sábado, 7 de enero de 2023

TESTIMONIOS DE MÉRIDA SIGLO XIX Isidro Laverde Amaya 1886 De Bogotá a Caracas CARLOS CHALABAUD ZERPA (Primera Parte)

 

TESTIMONIOS DE MÉRIDA SIGLO XIX

Isidro Laverde Amaya

1886

De Bogotá a Caracas

CARLOS CHALABAUD ZERPA (Primera Parte)

A fines de 1886, estuvo en Mérida, procedente de Bogotá y rumbo a Caracas, el acreditado publicista colombiano Isidro Laverde Amaya, quien ya había visitado la capital de Venezuela tres años antes, en ocasión del Centenario del Natalicio Libertador. Entonces había publicado un primer libro, en 1885, en Bogotá por el editor Ignacio Borda y que se refiere a sus recuerdos de las fiestas y que denominó Viaje a Caracas.

Era también autor de un estudio titulado Apuntes sobre bibliografía colombiana, editado en Bogotá en 1882 y que dedicó al presidente venezolano Guzmán Blanco. Igualmente fue el director de la importante Revista Literaria, que aparecía mensualmente con 64 páginas de texto sobre Biografía, Historia, Viajes, Geografía, Estadística, Crítica, Cuadros de Costumbres, Poesía y Variedades, en Bogotá entre 1890 y 1893.

De su viaje de Bogotá a Caracas dejó un libro escrito con un estilo sencillo, pormenorizado y a veces poético, donde describe las ciudades y pueblos por donde va pasando desde el punto de vista histórico, geográfico, costumbrista, cultural, y estadístico, con un apéndice sobre historia, geografía y literatura general del país.

Salvo Caracas, donde se sintió muy a gusto, es Mérida la ciudad a la cual dedica mayor número de páginas en el libro dividido en tres partes, que en 1889 publicó en Bogotá en la Imprenta de La Nación con el nombre  Un Viaje a Venezuela, en su corta permanencia en la ciudad emeritense fue atendido con solicitud y de manera galante y cortés por el joven  Tulio Febres Cordero, quien entonces frisaba los 26 años y era el redactor del periódico El Lápiz, cuya colección consultó, as{i como los Apuntes Estadísticos del Pbro. Jáuregui y algunos ensayos históricos de José Ignacio Lares. También investigó en Bogotá los orígenes de Mérida en las obras de Fray Pedro Simón y Mons. Lucas Fernández de Piedrahita.

El escritor, acompañado de su padre, partió de Bogotá el 15 de diciembre de 1885, rumbo a Pamplona. De la capital a Chapinero viajó en tranvía y de allí siguió en coche un trecho por la sabana bogotana y luego montó a caballo. Pasó por Chía, célebre por sus dulces de manzana, prosiguió por Cajicá donde lo entusiasmaron sus duraznos, llegó a Zipaquirá, conocida por sus magnificas minas de sal gema, visitó a Ubaté y luego una serie de caseríos miserables como Fúgene y Susa, fugazmente prosiguió por Chiquinquirá, Vélez (conocida por sus bocadillos de guayaba) y donde sólo consiguió enfermedades, terrible miseria y pordioseros. El 1° de enero de 1886 partió de El Socorro, visitó a Pinchote (rico en cotudos) y el 2 estaba en San Gil, población de buen tono y pretensión donde en las casas de familias existían diez planos, visitó Bucaramanga y de allí pasó a Pamplona. En esta población notó que la sociedad escogida, bien que circunscrita a pequeño número, en poco de diferenciaba de la de Bogotá; la misma urbanidad y la misma afición por la música y por las grandes obras de la literatura contemporánea como eran Los Misterios de París, El judío Errante, El Conde de Montecristo y Martín el Expósito, con muchas otras obras que arrojaban las prensas de Caracas y entraban por vecindad, así como las ideas, que se propagaban después de inocularse. Como se puede notar, las novelas populares de folletín de Alexander Dumas, El Viejo y Eugene Sue, publicadas en París entre 1840 y 1850, traducidas al castellano, eran muy apreciadas por la juventud en Latinoamérica medio siglo más tarde.

De Pamplona pasó a Chinácota y luego emrumbó hacia Cucutá ciudad que se mentaba como muy influenciada por las costumbres y la música venezolana, pero debió  evitar la visita a esa población, así como a El Rosario y San Antonio porque había una epidemia  de fiebre amarilla muy grave que llevaba meses haciendo estragos, lo que lo obligó a torcer hacia Rubio y de aquí llegar a San Cristóbal.

En San Cristóbal debió demorar varios meses aunque nunca lo dice, pero lo cierto es que en la Nochebuena de 1886 pernoctó en la aldea de La Playa de Bailadores, luego de visitar Táriba, La Gita y El Cobre. Las diversiones navideñas, y en otras épocas del año, de los habitantes de los pueblos de los Andes venezolanos eran las libaciones de miche en las bodegas y las peleas de gallos.

A Tovar llegó el 25 de diciembre, siguió por Estanques, salvó el río Chama por medio de una zaranda o tarabita, cómoda pero que crispaba los nervios y después atravesó el cauce seco de la quebrada del Barro, por más de una legua, y en medio de elevadísimos paredones de cortes caprichosos que formaban figuras raras y fantásticas. Así llegó al pueblo de indígenas llamado Lagunillas que estaba prácticamente despoblado por la epidemia de viruela que entre 1818 y 1819 dejó casi exterminada esta vecindad y otras inmediatas. De San Juan pasó a Ejido, sitio donde se refugiaron varios vecinos de Mérida después del terremoto 1812, y que había prosperado mucho a partir de 1873 debido a la bonanza de la venta del café. Los de Mérida llamaban despectivamente a los ejidences guayaberos, por la extraordinaria abundancia de exquisitas guayabas. A los de Ejido les ofendió en tal suerte el apodo que arrasaron con todos los árboles que eran causa del sobrenombre.

La via pública que de Ejido conducía a Mérida, de 2 leguas y media de largo, era alegre y muy buena por un plano inclinado sensiblemente entre elevados árboles y algunas casas de buena apariencia. Los bucares esbeltos imponderables y el horizonte eran también animado por el majestuoso aspecto de tres picachos coronados de nieve que dominaban la Sierra.

Laverde Amaya entró a Mérida a fines de diciembre de 1886, puesto que señala los movimientos poblacionales del Gran Estado de Los Andes para 1885 y además reseña el fallecimiento del padre Zerpa, notable figura de la Iglesia merideña, ocurrido en marzo del mismo año que visitó la ciudad.

Comienza el escritor la descripción de Mérida diciendo que como consecuencia natural del 19 de abril de 1810, vino a adquirir vida propia y a constituirse en provincia independiente, que era hasta entonces de la de Maracaibo. La Ley de división territorial de 1856 separó algunas provincias o cantones que formaron el antiguo Estado Táchira desde 1864, y en abril de 1881 se determinó que los Estados Táchira, Trujillo y Guzmán como se denominaba a Mérida, fuesen uno solo, con el nombre de Los Andes, sin duda porque estos países se extienden por todos Los Andes Venezolanos y presentan las cumbres más elevadas de la República. Según Codazzi, señala el autor, el picacho más alto de la Sierra Nevada está a 4.589 metros y 92 centímetros sobre el nivel del mar. La ciudad de Mérida, que antes era la capital de la Sección Guzmán, y entonces lo era de todo el Estado de Los Andes. Estaba situada a 8° y 10° de latitud Norte y 8°, 58" y 20° de longitud O. del Meridiano de Caracas. y a 1.649 metros sobre el nivel del mar, con una temperatura media de 24° centígrados. Fue erigida en Sede Episcopal en 1777, el mismo año que quedó separada del Nuevo Reino de Granada.

Su principal establecimiento de instrucción secundaria era la Universidad, que tenía fama en toda la República y se consideraba, después de la Caracas, el mejor instituto de educación pública. Aun cuando no contaba para su sostenimiento sino con escasas rentas, había prestado eficaz auxilio en la tarea de ilustrar la juventud. Calculabase en ciento treinta el número ordinario de sus alumnos. Existía –según los datos que entonces se conocían- desde 1810, aun cuando desde doce años antes se dictaban diversas enseñanzas y fue el Obispo Lazo de la Vega quien mayor empeño tomó en el ensanche y programa, del plan de estudios. En ella se leían, cuando estuvo Laverde Amaya, las facultades de Medicina, Filosofía, Ciencias Eclesiásticas y Derecho Civil.

Había, además en la ciudad dos colegios para señoritas: uno público, establecido en 1880 y otro privado; seis escuelas federales; tres para hombres y tres para mujeres; y dos escuelas municipales de sólo niñas. La asistencia a todos estos establecimientos podía computarse en algo más de setecientos alumnos. Los dos colegios de señoritas habían dado muy buenos resultados.

Levantábase la capital del actual Estado de Los Andes al extremo de una hermosa planicie, de tres leguas de largo, inclinada rápidamente de Norte a Sur, y a cuyo pie corrían, por entre elevados barrancos, y en la misma dirección dicha, los ríos Mucujún y Albarregas, los que rendían sus aguas al torrentoso Chama, que también bañaba en su inquieto curso, de Este a Oeste, el extremo de la elevada meseta,  como si pretendiese ayudar a cerrar el marco que formaba el horizonte de la ciudad, dominada al Sur por los majestuosos e imponentes picachos de la Sierra Nevada. El aspecto material de la población era y presentaba un conjunto regular, sin que, por la otra parte, se descubriese nada notable, ni tampoco particular esmero o variedad en las construcciones. La mayor parte de las casas eran bajas, con ventanas grandes, estilo que predominaba en casi todo Venezuela. La ciudad tenía ocho calles longitudinales y veintitrés transversales, tres plazas y tres plazuelas. Había tres cementerios y dos hospitales, uno de Caridad era asistido por un grupo de señoras que se alternaban y otro de leprosos.

Dividíase en tres parroquias, que eran: Sagrario, Milla y Llano; y para el gobierno eclesiástico cuatro que eran, las mismas nombradas más la de Belén, creada en 1558. A cada parroquia correspondía una iglesia, que llevaba el mismo nombre del barrio. La del Sagrario era la matriz y existía ya para el año de 1569, servida por el presbítero Dr. Andrés de Jáuregui. La de Milla fue erigida en 1805, y su primer Cura se llamó Fray Francisco Martos Carrillo, la del Llano, también databa de 1805, y su primer Cura fue el Presbítero Ignacio Ramón Briceño.

Además de los templos citados existían en la ciudad estos otros: San Francisco, llamado también La Tercera, en jurisdicción de Milla; La Capilla del Carmen, antiguo templo de Santo Domingo, reedificado en 1872 por “La Sociedad del Carmen”, y las capillas del Hospital de Caridad, la del Espejo, que pertenece al cementerio y que se terminó en 1844 por esfuerzos del entonces Gobernador de la Provincia D. Juan de Dios Picón, y la de la Universidad, muy descuidada y pobre. En el sitio llamado El Arenal, en las afueras de la ciudad, lavantábase una capilla dedicada a la Virgen de Lourdes.

El mejor templo era, por supuesto, la Catedral, que aun cuando no de muy vastas proporciones, presentaba una fachada de buen conjunto, y el interior estaba aseado y mejorado en lo posible. Cerca del presbiterio se veía el suelo cubierto de lápidas, que indicaban los restos de varias personas notables del lugar. Este edificio se había comenzado a construir en 1842 y se terminó en 1867.

Era innegable, decía Laverde Amaya, que el atractivo mayor que presentaban los viajes, al menos cuando estos se verificaban por países nuevos, que carecían de adelanto material digno de fijar la atención, consistía en las relaciones sociales que se adquirían y en cambio recíproco de ideas, como también en la observación de costumbres y hábitos que nos eran extraños.

Por esto, el que quería consignar con fidelidad sus impresiones, tenía que apelar frecuentemente, aun cuando no lo quisiera, a la parte de su correría que podía llamarse personal, porque ésta ayuda a fijar en la mente del lector la pintura de lo que ha visto, y a librar la narración del sello de monotonía y de uniformidad que da la sola aglomeración de datos geográficos y estadísticos.

A Mérida le dio su fundador el título de cuidad de los caballeros, que debiera conservar como calificativo honrosísimo, que ciertamente merece, y por que por sí solo hablaría muy alto de las cualidades característica de sus hijos.

Pasa con ella lo que sucedía con Bogotá hasta hace algunos años. Secuestrada de la actividad y de mayor conocimiento y relaciones que procura a cualquier ciudad su proximidad al mar, vive, como si dijéramos, aislada, independiente, recogida por el silencio y entregada a la poética soledad de sus hermosos campos, acariciada por las frescas y fecundas brisas de la Sierra Nevada que, a modo de poderoso atalaya  colocado allí por la naturaleza, parece resguardar con sus moles plateadas e inaccesibles, en  aquel encantador  rincón del mundo se producen todos los frutos y se goza de un clima delicioso.



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