Mérida.

Una de las preocupaciones de este prelado fue iniciar la construcción de una catedral monumental sobre los planos de la de Toledo de España. El terremoto de 1812, donde murió el Obispo y la posterior Guerra de la independencia, interrumpieron por completo la fábrica, cuyos magníficos cimientos todavía existían (18).

LA CIUDAD SE ESTANCA

La Guerra de Independencia, que en sus primeros años fue a muerte, le va a sustraer al país, que para 1812 tenía unos 750.000 habitantes, 130.000 de ellos en 12 años. El terremoto del 26 de marzo de 1812, que hizo perecer una  parte de los pobladores d la ciudad de Mérida y arruinó e inutilizó todos sus edificios, fue como una admonición de lo que iba a ocurrir después. El gobierno eclesiástico en manos de sacerdotes realistas, trasladó a la segura ciudad de Maracaibo, fiel al Rey, la Catedral, el Colegio Seminario y otros establecimientos y la reacción militar de los enemigos de la emancipación obligó a las familias merideñas a huir precipitadamente hacia la Nueva Granada, abandonando propiedades, bienes y caudales.

Aquella ciudad que era próspera y floreciente en letras y artes, sufrió entonces un gran atraso en lo relativo a la agricultura, comercio y estudios.

En 1821,  el incógnito Ingles que escribió el libro sobre la Guerra a Muerte (19) dice que la ciudad de Mérida, otrora una de las más antiguas y bellas de Venezuela, no era más que un informe montón de ruinas donde había quedado muy poca gente, toda ella de baja extracción, pero en las haciendas de los alrededores todavía vivían algunas familias respetables, en una de las cuales se hospedó y fue atendido con la cálida hospitalidad que era característica de las regiones altas del país. Igualmente Boussingault, quien pasó por la ciudad dos años después, tuvo dificultades para encontrar alojamiento en medio de ruinas; hasta que lo acogió el jefe político, quien era platero de profesión y gran aficionado a las riñas de gallos. Principalmente no había nadie importante en la ciudad, porque la mayor parte de la gente acomodada vivía en las haciendas. Los  españoles no sólo habían hecho la guerra a muerte a los hombres sino también a los rebaños y a los árboles (20).

Mejor suerte tuvieron en 1822 el Coronel William Duane, su hija y su hijastro Richard Bache, quienes llegaron a la ciudad a fines del mes de diciembre, procedentes de los Estados Unidos. Según observación de los ilustres viajeros la población de Mérida era de ocho a diez mil habitantes, o sea que desde la descripción de Depons, la gente o había muerto en la guerra y el Terremoto o había emigrado. Bajo las ruinas yacían enterrados muchos de los antiguos moradores.  Las calles, trazadas a cordel, bien empedradas, eran muy limpias, con acequias de aguas claras que corrían por el medio. El Gobernador Político. Cnel. Juan Antonio Paredes ordenó albergarlos en una espléndida morada, con aposentos iluminados y cómodos lechos. Hubo cena exquisita servida en ancha mesa tendida con mantel de damasco y adornada con botellas de finos vinos europeos de marca, enfriados en nieve, traída especialmente por arrieros, de los glaciares de la Sierra Nevada (21 y 22).

El prócer Don Juan de Dios Picón, en 1832, pondera el agua del río Albarregas como pura y sabrosa para beber y la del Milla como deliciosa para el baño. La Sierra, está coronada de cinco grandes peñascos, formados de negras rocas y cubiertos de enormes masas de nieve perpetua; las tardes y las noches son muy tristes y frías por lo general; pero en las mañanas, especialmente en el mes de diciembre, la montaña enteramente limpia y despejada de toda niebla forma un contraste delicioso frente al hermoso azul celeste del cielo. Era Mérida entonces capital de la Diócesis con obispo, deán y canónigos y poseía un Seminario y una Universidad donde se enseñaba latinidad, filosofía, teología y los dos derechos. Existía una escuela de primeras letras bien dotada y bien servida, un convento de monjas clarisas dedicadas al culto divino y aplicadas a las flores de marcos de cera, que trabajaban muy bien, y a los dulces que imitaban  toda clase de flores y frutas. Había también un convento de dominicos.

Son estos tiempos de la disolución de Colombia la Grande; Venezuela se ha constituido en república independiente bajo la presidencia del Gral. Páez y Mérida que continuó siendo la capital de la provincia del mismo nombre, tiene una menguada población que apenas llega a los 4.294 habitantes, que no se compadece con la estimada por el Coronel Duane, antes (23).

El naturalista alemán Dr. Anton Goering le calculó entre cinco y seis mil habitantes en 1869 y, a pesar de la abundancia de recursos naturales, la encontró muy atrasada. Pocas personas circulaban por sus tranquilas calles después de las ocho de la noche, cuando todo parecía  estar sumido en el sueño. El ganado pacía libremente por las calles y plazas públicas cubiertas de abundante hierba. Aunque la universidad había sido seculizada desde 1832, el ambiente dentro de los claustros, treinta y siete años más tarde, continuaba siendo conventual  y la enseñanza laica recordaba en  muchos aspectos la vida intelectual de la Edad Media.

Para entonces había ya circulado el primer diario. ”La Abeja”, redactado por el señor José Vicente  Nucete (24).

Durante el llamado septenio del Gral. Antonio Guzmán Blanco, el Pbro. Dr. Jáuregui Moreno estimaba la población en casi diez mil habitantes y la ciudad poseía seis escuelas federales: tres de varones y tres de niñas y un Colegio Nacional que funcionaba en el edificio que había servido de Seminario Tridentino, ahora clausurado por el Gobierno (25). Las funciones públicas hasta 1873 se amenizaban  con tambores y chirimías y fue entonces cuando la “Sociedad del Carmen” se propuso fundar una Banda; los instrumentos  musicales fueron pedidos a París y para aprender a tocarlos se creó una Escuela de Música con 28 aprendices que actuaron por primera vez en el año de 1876. La Banda duró hasta entrado el siglo XX. En este mismo año fue colocado y bendecido el reloj  de la torre de la Catedral, construida desde 1854; y también llegó a la ciudad el órgano para el mismo templo, pedido a París por Mons. Dr. Tomás Zerpa en 1865 y cuyo valor fue de cinco mil francos (26).

Para 1883, la Universidad de Mérida ha adquirido el nombre de Universidad de Los Andes por Ley del Gobierno Nacional, pero Guzmán Blanco lo ha desposeído  de su autonomía y bienes, privándola  de su patrimonio. El geógrafo alemán Sievers, en 1885, la encuentra entonces tan desmejorada que no merece llamarse así, pues no pasaba de ser un modesto liceo donde habían sido suprimidas las matemáticas y la filosofía, dos de las materias más universales, fundamentales e importantes. Halló muy decaída la ciudad, con calles mal entretenidas, con empedrado irregular y donde las casas habían perdido por incuria la capa enjalbegada, de tal manera que no era lo que el viajero esperaba encontrar a llegar a la capital de la Cordillera y del Occidente. Era una urbe carcomida por la negligencia y la pobreza, en medio de un escenario de una naturaleza esplendorosa, donde se levantaban centellantes las cimas cubiertas de nieve de la Sierra Nevada (27).

LA CIUDAD DESPIERTA

El Dr. Tulio Febres Cordero, en su larga y provechosa vida, describió varias veces la ciudad donde nació y residió siempre. Ya en su autobiografía juvenil Memorias de un Muchacho evoca en 1878 la urbe silenciosa, con sus plazas, de mullido césped, calles desigualmente empedradas por donde  corrían acequias en cauce de broca piedra, y con aceras tan agostas y resbaladizas que la caída era inevitable, si o se iba por ellas con los cinco sentidos en los pies. Mérida estaba modelada todavía por el viejo patrón colonial, con casas puramente encaladas, sin color en los muros, anchas y rojas de postigo en las moradas de los godos y oligarcas y amarillas en las puertas de los liberales, celosías de finísimos calados de madera, detrás de las cuales y sin ser vistos, viejos murmuradores y damas provectas sin oficio destrozaban con la lengua a los infortunados y esporádicos transeúntes; y patios pintorescos, de hermosos claustros, cerrado por sardineles de mampostería. Las puntas de ganado que se traían de otras partes para dejarlas en los potreros de ceba o ser conducidas al “degüello “, atravesaban sueltas y en desorden las  estrechas calles de la ciudad, de un extremo a otro, y no era raro que un caminante desprevenido se topara sorpresivamente con un novillo bravo descarriado. (28).

La primera línea telegráfica llegó a Mérida en 1881, festejada con flores, música y pólvora. En 1885 rodó por las calles el primer coche tirado por briosos caballos, con la humanidad del Gral. Rosendo Medina adentro, y a la sazón gobernante del Estado de Los Andes. En 1891 fue establecido el servicio telefónico entre Mérida y Ejido; y al año siguiente, en 8 de marzo, se lanzó a la vida pública el caudillo merideño Esteban Chalbaud Cardona, dando el grito revolucionario contra el gobernante continuista del Dr. Andueza Palacio. Bajo la bandera del legalismo, descendió de la Hacienda Lourdes, en las estribaciones de la Sierra Nevada, y atacó la ciudad. Sería después cuatro veces gobernante de Mérida.

En los últimos días del mes de diciembre de 1886 visitó a Mérida el notable viajero y escritor colombiano Isidoro Laverde Amaya, procedente de Bogotá. Y rumbo a Caracas. En su obra publicada en 1889, en tres tomos, donde se hace una minuciosa descripción de la Venezuela que conoció, dedica cuarenta páginas desde el punto de vista histórico, geográfico, estadístico y cultural. Asevera que es una sociedad muy escogida, culta y espiritual, cuyos hábitos, sencillos y francos, inspiran, desde luego, la más viva simpatía, es lo primero que atrae, como poderoso imán, a cuantos llegan a la escondida Mérida. Ponderase la hospitalidad de los antiguos, sin que al presente pueda decirse que aquel hermanable espíritu ha ido a refugiarse en alguna parte con el candor y buena fe de los primitivos tiempos, pues que vayan a Mérida los que duden de que en este siglo haya pueblos que cumplan con el sagrado y benéfico deber de la hospitalidad.

Añade que los merideños son ambles y complacientes con el forastero, y todos quisieran ser útiles en algo, y que uno lleve el mejor y más grato recuerdo posible de su tierra (20).

En 1892 Tulio Febres Cordero la describe con mayores detalles; llueve mucho en ella, pero cuando cesan las lluvias y durante los días de verano, se altera en lo general su buen estado sanitario, pues el clima es sano, a pesar d los cambios de temperatura sensibles de una hora a otra. Tiene ocho calles longitudinales y veintitrés transversales, de diez varas de ancho y empedradas. Toda la ciudad estaba edificada de tapia y teja, con pavimentos de ladrillo, en cuyas rendijas andaban las pulgas y las niguas que modificaban constantemente a los moradores; la rudeza del suelo, en los salones, se suavizaba con petates y alfombrillas. Para entonces la plaza mayor ya se llamaba Bolívar, donde estaba la Catedral con una sola torre de mampostería, tres naves espaciosas y capillas laterales. Contiguo a la Catedral se edificaba en aquel tiempo una casa que serviría de Palacio Episcopal y existen además  un viejo Palacio Municipal, la cárcel pública y el local de la Universidad, que albergaba aulas, biblioteca, gabinete de historia natural y un museo. Aquellas casas, de palacios no tenían sino el nombre. En el centro de la plaza, existía una pila o recipiente de piedra labrada sin ningún mérito artístico.

Poseía la ciudad también un mercado en fábrica, un hospital de caridad, un hospital de lázaros, varios templos, un cementerio en el Espejo y otro en Belén, y la Columna a Bolívar, coronada por un feo busto de arcilla cocida en el extremo oriental de la ciudad al borde de un barranco; existía un colegio episcopal y otro adjunto de niños, tres colegios de niñas y varias escuelas públicas y particulares de primeras letras así como cinco talleres de imprenta. Los habitantes del casco urbano decían ser unos cinco mil. El 28 de abril de 1894 a las diez y cuarto de la noche ocurrió un terremoto en el Estado Mérida que ocasionó un total de 319 víctimas, entre ellas gran cantidad de niños, y muchísimos heridos.

La mayoría de los dañificados ocurrió en las poblaciones de Santa Cruz de Mora, Zea, Mesa Bolívar y Tovar y el epicentro se localizó en las selvas de Onía, entre los ríos Chama y Escalante. El movimiento sísmico se acompañó de un ruido ensordecedor y tenebroso. Además de las pérdidas humanas fueron también inmensas las materiales, ya que las poblaciones mencionadas quedaron en escombros. En Mérida, apenas hubo cuatro muertos, dos adultos y dos párvulos, pero más de cien casas quedaron arruinadas por la caída de los techos, y de los 9 templos, incluida la Catedral, muchos debieron ser totalmente reconstruidos. Entre la noche del terremoto y el 4 de agosto siguiente se contaron en la ciudad 116 temblores, de los cuales nueve muy fuertes.


 

 


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